DOI: http://dx.doi.org/10.24901/rehs.v39i155.599
Paula López Caballero y Ariadna Acevedo-Rodrigo, eds. Beyond Alterity: Destabilizing the Indigenous Other in Mexico. Tucson: The University of Arizona Press, 2018, 312 p. ISBN-13: 978-0-8165-3546-0
Ulices Piña
Colorado College, upina@coloradocollege.edu
El 1 julio de 2018, el presidente electo Andrés Manuel López Obrador declaró en su discurso de aceptación que: “Escucharemos a todos, atenderemos a todos, respetaremos a todos, pero daremos preferencia a los más humildes y olvidados; en especial, a los pueblos indígenas de México. Por el bien de todos, primero los pobres”. Sin negar la buena voluntad del presidente electo ni la necesidad de que tales medidas realmente se implementen, precisamente, este tropo sigue dominando las narrativas sobre los pueblos indígenas; es decir, sólo pueden estar definidos en relación con su alteridad. Esta narrativa reconoce la diferencia y cuando se repite muchas veces, no sólo se convierte en realidad, sino que también priva a individuos de su dignidad. Beyond Alterity es una importante colección de algunos ensayos muy finos que cuestionan este tema central en México: cómo la identificación como indígena se ha vuelto concomitante con la alteridad y cómo la singularidad de los grupos indígenas ha resultado de las articulaciones de gobierno, sujetos y conocimiento(s) (p. 8).
Al impugnar esta adscripción automática de alteridad a las poblaciones indígenas, Beyond Alterity desafía los trabajos recientes al acercarse a la alteridad indígena no simplemente como “una explicación sino como un objeto por ser explicado” (p. 3). Los ensayos en esta colección, tomados en conjunto, exploran la diferencia entre poblaciones indígenas, pero también muestran cómo se fija la categoría marcada del indígena en ciertos contextos sociales e históricos, “exponiendo la historicidad y la edificación de la alteridad indígena” (p. 291). Cabe señalar, sin embargo, que la colección de ensayos en sí mismos no producen una narrativa lineal que “reconstruye ya sea la historia de los indios desde la conquista al presente o los valores asociados con la indianidad (raza, lengua, etnicidad, etcétera)”. En cambio, la colección de ensayos localiza la categoría del indígena desde el punto de vista de diferentes disciplinas y despliega una variedad de metodologías, viéndola como “un campo permanente de negociación y disputa cuyos significados son siempre volátiles y esquivos” (pp. 5-6).
El libro está organizado en dos partes: “Tierra y Gobierno” y “Ciencia”. En la primera parte, los contribuyentes se centran en descentrar las características internas tradicionales atribuidas a las poblaciones y comunidades indígenas. Como resultado, los contribuyentes revelan una frontera fluida entre pueblos indígenas y no indígenas, actores externos, instituciones y contextos. El excelente capítulo de Kourí, por ejemplo, confronta nociones antiguas sobre la propiedad comunal que es una característica dominante de la sociedad del pueblo en el México colonial y en cambio argumenta que “desde el principio [el uso de la tierra en las aldeas fue] jerárquico y profundamente inequitativo” (p. 31). De manera similar, Torres-Mazuera cuestiona dos supuestos básicos sobre la tenencia comunal de tierras en México: que los ejidos de la época posrevolucionaria son continuaciones de un pasado prehispánico; y que los usos y costumbres y cosmovisiones indígenas determinan relaciones de propiedad (pp. 152-153). El capítulo de Guardino, en particular, problematiza la visión tradicional de los pueblos indígenas como aldeanos insulares y postula -o, mejor dicho, intenta reconciliar- la posición de que los campesinos a menudo “trabajaban políticamente con sus pares en otras aldeas y también con instituciones más allá del campesinado” (p. 64). El capítulo de Ducey complementa esta línea de pensamiento (aunque dentro del contexto de la Guerra de Independencia) y demuestra cómo el “liderazgo de las insurgencias locales adaptó sus acciones para acomodar los intereses de las comunidades indígenas” (p. 85).
En el capítulo 4, Acevedo-Rodrigo aborda directamente los conceptos erróneos sobre las escuelas primarias públicas desde 1876 a 1911 en dos regiones que desde hace mucho tiempo han sido consideradas indígenas: las sierras del norte de Oaxaca y Puebla. Específicamente, Acevedo-Rodrigo argumenta que, si bien estas escuelas son a menudo consideradas inefectivas o incluso inexistentes, “las escuelas hispanohablantes del liberalismo de fines del siglo XIX importaban porque […] demostraron ser significativas para los hablantes de lenguas indígenas” (p. 107). Mientras tanto, la contribución de Rockwell analiza los retos que los ancianos en la región de Malintzi en Tlaxcala han enfrentado al comprometerse al idioma español dominante. Cabe destacar que Rockwell descubre que muchas personas aprendieron a hablar español y a escribir no a través de la educación formal, sino a través de su participación en asuntos comunitarios; sin embargo, muchas de las personas entrevistadas por Rockwell valoraban su tiempo en la escuela (por breve que haya sido y que tal experiencia resultó ser formativa) (p. 135). Tales hallazgos no sólo complementan el capítulo de Acevedo-Rodrigo, también reflejan la importancia de interrumpir una historiografía que durante mucho tiempo ha estado “atrapada en criterios normativos y anacrónicos que mide y [asigna importancia sólo a] ciertos resultados” (p. 107).
La segunda parte se centra en los orígenes y el despliegue de cualidades “apropiadas” o “esenciales” que han llegado a representar a los grupos indígenas, lo que a su vez ha permitido distinguir entre quién es y quién no es indígena (p. 16). López Caballero, por ejemplo, analiza los debates “que tuvieron lugar en la década de 1940 entre antropólogos e indigenistas, mexicanos y extranjeros, principalmente en artículos publicados en la revista América Indígena” (p. 200). Las consecuencias de tales deliberaciones, de acuerdo con López Caballero, aún se sienten hoy en día porque la alteridad de los pueblos indígenas vino a fijarlos “no como parte de un grupo racial o etnolingüístico sino como parte de la comunidad, una condición sine qua non para el reconocimiento de una persona como tal” (p. 217). En el capítulo 9, Schwartz ofrece una visión de la convergencia de los programas de desarrollo a mediados del siglo XX y la alteridad indígena y explora cómo el Proyecto Papaloapan del presidente Miguel Alemán cuestionó lo que significaba ser indígena (p. 223). En última instancia, Schwartz encuentra que la meta de tales programas de desarrollo era modernizar al indígena mientras se preservaba la alteridad indígena (p. 230).
El resto de los ensayos en el volumen tratan con discursos científicos relacionados con el otro indígena y con “las mismas prácticas y objetos de investigación” (p. 17). Cházaro, por ejemplo, proporciona “una relación de las prácticas antropológicas y médicas empleadas en el estudio de la variabilidad corporal” (p. 173). Cházaro encuentra que mientras la variabilidad se consideró por primera vez como patológica, pronto se distinguió en relación con los orígenes raciales, “donde los europeos eran considerados la norma y la raza evolucionada” (p. 190). El punto de referencia pronto se desplazó a los mestizos que llegaron a representar a la “raza más evolucionada”, mientras que los pueblos indígenas, a su vez, quedaron relegados a meros “objetos de museo y agentes atávicos pertenecientes al pasado” (p. 192). Escalona Victoria analiza la producción de los Maya como la desarrolló el antropólogo Evon Z. Vogt, profesor de antropología (1954-1989) y director del Proyecto Harvard Chiapas (1959-1984); mientras tanto, la fascinante contribución de García Deister involucra las “historias que los científicos genómicos en México cuentan con base en sus análisis de ADN” (p. 264). Sobre todo, García Deister advierte que la idea de que los indígenas “aportan ascendencia amerindia a los mestizos mexicanos […] tiene el efecto de desplazar al indígena contemporáneo a un pasado distante de quinientos años: el avatar mítico” (p. 276).
Una crítica que se podría hacer de este libro por lo demás fino y estimulante es que tiende a centrarse en el centro y sur de México. Mientras que las discusiones oscilan entre estas regiones y lo que podríamos llamar debates transnacionales entre antropólogos, hay muy poca, si acaso alguna, atención prestada a los pueblos indígenas del norte de México (los yaquis de Sonora y su problemática y cargada relación con el Estado mexicano a través de los siglos XIX y XX viene a la mente). Lanzando una red más amplia sobre las discusiones de grupos indígenas en diferentes partes de la república más allá de Mesoamérica, habría complementado las contribuciones y los objetivos del presente trabajo.