Agua y tierra en San Gabriel Chilac, Puebla, y San Juan Teotihuacán, Estado de México. El impacto de la reforma agraria sobre el gobierno local, 1917-1960. Por Jesús Edgar Mendoza García. México: Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, 2016, 306 pp.
Sergio Rosas Salas
Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades
sergiofrosas@yahoo.com.mx
En Agua y tierra en San Gabriel Chilac, Puebla y San Juan Teotihuacán…, Jesús Edgar Mendoza analiza el proceso de centralización federal en México durante la primera mitad del siglo XX a partir de un estudio del gobierno municipal y, en general, del gobierno local. Partiendo de un método comparativo poco explorado en los libros de autor y afincado en una creciente tradición de historia social, el autor reconstruye los conflictos en torno a la tierra y el agua en dos municipios rurales que vivieron -como tantos otros- amplias disputas por sus recursos productivos a partir de la promulgación de la constitución de 1917. A partir de una exhaustiva documentación de archivo, el libro ofrece a los especialistas nuevas perspectivas de investigación que contribuyen a ampliar el debate sobre los procesos agrarios del siglo XX mexicano. En concreto, Jesús Edgar revela la importancia del ayuntamiento y su menguante papel en la administración de los recursos naturales, discute la omnipotencia del Estado federal tras la constitución de 1917 en el dominio de los bienes productivos de la nación y demuestra la persistencia de la pequeña propiedad a pesar del surgimiento de los ejidos.
Agua y tierra… aporta una serie de hipótesis que contribuyen a ampliar el debate entre los especialistas. La primera de ellas es que la centralización del Estado nacional sobre los recursos ocurrida en el siglo XX es en realidad una continuidad de procesos iniciados con la Reforma liberal, que llevaron a la disminución de la autonomía política y el poder económico de los ayuntamientos. Esta reflexión permite sumar al libro los aportes de diversos especialistas. Así, los historiadores podemos considerar como ya establecida la necesidad de estudiar los procesos agrarios como un continuo que inicia con la Ley Lerdo, tiene un cambio importante con la ley del 6 de enero de 1915 y concluye hasta bien entrado el siglo, con el agotamiento de los recursos productivos y la instauración del ejido como una más de las formas de propiedad agraria en el país. En este sentido, el libro es un ejemplo bien logrado de la importancia de repensar los límites temporales de nuestras investigaciones y de plantear estudios que contribuyan a una nueva periodización de la historia rural de México.
Para Mendoza García, los ayuntamientos aceptaron la injerencia del gobierno federal sobre tierras y aguas a cambio de recibir apoyos federales para dotar de servicios públicos a sus comunidades. A la par que estos procesos permitieron el fortalecimiento del Estado posrevolucionario desde lo local. Éste pudo imponerse gracias a que estableció redes clientelares con los diversos grupos sociales para atraer su lealtad. Un elemento central para ello fue el reparto agrario. En ese sentido, concluye el autor, el Estado centralizado no fue sólo producto del autoritarismo, sino fruto de una negociación entre el gobierno federal, los municipios, los terratenientes y los (nuevos) líderes agrarios. A demostrar estos asertos se dedican los cinco capítulos de la obra.
En el primero de ellos se analiza el régimen de propiedad en los valles de Teotihuacán y Tehuacán antes del reparto agrario. Si algo demuestra el autor es que en ambos casos los campesinos aprovecharon la ley del 25 de junio de 1856 para hacerse de tierras propias, apoyando el proceso de adjudicación y apropiación individual de tierras durante la Reforma y el porfiriato. A la par que este proceso permitió el surgimiento de muchos pequeños propietarios, también contribuyó a crear un ayuntamiento solvente y autónomo, pues, recaudaba contribuciones por el acceso a la tierra y el agua. Los procesos agrarios revolucionarios fueron diferentes, teniendo una especial importancia el agua en estas diferencias. Mientras en Teotihuacán el ayuntamiento no tenía control sobre los manantiales desde el repartimiento de 1684, en el municipio de Chilac el agua era administrada por el ayuntamiento y de hecho lo siguió siendo hasta la década de 1930. En conjunto, este capítulo muestra que frente a la “leyenda negra” que hace de los campesinos unas víctimas de los hacendados, los campesinos aprovecharon la propiedad privada a lo largo del siglo XIX, formando una pléyade de pequeños propietarios en el campo, actores que por cierto aún deben ser estudiados con mayor profundidad por los especialistas.
En el capítulo dos se analizan los cambios que trajo consigo la reforma agraria revolucionaria en los dos municipios estudiados, así como las respuestas sociales a las políticas del gobierno nacional. Además de mostrar la diversidad de los procesos locales -en Teotihuacán ya había ejido y junta de aguas en 1927-; en los pueblos de Tehuacán el reparto inició en 1915, pero la dotación de aguas se concretó hasta 1965. Además de la pugna entre los interesados en trabajar la tierra, el libro muestra que las nuevas autoridades ejidales desplazaron al ayuntamiento en el control de los bienes productivos de los pueblos. Esto llevó a crear una relación clientelar entre el Estado federal y los campesinos, en la cual descansa el éxito del régimen de partido oficial durante el siglo XX. Más que un proyecto de desarrollo económico, la reforma agraria y la consiguiente dotación ejidal fue un proceso de contención social y justicia redistributiva. En estos cambios, el perdedor fue el ayuntamiento, mientras que los campesinos recibieron beneficios a cambio de su lealtad al régimen.
En el tercer capítulo, Jesús Edgar analiza las razones del reparto agrario concentrándose en San Juan Teotihuacán. A través de un estudio empírico demuestra que el fracaso del modelo ejidal ocurrió por la creciente presión sobre los recursos hidráulicos y una extrema fragmentación de la propiedad agraria. El autor muestra que el reparto agrario acabó con el uso racional del agua practicado en el siglo XIX, pues ahora había mucho más actores sociales involucrados. Este apartado muestra que el dominio de los recursos hidráulicos fue de vital importancia para el valle. Si bien había una junta de aguas creada en 1927, ésta no estuvo exenta de corrupción y más aún, resolvió los conflictos no con base en su reglamento, sino en “un código de justicia de corte consuetudinario”, que abrió la puerta a la resolución de conflictos por la vía informal. El proceso terminó en 1991, cuando la presión hídrica terminó desecando los manantiales de Teotihuacán. Al estudiar el caso de Chilac en el cuarto capítulo, Edgar muestra que en el siglo XX la lucha por los recursos agrarios e hidráulicos no se dio sólo entre ejidatarios, pues, la pequeña propiedad siguió vigente. Es harto interesante su propuesta de que si bien el ejido fue un fracaso en términos de producción agrícola, fue benéfica en tanto garantizó la subsistencia de la familia campesina. En efecto, para Mendoza, el ejido fue, en efecto, una herramienta de pacificación social y control político, y su éxito debe medirse no sólo con base en estas variables, sino a partir de la “lógica de la economía campesina”. Visto así, el retiro de las tierras para el mercado no fue un fracaso, sino una reorientación de los recursos naturales en aras de las comunidades locales.
Al concluir su trabajo, Edgar Mendoza realiza un breve capítulo sobre la mejora de las condiciones de la población en Teotihuacán y Chilac entre 1920 y 1960. A partir de elementos como la educación, el agua potable y la alfabetización, deja claro que la mejora de los habitantes de estos pueblos fue muy lenta, y sólo en la década de 1950 podemos hablar de una mayor integración de los campesinos a los beneficios que traía consigo la modernización de la sociedad mexicana. En general, el libro muestra que entre 1917 y 1950 los ayuntamientos perdieron el control de tierras y aguas gracias a la centralización emprendida por el gobierno federal, pero esto no significó que el régimen posrevolucionario pudiera imponer sus decisiones y leyes en todo el país sin negociación. Si algo quedó fue el papel del ayuntamiento en la vida de las comunidades, la pequeña propiedad y los mecanismos locales e informales de resolución de conflictos para el acceso a los recursos naturales.
El libro contribuye, pues, a discutir el papel del Estado federal y del ayuntamiento en los problemas agrarios del siglo XX mexicano, y permite profundizar en temáticas ampliamente discutidas en la historiografía reciente. Al poner en el centro a los municipios, nos obliga a reflexionar más en torno al ayuntamiento, y a emprender trabajos de investigación que aborden su papel en el régimen posrevolucionario. Más casos y problemas contribuirán a conocer mejor una problemática fecunda que aún reserva sorpresas a los interesados. Si bien es una lástima que la bibliografía no recupere todos los textos citados en el cuerpo del libro, el libro es un aporte valioso y fecundo para la historiografía especializada.