DOI: https://doi.org/10.24901/rehs.v38i152.357
La Comisión de obispos en Roma y su apoyo al conflicto armado
The Commission of Bishops in Rome and its Support for Armed Conflict
Juan González Morfín
universidad panamericana, jgonzalezmorfin@yahoo.com.mx
En septiembre de 1926, tres obispos mexicanos fueron comisionados para informar a Roma de los acontecimientos que se vivían en el país a causa de la suspensión del culto y de la aplicación de la ley del presidente Calles que castigaba penalmente delitos por infringir leyes que regulaban la práctica religiosa. Dicha comisión, muy pronto se convirtió en un ente autónomo que, más que informar a Roma sobre la situación de México, se dedicó a hacer llegar a los obispos mexicanos apreciaciones muy personales como si hubieran sido emanadas por la Santa Sede, encaminadas a reforzar la postura intransigente. Después de un año, la Santa Sede disolvió esa comisión para evitar que siguieran las malinterpretaciones y malos entendidos. Este artículo desarrolla el modo en que esa comisión llegó a significarse casi como uno de los autores relevantes del conflicto, especialmente entre 1926 y 1927.
Palabras clave: Comisión de obispos, intransigencia, suspensión de culto, defensa armada, conflicto religioso.
In September 1926, three Mexican bishops went to Rome to report on recent events that had occurred Mexico involving the suspension of worship and the law promulgated by President Calles that criminalized certain religious practices. But this Commission of Bishops soon became an autonomous entity that, far from informing Rome accurately about the situation in Mexico, devoted its time and efforts to sending Mexican bishops highly-personalized assessments presented as if they had been issued by the Holy See; this because they sought to strengthen an intransigent posture in response to the measures implemented by Calles. After a year, the Holy See dissolved the Commission to prevent additional misinterpretations and misunderstandings. This paper discusses how the Commission came to see itself as practically a key author of the conflict, especially between 1926 and 1927.
Keywords: commission of bishops, intransigence, suspension of worship, armed defense, religious conflict.
Fecha de recepción: 14 de julio de 2016 / Fecha de aceptación: 28 de noviembre de 2016 / Fecha de la versión definitiva: 9 de enero, 2017
Introducción1
En abril de 1925, convocados por el arzobispo de México, se reunieron en la sede episcopal de esa ciudad la mayor parte de los obispos mexicanos para analizar la incipiente persecución que comenzaba a darse bajo el régimen del general Calles. El destierro que habían sufrido la mayor parte de ellos entre 1914 y 1919 los había acercado entre sí;2 sin embargo, en relación con el modo como se debería actuar frente a los acontecimientos que se comenzaban a vivir dentro del régimen del general Calles, no existía unidad de pareceres.3 Un grupo de ellos era partidario de evitar a toda costa la confrontación con el gobierno; otro, por su parte, veía oportuno aprovechar la crisis incoada por la creación de una Iglesia cismática y por la promulgación de algunas leyes, como las de Tabasco, para impulsar al laicado católico a buscar la derogación de algunos artículos de la Constitución.4 En esa reunión, los obispos de ideas más mitigadas tuvieron serios problemas para expresar su opinión.5 Para presidir la asamblea, pacíficamente se aceptó la figura del arzobispo Mora y del Río,6 quien se encontraba en el grupo de los que buscaban luchar porque se cambiara la Constitución, y se nombró como secretario de actas al obispo de Tabasco, Pascual Díaz Barreto, que en ese momento era de la misma línea.7 Se mencionó también la idea de nombrar un comité para la redacción de una Instrucción Pastoral Colectiva, pero se desechó la idea de, en ese momento, crear un organismo permanente que sesionara en representación del episcopado.8
Más tarde, en 1926, cuando las circunstancias se volvieron más complicadas, el delegado apostólico, Jorge José Caruana, “aconsejó que se formara en la Capital un Comité de Obispos para estudiar y resolver tantos problemas como se iban presentando”.9 El comité se integró en abril de ese año con el arzobispo Mora y del Río como presidente, Leopoldo Ruiz y Flores como vicepresidente,10 Pascual Díaz Barreto como secretario y, como vocales o consejeros, los obispos: Francisco Orozco y Jiménez, de Guadalajara,11 y Pedro Vera y Zuría, de Puebla.12
Muchos eventos se habían acumulado para esos días, en los que el gobierno de Calles había endurecido su postura por unas declaraciones de carácter intransigente supuestamente emitidas para El Universal por el arzobispo Mora y del Río,13 quien días después negó haber dicho lo que se le atribuía.14 Sin embargo, a partir de esto, se había ordenado la expulsión de todos los sacerdotes extranjeros, el cierre de los colegios católicos, el embargo de muchas propiedades de uso eclesiástico, un poco después, en mayo, la consignación y arresto domiciliario del obispo de Huejutla15 y, finalmente, el 2 de julio de 1926, la promulgación en el diario oficial de la posteriormente llamada Ley Calles, cuyo acatamiento consideraron varios prelados sería lo mismo que someterse a los dictados del poder civil en materia exclusivamente religiosa.
En ese mismo mes, después de una consulta a los diferentes obispos, manipulada por los partidarios de no negociar con el gobierno mientras no derogara o, al menos, suspendiera la entrada en vigor de la última ley, se optó por suspender el culto en todo el país a partir de la entrada en vigor de dicha ley, medida controvertida que abonó la exacerbación de los ánimos.16
Una vez suspendidos los cultos y con el país comenzando a incendiarse, una de las primeras medidas del Comité fue la creación de un nuevo organismo, una “comisión” de obispos mexicanos que residieran en Roma y sirvieran a éste como informantes e intermediarios.17 Por el perfil de quienes la integraban, su conformación representaba un nuevo triunfo del grupo de los intransigentes.
En muy poco tiempo, bajo el liderazgo del arzobispo de Durango, el michoacano José María González y Valencia,18 la comisión habría de significarse por su protagonismo y se le señalaría como la causa de no pocos malos entendidos entre la Santa Sede y el mismo Comité episcopal. La abundante correspondencia de quienes eran parte de la comisión permite observar cómo éste ente cobró vida propia, sin llegar a representar necesariamente la opinión del Comité episcopal y, menos aún, de la mayor parte de los obispos. En este trabajo se busca ilustrar, principalmente, a través de documentos del Archivo Histórico de la Arquidiócesis de México, cuál fue el rol que desempeñó esta comisión en Roma.
Nacimiento de la “Comisión de obispos en Roma”
A un mes de que había entrado en vigor la llamada Ley Calles y, con ella, la suspensión del culto ordenada por el episcopado mientras que esa ley estuviera vigente, el 1 de septiembre de 1926, el Comité Episcopal creó una Comisión de obispos que residiría en Roma y cuyo objetivo fundacional sería mantener informada a la Santa Sede de lo que ocurría en México. Así se constata en el acta constitutiva que se encuentra en el archivo histórico de la arquidiócesis de México:
Por estas letras damos fe y testificamos que, en la Asamblea (vulgarmente conocida como Comité) de Obispos de esta República, el primer día de septiembre del año corriente, por acuerdo unánime fueron designados los Reverendísimos Señores Doctores José González Valencia, arzobispo de Durango, Emeterio Valverde y Téllez, obispo de León, y Jenaro Méndez del Río, obispo de Tehuantepec, para que se trasladen a Roma a fin de que, en nombre de todo el episcopado de esta región, hagan patente nuestro sentido de obediencia y amor a Nuestro Santísimo Papa Pío XI, manifiesten nuestro agradecimiento por su paternal preocupación por la situación de la Iglesia y, finalmente, le proporcionen la información y noticias necesarias para que, bien enterada de las condiciones de la Iglesia [en México], la Santa Sede pueda indicarnos las normas y el modo de buscar resolver las gravísimas dificultades en que nos vemos envueltos.19
El arzobispo de Michoacán, don Leopoldo Ruiz y Flores, en sus memorias explica que, en un primer momento, más que una comisión, se deliberó enviar únicamente al Sr. Valverde y Téllez, obispo de León,20 pero él se justificó diciendo que no sabía italiano y solicitó que también fuera don José María González y Valencia, arzobispo de Durango, quien a la postre quedaría como presidente de la Comisión; uno más de los obispos sugirió que también fuera don Jenaro Méndez del Río,21 obispo de Tehuantepec, y así se constituyó la Comisión.22
El mismo Ruiz y Flores apunta que, al momento de estarse examinando los nombres de quiénes podrían integrar la Comisión, él personalmente fue vetado por el arzobispo de Guadalajara, Francisco Orozco y Jiménez, quien afirmó “con toda franqueza: ‘Yo me permito poner mi veto al Señor Arzobispo Ruiz y Flores de Michoacán porque es demasiado blandito’”.23 Este hecho por sí mismo nos permite conjeturar que la opción tomada por los obispos, al elegir concretamente a González y Valencia, tenía como finalidad apoyar la línea intransigente que, en esos momentos, estaba comandada por José Mora y del Río y, hasta cierto punto, por Pascual Díaz, presidente y secretario del Comité episcopal.
Existe un documento preparado por el Comité y enviado al cardenal Tommaso Boggiani, quien había sido delegado apostólico en México, para que a su vez hiciera llegar al secretario de Estado, cardenal Pietro Gasparri, un Informe con datos sobre lo que estaba ocurriendo en México. Al parecer, el objetivo principal de la carta a Boggiani era solicitar su intercesión ante la posibilidad de que el regreso inminente de Mons. Tito Crespi,24 que había sido secretario de la delegación en México, no fuera a desvirtuar “la actitud del Episcopado en general con relación al Gobierno, y de algunos prelados en particular, principalmente del Arzobispo de México”, en relación con la línea dura que habían adoptado, puesto que “Mons. Crespi, que pecaba de indiscreto, dio a entender que no iba de acuerdo con la línea intransigente que nos propusimos seguir”.25 Como esto ocurría a fines de agosto, no es difícil pensar que la Comisión, creada justamente el 1 de septiembre, fuera pensada también como un modo de contrarrestar una posible influencia en Roma desfavorable para las medidas que el Comité recién había adoptado, especialmente, la suspensión del culto.
Efectivamente, Crespi había hecho lo posible para evitar esa medida antes y después de la decisión del episcopado. En el archivo de la delegación apostólica en Las Antillas, existe una carta de Crespi a Jorge José Caruana, hasta hacía poco delegado en México, recién expulsado por el gobierno, en la que explicaba que la suspensión del culto, aprobada por el Vaticano después de recibir una consulta en la que se informaba que la mayoría de los obispos estaban de acuerdo con esta medida, había sido una maniobra de un grupo de jesuitas y de otros intransigentes, y que no reflejaba para nada lo que pensaba la mayoría de los obispos. Calificaba a esta manipulación como “una estafa” y a la presunta mayoría como “un fraude”.26 No estaban, pues, lejos los partidarios de la intransigencia de la necesidad de tener alguien que defendiera en Roma sus puntos de vista. Aunque es verdad que, para estos momentos, nadie pensaba en que aquello desembocaría en el gran movimiento de resistencia armada, exceptuados quizá algunos de los integrantes de la Liga, asociación cívica nacida un año antes para buscar defender la libertad religiosa.
Roma: con las puertas abiertas
Los tres obispos designados para conformar la Comisión en Roma partieron de Veracruz el 19 de septiembre y llegaron a Roma a mediados de octubre de 1926. En muy poco tiempo fueron recibidos en audiencia privada por el papa Pío XI. Esta audiencia constituyó para ellos un hecho memorable y así lo mencionan en sus cartas al Comité episcopal. “Con sólo ver a Su Santidad y oír sus palabras llenas de viva fe, se siente uno muy confortado”,27 relata don Emeterio Valverde y Téllez. En esa misma carta, el obispo de León señala que durante la navegación se habían dado a la tarea de redactar un memorial que resumía los acontecimientos de la persecución, del que habían entregado un ejemplar al cardenal Cerretti y otro al cardenal Gasparri. Y, sobre el papa, señalaba que “se muestra interesadísimo por nuestro México; pide constantemente informes; varias veces había preguntado por nosotros y nos citó y recibió en audiencia muy pronto”.28
En una carta más breve, pero con más trasfondo, González y Valencia narraba cosas parecidas: “Tuvimos ya la dicha de ser recibidos por el Santo Padre. El Pontífice no pudo mostrar mejor su amor por Méjico. Apenas presentados nosotros, se conmovió profundamente, hasta las lágrimas”.29
Después de mencionar la impresión “óptima” que sobre el episcopado, el clero y el pueblo mexicano tenía el pontífice, González afirma contundente: “Su idea dominante es la de la intransigencia absoluta” y, con la misma tinta de su firma, se encuentra subrayada la frase “intransigencia absoluta”.30
Menciona después que, como regalo, les entregó una custodia riquísima que recién había recibido del pueblo francés, con motivo de la beatificación de algunos mártires caídos durante la Revolución francesa y que había llegado a manifestar su deseo de ser él quien beatificara a los primeros mártires mexicanos de la actual persecución.
Los obispos entregaron a Pío XI el informe sobre la persecución que previamente habían hecho llegar a los cardenales Cerretti y a Gasparri, pero además añadieron una petición: que extendiera una carta en la que se aprobara y alentara la actitud emprendida por el episcopado y el pueblo de México, así como que expresara “la prohibición expresa a todos y cada uno de los obispos, y al mismo Comité Episcopal de México, de emprender o aceptar componendas con el gobierno sobre cualquier punto referente a la cuestión religiosa, sin consultar previamente a la Santa Sede y haber obtenido de ella su autorización”.31 Evidentemente, con esto pretendían convertirse en intérpretes autorizados para asesorar al papa en materia de lo que convenía o no hacer por México o, por lo menos, atar las manos a quienes allá pudieran propugnar por encontrar alguna vía de entendimiento con el gobierno, como había ocurrido en agosto de 1926, cuando los obispos Pascual Díaz y Leopoldo Ruiz y Flores habían tenido un acercamiento con el presidente Calles.
La petición de una carta cristalizó, de alguna manera, en la publicación el 18 de noviembre de 1926 de la encíclica Iniquis afflictisque, a un mes exacto de haber sido recibidos por el pontífice.32 En ella, Pío XI recogía muchos de los datos y argumentos del informe presentado por la Comisión, con los que hacía una fuerte denuncia de los acontecimientos persecutorios que se estaban llevando a cabo en México y, al mismo tiempo, refrendaba las medidas tomadas por el episcopado. A dos días de su publicación, la Comisión de obispos en Roma no dudaba en congratularse con el arzobispo de México a través de un telegrama: “Publicóse encíclica interesantísima. Felicitámoslo”.33 Probablemente veían en ella el primer éxito de su gestión.34
Dos semanas más tarde, en una carta bastante familiar en la que el obispo de León daba cuenta a Pascual Díaz Barreto de varios encargos materiales y le agradecía noticias del terruño, intercalaba en la redacción un párrafo en latín que, al describir la encíclica, no ocultaba su júbilo:
Quizá ya has leído la encíclica del Santo Padre, que toda ella trata sobre asuntos de nuestro país y, con palabras solemnísimas, interpela a la ciudad y al mundo entero; reprueba las leyes y la aplicación de éstas; aprueba el modo de actuar de los obispos, del clero y de los fieles. Alaba por su nombre a los Caballeros [de Colón] y a las asociaciones de mujeres, jóvenes, padres de familia, así como a la Liga para defender la libertad religiosa […]. Por lo que debemos dar muchas gracias a Dios.35
Pasos hacia la intransigencia
Como se había señalado, desde su primera carta como presidente de la Comisión, don José María González y Valencia había subrayado como procedente del mismo Pío XI la idea de la “intransigencia absoluta” y, convencido de ella, en una carta escrita al secretario del Comité episcopal, para tratar otros temas relacionados con diversos encargos por cumplir en Roma, luego de una página mecanografiada en la que explica qué fue posible cumplir y qué no, al calce, con la misma tinta de su firma, escribe una frase lapidaria y totalmente fuera de contexto: “¡Cuidado con atar las manos a los hombres de buena voluntad, yo sé lo que le digo!”.36 Esta frase cobra sentido en el contexto de lo que se estaba viviendo en México. Efectivamente, en aquellos momentos, los de la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa habían elevado a los obispos una consulta sobre la licitud moral de un levantamiento armado contra el gobierno de Calles, puesto que estaba impidiendo el libre ejercicio de la libertad religiosa y ya se habían agotado, a su parecer, todos los medios pacíficos, al grado de que ya se venían sucediendo algunos levantamientos espontáneos. La consulta de la Liga estaba acompañada de varias peticiones: no condenar una eventual acción armada organizada por la Liga, dotar de capellanes a los levantados y ayudar a recabar dinero para el levantamiento. En ese contexto, la enfática amonestación de González y Valencia a Díaz Barreto –“¡cuidado con atar las manos a los hombres de buena voluntad, yo sé lo que le digo!”– se entiende a cabalidad.
Como se vio poco después de iniciada la suspensión del culto público, el obispo de Tabasco había cambiado de parecer respecto al camino por seguir y, para ese momento, se había convertido en uno de los más convencidos de la necesidad de dar marcha atrás con la suspensión del culto y evitar todo lo que pudiera poner en riesgo la paz, por lo que en esos días era de esperar que hubiera estado maniobrando para que no se apoyaran las peticiones de la Liga, de lo cual debe haberse enterado el arzobispo de Durango. Sin embargo, su intervención no tuvo el peso suficiente entre quienes tomaban las decisiones al lado de Mora y del Río, de modo que, el 30 de noviembre de ese mes, justamente el obispo de Tabasco en su calidad de secretario del Comité episcopal se vio precisado a dar respuesta a los directivos de la Liga, junto con el vicepresidente de dicho Comité, don Leopoldo Ruiz y Flores, diciéndoles: “Ustedes, como de costumbre, se salieron con la suya”.37 ¿Otra victoria de la Comisión? Definitivamente no se puede conocer hasta qué punto habrían influido las palabras de González y Valencia de la carta del 11 de noviembre, pero, en cualquier caso, no sólo los de la Liga habían dado otro paso en la línea de la “intransigencia absoluta”, sino también los integrantes de la Comisión, por más que del Comité, presidido por Mora y del Río, solamente se hubiera arrancado el compromiso de no condenar un eventual levantamiento armado, así como de no impedir que los sacerdotes, que libremente quisieran servir como capellanes a los levantados, así lo hicieran.38
En campaña por la defensa armada
A partir de aquí, es decir, finales de 1926 y principios de 1927, se puede apreciar en la Comisión y, más concretamente, en el obispo González y Valencia, un interés particular por conseguir que, a los ojos de la opinión pública de Roma y, de ser posible, de la opinión de los allegados a Pío XI y del papa mismo, se despertara la conciencia de que en México estaban dadas las condiciones para declarar lícita la insurrección armada emprendida por algunos católicos.
En relación con esto, el Comité episcopal, sin duda, no sin influencia del obispo Pascual Díaz, había sido lo suficientemente cauto al afirmar:
Casos hay en que los teólogos católicos autorizan, no la rebelión, sino la defensa armada contra la injusta agresión de un poder tiránico, después de agotados inútilmente los medios pacíficos. El Episcopado no ha dado ningún documento en que se declare que haya en México ese caso. Ni se le podrá probar al mismo Episcopado que haya extraoficialmente, o de una manera cualquiera, hecho alguna declaración sobre la licitud o ilicitud de tal defensa en las presentes circunstancias. Si algún católico, seglar o eclesiástico, siguiendo la doctrina citada, cree haber llegado el caso de la licitud de esa defensa, el Episcopado no se hace solidario de esa resolución práctica.39
Por su parte, la Comisión de obispos se dio a la tarea de obtener una especie de “nihil obstat” de carácter teológico a favor de la postura de la Liga y, para ello, consultaron a título personal a los jesuitas Arthur Vermeersch, Benedetto Ojetti y Maurice de la Taille, así como al dominico Giuseppe Noval, sobre la licitud de la defensa armada en las condiciones que se vivían en México y, como éstos dieron un parecer positivo, tanto González y Valencia como la Liga comenzaron a difundir estas noticias.40
Conviene hacer notar que las consultas hechas a los entrevistados, al menos en el caso del más connotado, el jesuita Arthur Vermeersch,41 estuvieron realizadas de una manera que la respuesta aprobatoria al movimiento armado se daba por descontada:
Supuesto que el presidente y los diputados son espurios, dado que no fueron elegidos por el pueblo; que la Constitución de 1918 [sic] es ilegal, ya que fue elaborada por las facciones revolucionarias, y en ningún momento tal Constitución fue aceptada por el pueblo verdadero […], que existe una terrible persecución contra obispos, sacerdotes y fieles, los cuales son atribulados por procesos, prisiones y diversos tipos de tormentos; que no pocos sacerdotes y seglares han sido brutalmente asesinados; que muchas mujeres han sido arrojadas a las cárceles y, de ellas, algunas han sido manchadas en su honor; que todos los medios legales han sido puestos infructuosamente, preguntamos lo siguiente:
1. ¿Es lícito al pueblo recuperar por las armas su libertad y derechos?
2. Si es lícito, ¿se da incluso la obligación?
3. ¿Cuál debe ser el modo de actuar de los obispos en circunstancias como éstas?42
Como era previsible, a la primera pregunta la respuesta fue afirmativa; sin embargo, a la segunda y tercera, lo respondido por el experto quizá no satisfizo del todo las expectativas de los que interrogaban, puesto que a lo segundo respondió poniendo una condición que hasta ese momento no había sido contemplada en su horizonte: “Se da la obligación si, de algún modo, el triunfo es seguro”.43 Es decir, se les recordaba una condición para la licitud de un levantamiento así que, aun estando establecida en los manuales de teología –que no en el magisterio de la Iglesia– como requisito para que fuera lícito levantarse contra un gobierno tiránico, ellos la habían hecho a un lado por completo.
También la tercera respuesta sería un poco decepcionante para los partidarios de una intervención mayor por parte del episcopado: “La actitud de los obispos debe ser meramente pasiva, por lo que ni por sermones, ni por consejos, ni por cartas que se publiquen, etc., deben actuar en pro o en contra [del movimiento armado]. En cambio, de manera privada, pueden prudentemente animar a que se actúe de acuerdo a los principios católicos”.44 Estas dos últimas respuestas, quizá intencionalmente, tuvieron poca difusión.
Mientras tanto, en Roma, don José María González y Valencia no dejaba de moverse en distintos ambientes y ser frecuentemente invitado a actos de solidaridad con México y, en un acto de audacia, si no es que de temeridad, dirigió una carta pastoral a los católicos de su diócesis en la que, sin ambages, aprobaba el movimiento de defensa armada:
Séanos lícito ahora romper el silencio sobre un asunto del cual nos sentimos obligados a hablar. Ya que en Nuestra Arquidiócesis muchos católicos han apelado al recurso a las armas, y piden una palabra de su Prelado, palabra que Nos no podemos negar, desde el momento que se nos pide por Nuestros propios hijos; creemos Nuestro deber pastoral afrontar de lleno la cuestión, y asumiendo con plena conciencia la responsabilidad ante Dios y ante la historia, les dedicamos estas palabras: Nos nunca provocamos este movimientos armado. Pero una vez que, agotados los medios pacíficos, ese movimiento existe, a Nuestros hijos católicos que anden levantados en armas por la defensa de sus derechos sociales y religiosos, después de haberlo pensado largamente ante Dios, y de haber consultado a los teólogos más sabios de la Ciudad de Roma, debemos decirles: estad tranquilos en vuestras conciencias y recibid Nuestras bendiciones.45
Aunque la carta estaba a propósito firmada “en Roma, fuera de la Puerta Flaminia”, lo que significaba casi lo mismo que “en Roma, pero a las afueras de Roma” para evitar que se pensara que el sentir del prelado era el mismo que el de la Santa Sede, sin embargo, era un documento que evocaba la autoridad “de los téologos más sabios de la Ciudad de Roma” y, por más que el documento no se difundió de manera importante entre la mayor parte de los levantados,46 no cabe duda que fue un argumento de peso para avalar la conducta de los partidarios del levantamiento.47
La carta de González y Valencia tampoco tuvo mucha difusión en la prensa romana, ni siquiera en L’Osservatore Romano; sin embargo, el obispo mexicano comenzó a tener mayor notoriedad y, en esos días, igualmente se le encontraba en una semana de oración organizada por el Colegio Leoniano, que en una semana de solidaridad con México, organizada en Roma por el Círculo de San Pedro, en la que participaron diferentes instituciones.
En este último evento, Mons. Pietro Pisani, arzobispo titular de Constanza de Scizia,48 pronunció una conferencia el 26 de febrero de 1927, en la que explicó ampliamente el problema mexicano que, para esos momentos, había ya desembocado en el levantamiento armado de diversos grupos de católicos en contra del poder constituido. Los levantados habían optado por el camino de la defensa armada sin contar con la aprobación ni la censura de la jerarquía, explicaba y, llegado a este punto, el prelado sostuvo en su conferencia la licitud de esta opción basado en la siguiente premisa: “La sentencia de Santo Tomás es clara: en las circunstancias actuales en México no se tiene la ley, sino una perversión de la ley que ha pisoteado el derecho natural, y se tiene la violencia que induce a renegar de la religión profesada. Por lo tanto, se tiene el derecho de reaccionar, de resistir”.49 Lo más importante de dichas declaraciones sería que L’Osservatore Romano las había publicado y, por ello, los integrantes de la Comisión y, en general, los partidarios de la resistencia armada se servirían de esto como si se tratara de una confirmación más de la legitimidad del levantamiento.
Ejemplo de ello se aprecia en la carta que, a los pocos días, dirigirían los obispos de la Comisión al obispo Miguel de la Mora, que en aquel momento había comenzado a encabezar lo que se llamó el Sub-comité episcopal: “El Excmo. Sr. Arzobispo Mons. Pisani, invitado por el Circolo San Pietro ha hablado con entusiasmo de los católicos armados. A esta conferencia asistieron graves empleados del Vaticano, y después esa conferencia figuró en las crónicas de L’Osservatore Romano”.50
Sobre la actividad de la Comisión en los inicios de 1927, Jean Meyer relata cómo, en enero de ese año, se habían acercado al obispo estadounidense Francis C. Kelley, que se encontraba en Roma por esas fechas, para entregarle un amplio memorándum “explicando todas las bondades de la Liga y asentando que no pedían una intervención directa de los Estados Unidos sino el apoyo financiero de los católicos estadounidenses, pues con dinero para comprar armas y parque para los ‘libertadores’ no tardarían en derrumbar a la dictadura de Calles, lo que abriría un futuro de amistad y prosperidad entre los dos países”.51 Y, en el contexto de esta actividad de los obispos González, Valverde y Méndez, Meyer asegura que: “habían llegado con el propósito de convencer al Vaticano que la lucha, ya armada, de la Liga era la única opción”.52
Es, justo en estos meses, cuando la Comisión trastoca su esencia: ser comisionada, y se atreve incluso a dar órdenes al Comité de obispos que la había comisionado. Así, por ejemplo, al secretario del Comité, Pascual Díaz, quien había tenido la osadía de hacer, a su paso por Centroamérica, declaraciones ambiguas en relación con la defensa armada, los obispos de la Comisión le harían una severa llamada de atención conminándolo a rectificar y a no volver a cometer esa imprudencia:
Con profunda tristeza hemos leído las declaraciones publicadas últimamente en periódicos de los EE.UU. que se dice han sido hechas por V. S. Ilma., unas en Guatemala y otras en esa nación, en contra de los generosos defensores de la libertad religiosa […] Nos extraña sobremanera que V. S. Ilma. repruebe claramente el movimiento de legítima defensa (no rebelión, ni revolución), cuando habíamos contraído el compromiso de no condenarlo.53
Posiblemente por esta reclamación, unos días después, ya en Nueva York, el mismo Díaz afirmaría, corrigiendo hasta cierto punto su postura anterior:
El pueblo mismo ha acudido a la resistencia armada. ¿Ha hecho bien o mal? Nuestro deber ha sido del de informar, como lo hemos hecho, que cuando todos los medios pacíficos se han agotado, eso justificaría el recurso a las armas; sin embargo, no para hacer una revolución, sino para defender los propios derechos contra los usurpadores revolucionarios.54
A partir de febrero del 27, también encontramos numerosas intervenciones de la Comisión encaminadas a recabar fondos para los fines de la Liga. Así, en ese mes, escribían a Mons. Luis Picard, para agradecer los esfuerzos que los católicos de Bélgica estaban realizando para que cesara la persecución en México y, al mismo tiempo, sin pudor alguno le proponían que esos esfuerzos se dirigieran también a allegarles fondos:
La valiente Liga Defensora de México, ya empeñada en tan grande empresa, necesita verdaderamente el apoyo financiero cuantioso que sólo puede obtenerse por la cooperación de todo el mundo […]. La Comisión Episcopal se pone a las órdenes para hacer llegar las colectas a la Liga, y para prestar toda su cooperación para que dicha campaña iniciada por ustedes, sea verdaderamente un triunfo más de la actividad social en Bélgica.55
Asimismo, encontramos correspondencia de la Comisión con católicos adinerados de los Estados Unidos; algunas de ellas pidiendo fondos, otras agradeciendo la ayuda que ya habían prestado, como la dirigida a William F. Buckley, en la que reconocen a un católico de Nueva York “la importante cooperación que se ha servido prestar a los representantes de la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, para el mejor éxito de los trabajos que vienen desarrollando encaminados a obtener la libertad religiosa para nuestro amado país” y, en su calidad de “Comisión”, le presentan “un profundo agradecimiento” y lo exhortan a que “siga prestando su valiosa ayuda”.56 O una carta mucho más elaborada, de la misma fecha, dirigida a otro importante católico estadounidense, en la que lo exhortan a ayudar económicamente a la Liga invocando incluso las palabras favorables a la Liga de Pío XI en la Iniquis afflictisque, a la que señalan como “documento solemne”.57
Contra cualquier tipo de arreglo
En la primera mitad de 1927 hubo varios acercamientos entre Obregón y un grupo de prelados “moderados”, entre ellos, el arzobispo de Michoacán, Leopoldo Ruiz y Flores. La existencia de esas negociaciones rápidamente fue del conocimiento público y la Comisión de obispos, asumiendo el papel que había venido desempeñando, hizo lo que estaba en sus manos para estorbar cualquier tipo de entendimiento entre ambas partes.
En carta del secretario de la Comisión, Emeterio Valverde y Téllez, al presidente del Comité episcopal, se le informaba en los primeros días de agosto de ese año que, en reunión habida entre la Comisión y el papa Pío XI, estando también presentes el arzobispo de Yucatán y el cardenal Gasparri, el sumo pontífice se había dignado dar algunas normas entre las que destacaba la de exigir “a dichos agentes del Gobierno credenciales auténticas y satisfactorias” y, de no presentarlas, “dense por terminadas las negociaciones”.58 En esas mismas instrucciones el obispo de Roma exigía que, de presentar las credenciales auténticas y las propuestas por escrito y firmadas, cosa por lo demás difícil, se les contestara que la Santa Sede tardaría en responder y, mientras tanto, se hiciera una consulta a los obispos y a Liga Defensora de la Libertad Religiosa pidiéndoles un dictamen sobre las proposiciones.59
Unas pocas semanas después, González y Valencia escribía al obispo de Huejutla, otro convencido de la intransigencia total, compartiéndole su preocupación por la posibilidad que se estaba gestando de llegar a un entendimiento con el gobierno de Calles y el regreso de los obispos a sus respectivas diócesis:
No sólo es una locura el volver, sino que es un desprestigio lamentable por un sinnúmero de razones. Nos habíamos resuelto a arrostrarlo todo, hasta conseguir la libertad, y esa vuelta de los Prelados sirve sólo para hacer propaganda en favor de Calles, para manifestar que los Prelados no lo creen tan malo ni tan falso […] como lo es en realidad. Se comienza a hablar de arreglos diplomáticos. ¿Quiere decir entonces que hemos equivocado el camino? ¿Por qué entonces nos lanzamos a la suspensión del culto, y por qué hicimos o dejamos sacrificar tanta gente?60
Y, ante un eventual revés en sus pretensiones, exhortaba con realismo, pues, el ala intransigente era cada vez más reducida: “Es necesario que los dos o tres radicales que quedamos nos apretemos fuertemente, y levantemos el estandarte de nuestros bravos católicos, siquiera para que no crean que los abandona todo el Episcopado”.61
Poco después de esa carta se daría a conocer al público un “Mensaje al Mundo Civilizado” firmado por Manríquez y Zárate que, aunque llevaba fecha anterior, muy probablemente haya sido efecto de la carta de González y Valencia. En éste se confirmaba el derecho a derribar la tiranía y, no sólo el derecho, sino incluso el deber: “Asentamos –afirmaba el prelado de Huejutla– que el pueblo tiene la obligación de ley divina natural y positiva, de despojar a tales tiranos de todo poder público, para salvar a la sociedad que perece en sus garras”. Y, para quienes intentaran rebatirle con argumentos cristianos, argumentaba: “Convenimos en que tal defensa debe contenerse de ordinario dentro del espíritu de mansedumbre propio del Nuevo Testamento; pero ese espíritu no significa cobardía y pasividad”.62
De la mano de esta exhortación a perseverar en la defensa armada, estaría la segunda Carta Pastoral del Arzobispo de Durango, dirigida desde Roma, firmada nuevamente “fuera de la Puerta Flaminia” el 7 de octubre de 1927. Era más que una exhortación a seguir en la lucha, una especie de grito desesperado, el último en su papel, todavía, de “presidente” de una Comisión que estaba a punto de ser disuelta. Sin embargo, con toda energía y a pesar de las circunstancias, el combativo prelado afirmaba: “Hemos sabido, Ven. Hermanos y muy amados hijos, que los insistentes rumores de un posible arreglo entre el Episcopado Mejicano y el Gobierno perseguidor, no fundados en una efectiva derogación de las leyes, ha angustiado horriblemente vuestro corazón”. Luego, aprovechaba para hacer ver cuánto, a su parecer, sería odioso un acuerdo con un gobierno así y, más aún, sin que se hubiera quitado la causa del levantamiento armado, es decir, las leyes antirreligiosas: “Vuestro instinto cristiano, sin necesidad de hacer grandes reflexiones, os hizo sentir repugnancia e indignación al mirar una vez más al lobo rapaz tomar la piel de oveja y acercarse a los Prelados […] Y temisteis que los falsos profetas enviados por el perseguidor, hicieran doblegar a vuestros Prelados con vanas y engañosas ofertas”.
Ante un panorama así, el presidente de la Comisión en Roma hacía ver a los fieles de su diócesis que esos temores no tenían fundamento, pues, los obispos ya habían afirmado en la Pastoral del 25 de julio de 1926 que “sería un crimen tolerar tal situación”, es decir, la permanencia de las leyes injustas, por lo que no cederían hasta ver derogadas esas leyes. Por lo que en un lenguaje categórico interrogaba: “¿Y creéis que íbamos a olvidar esas palabras y a tener hoy por aceptable lo que ayer tuvimos por indigno?”. Y él mismo concluía que no, que no se iba a cambiar la actitud del episcopado “después de tanta sangre y de tantas lágrimas, de tantos heroísmos y de tantos sacrificios”. Y aseguraba rotundamente:
¡No, y mil veces no! Nuestra fe de católicos, nuestro deber de Prelados, nuestra dignidad, el respeto que debemos a las víctimas, el puesto que hemos conquistado ante el mundo y finalmente la conciencia que tenemos de nuestra fuerza moral y espiritual […], todo nos hace repetir día por día, momento por momento, las palabras de la Carta Pastoral Colectiva: trabajaremos por que ese decreto y los artículos antireligiosos de la Constitución sean reformados, y no cejaremos hasta verlo conseguido.63
El impreso, de cuatro páginas, reafirmaba el “non possumus” de los obispos, elogiaba la actitud de los levantados y les aseguraba todo el apoyo de sus prelados, a pesar de que un mes y una semana antes, él mismo se lamenta con su par de Huejutla de que solamente quedaban entre los obispos “dos o tres radicales”.
El obispo Pascual Díaz, que a partir de su llegada a los Estados Unidos se había ganado la confianza del delegado apostólico en esa nación, Pietro Fumasoni-Biondi, fue enviado en septiembre de 1927 a informar directamente a Roma cuáles estaban siendo las causas de tantos malentendidos, al centro de las cuales puso a la Comisión de obispos.64 Con las informaciones recibidas de Díaz y, después de una larga entrevista de Gasparri con los tres prelados de la Comisión tenida el 10 de octubre de 1927, la Santa Sede decidió que éstos “se marchen de la ciudad [Roma], ya que toda información trasmitida por ellos es considerada como oficial”.65
También en esas fechas, el cardenal secretario de Estado escribió al delegado en Estados Unidos explicándole que, al difundir las opiniones Vermeersch y otros teólogos que consideraron lícito el levantamiento armado, los obispos de la Comisión “habían hecho mal al trasmitir tales pareceres sin consultar para nada a la Santa Sede”.66
Una vez disuelta la Comisión, el obispo de Tehuantepec se trasladó a San Antonio Texas, en noviembre de 1927; el obispo de León, a Barcelona, y el señor González y Valencia se trasladó primero a Francia y luego a Alemania, visitando muchas ciudades e impartiendo conferencias en las que buscaba apoyo moral y material para los levantados.67
El alejamiento de Roma de la Comisión hizo que los obispos de León y de Tehuantepec desaparecieran de la escena, mas no así el obispo González y Valencia, que después de un breve tiempo en San Maximino, Francia, para recuperarse de algunos problemas de salud, se le encuentra muy activo pronunciando conferencias, acudiendo a agencias de información y acompañando a otros conferencistas en reuniones tanto de solidaridad con los católicos perseguidos en México, como de apoyo directo a la Liga.68 Por otra parte, L’Osservatore Romano no sólo no lo vetó, sino que siguió viendo con simpatía sus actividades.69
Por ejemplo, en un artículo que ocupaba cuatro columnas de la plana principal de este diario para relatar una impresionante manifestación en Münich, se le dedicaba gran espacio a la intervención del prelado de Durango, quien, después de una larga enumeración de hechos violentos narrada por los oradores que lo antecedieron, agregaba: “Para quien no haya vivido en mi país, parece casi una leyenda esta larga cadena de víctimas de la persecución, de cárceles, de torturas y de asesinatos atroces”. Contaba cómo él mismo había visto algunas de estas arbitrariedades, conocido a muchos de los martirizados e, incluso, a muchos de los verdugos, y agregaba: “La sangre de nuestros mártires ha producido sus frutos. De esta sangre nació y creció la admirable organización de los católicos seglares en México: la Liga de la Defensa de la Libertad Religiosa, a la cual los católicos mexicanos deben la guía y la fuerza extrínseca e intrínseca de su resistencia y de su perseverancia”. Inmediatamente después y, sin ambages, solicitaba ayuda material y económica para dicha Liga “que personifica la fidelidad católica y el heroísmo católico”.70
Como ésta, el arzobispo González y Valencia tuvo decenas de participaciones en eventos de solidaridad al pueblo católico perseguido en las que aprovechaba para promover apoyos, sobre todo materiales, para la Liga. Es por eso que José Antonio López Ortega, quien presidió la Unión Internacional de Todos los Amigos de la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa (vita-México), asociación que se encargaba, sobre todo, en Europa de recabar fondos para la Liga, dedica a este prelado, en una obra sobre la participación de las naciones extranjeras en el conflicto, un buen número de agradecimientos y elogios, así como un capítulo completo.71
En esa obra se relata como el sacerdote jesuita, Walter Mariaux, tan sólo del 3 de febrero al 3 de junio de 1928 había impartido 90 conferencias en 81 ciudades de Alemania; de 61 de estas ciudades fueron enviadas protestas al representante de Calles acreditado en Berlín.72 En varias de ellas participó como orador invitado González y Valencia.73
Una justificación en la pluma de Mons. González y Valencia
Para mediados de 1928 habían ocurrido muchas cosas: en el mes de mayo había muerto en los Estados Unidos el arzobispo de México, José Mora y del Río, y lo había sustituido al frente del Comité episcopal el arzobispo de Morelia, Leopoldo Ruiz y Flores, conocido por su tendencia conciliadora. Por otro lado, justamente los conciliadores y algunos que recientemente habían abandonado la Liga, se encontraban en territorio norteamericano trabajando sobre el proyecto de organizar un gran partido político que le hiciera frente a Calles desde el marco legal: el Partido Unión Nacional.74 Además, en el campo de un acercamiento entre el episcopado y los agentes del gobierno, sin que se supieran detalles, era un hecho que se llevaban en esos momentos importantes negociaciones tendientes a llegar a un arreglo para reanudar cuanto antes el culto público. Los integrantes de la Comisión, a partir de su disolución en octubre de 1927, no habían vuelto a manifestar sus opiniones de manera grupal, ni siquiera para dar una explicación sobre el término de su gestión. Es en este contexto en el que González y Valencia escribió desde Colonia a Ruiz y Flores para fijar su posición y, ¿por qué no?, justificar su actuación y la de sus compañeros en Roma. En ella, felicita a don Leopoldo porque el episcopado tuvo el acierto de colocarlo en la presidencia del Comité Episcopal, y le manifiesta su objetivo al escribirle: para que tenga “los datos más completos que faciliten más aún la labor de V. E. en orden a unirnos más estrechamente a todos para la defensa de la Iglesia”.75 Inmediatamente después de esta introducción, se suceden once párrafos numerados, en los que el prelado de Durango explica algunas posturas, que quizá se habían prestado a malos entendidos y, sobre todo, confirma su simpatía por la línea intransigente. A continuación se presenta un extracto de varios de estos puntos.
Lo primero que intenta rebatir es la versión de que los integrantes de la Comisón se habían extralimitado en sus atribuciones: “Sostengo que la comisión de roma no engañó nunca a vv.ee. sobre la actitud de la Santa Sede en orden a la acción armada de los católicos”.76 Para reforzar esta afirmación, explica qué fue lo que sí hizo dicha comisión: “la Comisión siempre comunicó tres cosas: a) que el Santo Padre no había querido hablar explícitamente; b) que el Sr. Card. Gasparri había dicho que los católicos armados hacían uso de sus derechos; y c) que los teólogos de Roma, tanto de la Gregoriana como del Angélico, habían declarado la licitud del movimiento” (n. 1).
En segundo lugar, González y Valencia busca salir al paso de la acusación de haber respaldado el movimiento de defensa armada. Sobre esto, declara que el parecer de los teólogos sólo se comunico “confidencialmente”, tanto a los prelados como a la Liga, y aclara que la Comisión no lo mencionó nunca para animar a que se recurriera a las armas, sino que habló de esto únicamente “cuando el movimiento armado era ya un hecho” (n. 2).
En el párrafo sucesivo, explica que, en cuanto a la defensa hecha de la “intransigencia absoluta”, la Comisión solamente se ajustó “a la primera Circular dada por Mons. Díaz, en que comunicaba que era la resolución del Episcopado sostener la intransigencia absoluta”, por lo que no habían actuado por su cuenta, sino de acuerdo al “compromiso adquirido con los Prelados” (n. 3).
A partir de ese momento, González y Valencia se dedica a expresar algunos de sus puntos vista sobre las circunstancias del momento, en general, todos ellos coinciden en no desalentar la resistencia armada ni negociar con el gobierno sino sobre la base de la derogación de las leyes (nn. 4 y 5).
Especialmente enfatiza que sería un error primero bajar las armas y luego buscar la derogación de las leyes e inquiere: “pregunto: cuál es esa nueva fuerza más respetable aún al Gobierno con la cual se pretende sustituir al movimiento armado” (n. 5). En este punto insiste en varias ocasiones: “Es mi creencia que, una vez nulificada la acción armada, única acción que por ahora tiene en jaque al Gobierno, éste quedará robustecido y expeditivo para combatir y destruir, hasta en los mismos ee.uu., la pacífica acción de esa gente de orden ya no armada” (n. 8).
Sobre la creación del partido político “Unión Nacional”, sugiere considerar que, para formar un partido político, primero tiene que haber libertad política (n. 6). Sin embargo, no se muestra en total desacuerdo, siempre que eso no implique destruir la actividad armada (n. 9).
En el último párrafo, González y Valencia ofrece retirarse por completo de la escena y dejar en manos de los obispos, y de la Santa Sede, todo lo concerniente al asunto religioso, si se viera que eso es lo que más conviene y, al mismo tiempo, se muestra “dispuesto a cooperar de nuevo con ellos una vez obtenida la libertad”.77
Como se alcanza a ver, por más que mostraba estar pronto a disciplinarse, no ocultaba mantener aún su simpatía por la “acción armada”. No es extraño por eso que, en el momento de concluir los arreglos de junio de 1929, el presidente Portes Gil haya solicitado a los prelados con quienes trató, Ruiz y Flores y Pascual Díaz que, al menos por un tiempo, Mons. González y Valencia permaneciera en el destierro.78
Conclusión
Una vez estudiado el papel que desempeñó la Comisión de obispos en Roma, se puede concluir que sus intervenciones revisten mayor importancia de lo que a simple vista pudiera observarse en apoyo de la línea intransigente que algunos católicos postulaban como el camino más adecuado para dar solución al conflicto. Esto se puede inferir de algunos hechos constatables:
1. El memorándum que le entregaron al papa a su llegada a Roma fue recogido en buena parte por la encíclica del 18 de noviembre de 1926, la Iniquis afflictisque, que no sólo denunciaba la situación injusta que vivían los católicos, sino que también daba un fuerte espaldarazo a la Liga.
2. Si bien, los obispos de la comisión no consiguieron que el Comité episcopal declarara la licitud e, incluso, la obligatoriedad de la resistencia armada, sin embargo, sus consultas a teólogos autorizados y la interpretación que los integrantes de la Comisión daban a estas sí influyeron para que al menos se adoptara el compromiso de no condenar ese tipo de defensa.
3. Como informantes de la prensa católica, influyeron para que se radicalizara lo que se escribía en algunos medios como L’Osservatore Romano. Esta simpatía por la defensa armada y por quienes participaban en ella perduró incluso después de que la Comisión cesara en sus funciones.
4. Por estar escritas en Roma por el presidente de la Comisión, las cartas pastorales del obispo González y Valencia cobraron autoridad.
5. Probablemente el mayor logro que obtuvieron, también en beneficio del ala intransigente, fue que la petición hecha al papa, apenas llegaron a Roma, en el sentido de que hubiera una prohibición expresa a todos y cada uno de los obispos, y al mismo Comité episcopal de México, de emprender o aceptar componendas con el gobierno sobre cualquier punto referente a la cuestión religiosa, sin consultar previamente a la Santa Sede y haber obtenido de ella su autorización, prevaleció durante todo el conflicto y fue causa de que muchos obispos moderados no pudieran, por iniciativa propia, emprender ninguna negociación que facilitara, al menos en sus diócesis, la reapertura del culto.
Archivos
Archivo de la Arquidiócesis de Guadalajara, sección gobierno, Francisco Orozco y Jiménez, Guadalajara, Jalisco.
Archivo Cristero Jesuita en custodia del iteso (acji), fondo Palomar y Vizcarra, Guadalajara, Jalisco.
Archivo Histórico de la Arquidiócesis de México (aham), fondo episcopal: José Mora y del Río y Pascual Díaz Barreto, Ciudad de México.
Archivo Histórico de la unam (ahunam), fondo Palomar y Vizcarra, sección organizaciones católicas, serie Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, Ciudad de México.
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Juan González Morfín es profesor de la Universidad Panamericana, Campus México, Departamento de Teología. Ha recibido apoyo de esta universidad para desarrollar un proyecto personal de investigación en diversos archivos sobre el conflicto religioso entre el Estado y la Iglesia católica en México, con miras a publicar, con notas y comentarios, algunos documentos inéditos de importancia para entender mejor dicho asunto. El presente estudio se desprende de dicha investigación, pero no forma parte de una obra mayor.↩
Cfr. Laura O’Dogherty, “El episcopado mexicano en el exilio: 1914-1921”, en Otras miradas de las revoluciones mexicanas (1810-1910), ed. Hilda Iparaguirre, Massimo de Giuseppe, Ana María González Luna, 279 (México: inah, enah, Juan Pablos Editor, 2015).↩
La división existente entre el episcopado ha sido señalada en diversos trabajos: Alicia Olivera Sedano, Aspectos del conflicto religioso de 1926 a 1929. Sus antecedentes y consecuencias (México: Secretaría de Eduación Pública, 1987), 117-122; Jean Meyer, La Cristiada 2. El conflicto entre la Iglesia y el Estado-1926/1929 (México: Siglo XXI, 1973), 235 y 346-359; Marta Eugenia García Ugarte, “La jerarquía eclesiástica y el movimiento armado de los católicos (1926-1929)”, en Movimientos armados en México, siglo xx, vol. 1, ed. Marta Eugenia García Ugarte, Verónica Oikión, 203-262 (Zamora: El Colegio de Michoacán, Ciesas, 2008); Servando Ortoll, Catholic Organizations in Mexico’s National Politics and International Diplomacy (1926-1942) (Nueva York: Columbia University, 1987), 64-95; Eduardo Chávez Sánchez, La Iglesia de México entre dictaduras, revoluciones y persecuciones (México: Porrúa, 1993), 197; Andrea Mutolo, “La polarización del episcopado mexicano en la firma de los arreglos”, en Los arreglos del presidente Portes Gil con la jerarquía católica y el fin de la guerra cristera. Aspectos jurídicos e históricos, coord. José Luis Soberanes Fernández, Óscar Cruz Barney, 165-169 (México: unam, 2015).↩
Apenas unos días antes de la asamblea, el joven obispo de Huejutla, José de Jesús Manríquez y Zárate, había escrito en una carta pastoral: “La Iglesia Católica en México ha querido vencer al sectarismo con el prudente silencio y la resignación; pero el sectarismo no ha comprendido la delicadeza de este proceder y se ha envalentonado lejos de rendirse. ¿Convendría seguir en adelante la misma conducta? Nosotros creemos que no, sino que ha llegado la hora de proclamar muy en alto la justicia de nuestra causa y hacer valer nuestros derechos con toda la energía de nuestras almas”. Luis Álvarez Flores et al., J. de Jesús Manríquez y Zárate, Gran Defensor de la Iglesia (México: Rex-Mex, 1952), 21.↩
Cfr. Paolo Valvo, Pío XI e la Cristiada. Fede, guerra e diplomazia in Messico (1926-1929) (Milán: Morcelliana, 2016), 170.↩
José Mora y del Río (1854-1928): obispo de Tehuantepec, Tulancingo, León y, finalmente, arzobispo de México. Promotor de la doctrina social de la Iglesia. Encabezó el Comité episcopal de 1926 hasta su muerte. Para un perfil biográfico, véase Emeterio Valverde y Téllez, Bio-Bibliografía Eclesiástica Mexicana (1821-1943), tomo ii (México: Jus, 1949), 121-134.↩
Cfr. Andrea Mutolo, “Pascual Díaz S. J. e la ‘Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa’”, Archivum Historicum Societatis Iesu lxxiii(145) (2004): 67-85.↩
Cfr. Archivo Histórico de la Arquidiócesis de México (aham), fondo Episcopal: José Mora y del Río (1925), caja 134, exp. 7.↩
Leopoldo Ruiz y Flores, Recuerdo de Recuerdos (México: Buena Prensa, 1942), 83.↩
Leopoldo Ruiz y Flores (1865-1941): obispo de León, Linares y, finalmente, arzobispo de Morelia. Durante el gobierno de Madero promovió la participación de los católicos en la vida pública. Nunca fue partidario de la confrontación con el gobierno. Acordó con el presidente Portes Gil los arreglos que dieron fin a la guerra de los años 1926-1929. Para un perfil biográfico más completo, véase Valverde, Bio-Bibliografía, ii, 269-288.↩
Francisco Orozco y Jiménez (1864-1936): obispo de Chiapas de 1902 a 1912, y arzobispo de Guadalajara de 1913 a 1936. Aunque no apoyaba la resistencia armada, se caracterizó por sus posturas intransigentes. Para un perfil biográfico, véase Valverde, Bio-Bibliografía, ii, 187-204.↩
A primera vista, parecía estar integrado por tres radicales: Mora, Díaz y Orozco, y dos moderados: Ruiz y Vera; sin embargo, incluso este último, no disimulaba su admiración por el combativo obispo de Huejutla. Cfr. Pedro Vera y Zuría, Diario de mi destierro (El Paso: Revista Católica, 1929), 3-4 y 113-114.↩
Cfr. El Universal, 4 de febrero de 1926, 1.↩
Cfr. Meyer, La Cristiada, 241-242.↩
El 10 de marzo anterior había publicado su sexta carta pastoral, en la que vertía nuevamente expresiones incendiarias que no podían ser ignoradas por el gobierno. Cfr. Álvarez, J. de Jesús Manríquez, 42-47; Lauro López Beltrán, Manríquez y Zárate: primer obispo de Huejutla, sublimador de Juan Diego, heroico defensor de la fe (México: Tradición, 1974), 244-250.↩
Durante años, la historiografía aceptó pacíficamente que la decisión de suspender el culto obedecía al sentir de la mayoría; sin embargo, recientes estudios han demostrado que esta medida no reflejaba la opinión general de los prelados, sino que fue producto de una maquinación del partido intransigente. Veáse Paolo Valvo, “‘Una turlupinatura stile messicano’. La Santa Sede e la sospensione del culto pubblico in Messico (luglio 1926)”, Quaderni di Storia (78) (julio-diciembre 2013), 195- 212; Jean Meyer, “¿Cómo se tomó la decisión de suspender el culto en México en 1926?”, Tzintzun. Revista de Estudios Históricos (64) (julio-diciembre 2016), 165-194.↩
Cfr. Ruiz, Recuerdo, 84.↩
José María González y Valencia (1884-1959): arzobispo de Durango de 1924 hasta su muerte, dos años antes había sido obispo auxiliar de esa misma diócesis. A partir de 1927, apoyó abiertamente la resistencia armada de los católicos. Para un perfil biográfico completo, véase Valverde, Bio-Bibliografía, i, 354-359.↩
aham, fondo Episcopal: Pascual Díaz (1926), caja 74, exp. 82: “Praesentium tenore fidem facimus ac testamur in Coetu Episcoporum (vulgo Comité) huius Reipublicae die prima Septembris decurrentis anni unanimi voce renuntiatos fuisse Rmos. Dnos. Dres. Josephum González Valencia Archiepiscopum Duranguen, Emetherius Valverde y Téllez, Episcopum Leonen, et Januarium Méndez del Río Episcopum de Tehuantepec, Romam se conferre ut, nomine totius Episcopatus huius ditionis, sensus obedientiae et amoris Smo. Domino Nostro Pio XI patefaciant, grati animi sensus ob eius erga hanc divexatam Ecclesiae sollicitudinem sane paternam exhibant ac demum informationes ac relationes praebeant necessarias et opportunas ut, Apostolica Sedes bene instructa de conditione Ecclesiae, de ratione solvendi gravissimas quibus implicamur difficultates, normas Nobis indicare possit”. El documento se encuentra firmado por los obispos José Mora y del Río y Pascual Díaz, con fecha 14 de septiembre de 1926.↩
Emeterio Valverde y Téllez (1864-1948): obispo de León desde 1909 hasta su muerte en 1948. Para un perfil biográfico, véase Yves Solis, “Emeterio Valverde Téllez, intelectual y católico”, en Religión y sociedad en México durante el siglo xx, coord. María Martha Pacheco, 296-309 (México: inehrm, 2007).↩
Jenaro Méndez del Río (1867-1952) obispo de Tehuantepec de 1923 a 1933 y de Huajuapan de León de 1933 hasta su muerte. Para un perfil biográfico, véase Valverde, Bio-Bibliografía, ii, 87-89.↩
Cfr. Ruiz, Recuerdo, 84.↩
Ibidem.↩
Tito Crespi (1881-1936): secretario de la Delegación apostólica en México de 1921 a 1926. Desempeñó después sus servicios diplomáticos en España hasta su muerte. Cfr. Juan González Morfín, “Mons. Tito Crespi y su actuación durante el conflicto religioso en México”, Boletín Eclesiástico, año x(2016): 375-380.↩
aham, fondo Episcopal: José Mora y del Río (1926), caja 46, exp. 28.↩
Cfr. Tito Crespi, Carta a Giorgio Giuseppe Caruana, agosto 5, 1926, en Paolo Valvo, “Una turlupinatura”, 212.↩
Emeterio Valverde y Téllez, Carta a Pascual Díaz Barreto, octubre 21, 1926, aham, fondo Episcopal: Pascual Díaz (1926), caja 74, exp. 82.↩
Ibidem.↩
José María González y Valencia, Carta a Pascual Díaz Barreto, octubre 21, 1926, aham, fondo Episcopal: Pascual Díaz (1926), caja 74, exp. 82.↩
Ibidem.↩
Paolo Valvo, “Difendere la fede in Messico”, en Fede e diplomazia, Le relazioni internazionali della Santa Sede nell’etá contemporanea, ed. Massimo de Leonardis, 195-196 (Milán: Educatt, 2014).↩
Sobre la Iniquis afflictisque, véase Juan González Morfín, El conflicto religioso en México y Pío XI (México: Minos IIIer. Milenio, 2009), 33-40 y 99-114.↩
Comisión de obispos en Roma, Telegrama a José Mora y del Río, noviembre 20, 1926, aham, fondo Episcopal: José Mora y del Río (1926), caja 147, exp. 12.↩
Sobre la actuación de la Comisión de obispos, véase también Valvo, “Difendere”, 195-199; García, “La jerarquía”, 231-232.↩
Emeterio Valverde y Téllez, Carta a Pascual Díaz Barreto, diciembre 2, 1926, aham, fondo Episcopal: Pascual Díaz (1926), caja 74, exp. 82: “Forsitan iam legistis Encyclicam Sanctissimi, quae tota circa res nostras versatur. Gravissimis verbis urbi et orbi alloquitur; improbat leges earumque applicationem, atque Antistitum, Cleri ac fidelium modum agendi approbat. Laudat nominatim sodalitem equitum, matronarum, iuvenum, patrum familias et foederis ad religionis libertatem tuenda […]. Ideoque quammaximas gratias Deo reddere debemus”.↩
José María González y Valencia, Carta a Pascual Díaz Barreto, noviembre 11, 1926, aham, fondo Episcopal: Pascual Díaz (1926), caja 74, exp. 82.↩
Aurelio Acevedo Robles, ed., David, tomo viii (México: Estudios y Publicaciones Económicas y Sociales, 2000), 62-63.↩
Cfr. Acevedo, David, tomo viii, 63; Olivera, Aspectos, 118-121.↩
Comité Episcopal, DECLARACIONES del COMITÉ EPISCOPAL con motivo de un BOLETÍN OFICIAL, noviembre 1, 1926, Archivo de la Arquidiócesis de Guadalajara, sección gobierno, Francisco Orozco y Jiménez, caja 20.↩
Cfr. Valvo, “Difendere”, 198; Juan González Morfín, La guerra cristera y su licitud moral (México: Porrúa, 2009), 171-173.↩
Arthur Vermeersch (1858-1936): Nació y murió en Lovaina. Siendo ya doctor en Derecho Civil y en Ciencias Políticas y Administrativas, entró en la Compañía de Jesús, cuando tenía 21 años. Durante 26 años enseñó Teología en Lovaina y, luego, por 16 años más en la Pontificia Universidad Gregoriana, en Roma. Son numerosos sus libros y artículos publicados sobre Derecho canónico, Sociología, Espiritualidad y, sobre todo, Teología moral, que en los años 20 lo llevaron a ser considerado uno de los moralistas más connotados.↩
Archivo Cristero Jesuita en custodia del iteso (acji), fondo Palomar y Vizcarra, legajo documentos episcopales, documento 35: “Supposito quod Praeses et Deputati sunt spurii quatenus non vere electi fuerunt a populo; quod Constitutio 1918 [sic] est illegalis, quia elaborata fuit a revolutionarii factiones, nec unquam talis Constitutio vero populo fuerit acepta […]; quod persecutio saevit contra Episcopos, sacerdotes et fideles qui processibus, carceribus et variis tormentis subiciuntur; quod nonnulli sacerdotes et viri saeculares crudeliter necati fuerunt; quod multae feminae in carcerem coniectae fuerunt, et de alique [sic] earum fertur quod eius honor labefactus sit; quod omnia media legaliter inutiler posita fuerunt quaesivimus sequentia: 1º Licitum populo armis recuperare sua iura suaque libertatem? 2º Si licitum est, datur etiam obligatio? 3º Qualis debet ese modus agendi Episcoporum his in adiunctis?”.↩
Ibidem: “Ad 2um: Datur obligatio si aliquo modo triumphus est securus”.↩
Ibidem: “Episcopis mere passive se habere debent quatenus nec pro nec contra agant publicis litteris, sermonis, consiliis, etc. Privatim tamen prudenter possunt animare iuxta principia catholica”.↩
José María González y Valencia, Carta pastoral, 11-II-1927, Andrés Barquín y Ruiz, José María González y Valencia, Arzobispo de Durango (México: Jus, 1967), 43-44.↩
Sobre la escasa repercusión que llegaron a tener estas letras en las filas de los levantados, reporta Aurelio Acevedo: “Lástima grande que estas hermosas palabras de uno de los más valientes obispos no llegaran nunca al conocimiento de los cristeros a quienes tanto les hacían falta” (Acevedo, David, tomo viii, 107). Por la correspondencia cruzada entre el vicario general de la arquidiócesis de Guadalajara, Manuel Alvarado, con el canónigo penitenciario, Antonio Correa, ambos contrapuestos a la suspensión del culto y, más aún, a la resistencia armada, se sabe que en el ambiente eclesiástico el documento de González y Valencia era ya comentado en junio de 1927, pues, al segundo le indignaba la carta fuori Flaminia y se preguntaba de qué privilegios goza el Sr. González, al tiempo que manifestaba su esperanza de que “la Santa Sede haga justicia colocándolo en su lugar”; la respuesta de Alvarado era poco alentadora: “El Sr. Arzobispo de Durango alcanzó unas gracias de que se va a admirar V. S. cuando las conozca: ahora mandan los jesuitas y los seglares en la Iglesia” (Carta de Antonio Correa a Manuel Alvarado, junio 1, 1927 y Carta de Manuel Alvarado a Antonio Correa, junio 8, 1927, ambas en Archivo personal de Luis Sandoval Godoy).↩
Cfr. Barquín, José, 42; Juan Carlos González O., “Anacleto González F.”, en Tierra de mártires, Equipo Diocesano de Misiones, 107 (Guadalajara: Impre-Jal, 2002).↩
En aquel momento, consultor de la Comisión Pontificia para la Interpretación del Código de Derecho Canónico.↩
L’Osservatore Romano, febrero 27, 1927, 3: “La sentenza di S. Tommaso è chiara: nel Messico ora non si ha la legge, ma la deviazione della legge che ha calpestato il diritto naturale e si ha la violenza che induce a negare la religione professata. Si ha quindi diritto di reagire, di resistere”.↩
Comisión de obispos, Carta a Miguel de la Mora, marzo 11, 1927, Acevedo, David, tomo vi, 258. En esta misma carta afirmaban que, en relación con la defensa armada «la Santa Sede, por su parte, guarda el más circunspecto silencio».↩
Jean Meyer, La cruzada por México, Los católicos de Estados Unidos y la cuestión religiosa en México (México: Tusquets, 2008), 131.↩
Ibidem.↩
Comisión de obispos, Carta a Pascual Díaz Barreto, febrero 16, 1927, en J. de Jesús Manríquez, 92-93.↩
L’Osservatore Romano, marzo 1, 1927, 1; Cfr. Juan González Morfín, 1926-1929 Revolución silenciada, El conflicto religioso en México a través de las páginas de L’Osservatore Romano (México: Porrúa, 2014), 46.↩
Comisión de obispos, Carta a Luis Picard, febrero 20, 1927, en Archivo Histórico de la unam (ahunam), fondo Miguel Palomar y Vizcarra, sección Organizaciones católicas, serie Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, caja 48, exp. 351, f. 8311.↩
Comisión de obispos, Carta a William F. Buckley, abril 15, 1927, en ahunam, fondo Miguel Palomar y Vizcarra, sección Organizaciones católicas, serie Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, caja 48, exp. 353, f. 8,487.↩
Cfr. Comisión de obispos, Carta a Nicholas T. Brady, abril 15, 1927, en ahunam, fondo Miguel Palomar y Vizcarra, sección Organizaciones católicas, serie Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, caja 48, exp. 353, f. 8,491.↩
Emeterio Valverde y Téllez, Carta a José Mora y del Río, agosto 5, 1927, en David, tomo v, 193-194.↩
Cfr. Ibidem.↩
José María González y Valencia, Carta a José de Jesús Manríquez y Zárate, agosto 30, 1927, en David, tomo viii, 245-246.↩
Ibidem.↩
José de Jesús Manríquez y Zárate, “Mensaje al Mundo Civilizado”, en J. de Jesús Manríquez, 104-105.↩
José María González y Valencia, Carta Pastoral del Arzobispo de Durango, Méjico (Segunda desde Roma), octubre 7, 1927, aham, fondo Episcopal: Pascual Díaz (1927), caja 60, exp. 14 (las cursivas son del original).↩
Cfr. Valvo, “Difendere”, 202.↩
Ibidem, p. 203.↩
Pietro Gasparri, Carta a Pietro Fumasoni-Biondi, octubre 18, 1927, en “Difendere”, 202.↩
Cfr. Emeterio Valverde y Téllez, Bio-Bibliografía, tomo i, 358; tomo ii, 88.↩
Cfr. José Antonio López Ortega, Las naciones extranjeras y la persecución religiosa (México: s. i., 1944), 107-142.↩
Cfr. L’Osservatore Romano, abril 4 de 1928, 1; abril 20 de 1928, 1; mayo 8 de 1928, 1; mayo 9 de 1928, 1; mayo 10 de 1928, 1; mayo 13 de 1928, 1; mayo 23 de 1928, 1; julio 14 de 1928, 1.↩
L’Osservatore Romano, abril 4 de 1928, 1.↩
Cfr. López, Las naciones, 107-134.↩
Ibidem, 139-142.↩
Cfr. L’Osservatore Romano, abril 4 de 1928, 1; abril 20 de 1928, 1; mayo 8 de 1928, 1; mayo 9 de 1928, 1; mayo 10 de 1928, 1; mayo 13 de 1928, 1; mayo 23 de 1928, 1; julio 14 de 1928, 1.↩
En este proyecto, intervenían también muchos liberales expatriados que se hallaban desencantados de la revolución y, más concretamente, del gobierno de Calles. Algunos partidarios de la lucha armada lo vieron como una trampa para desarticular el movimiento armado (cfr. Antonio Rius Facius, México cristero, tomo ii (Guadalajara: Asociación Pro-Cultura Occidental, 2002), 249-256.↩
José María González y Valencia, Carta a Leopoldo Ruiz y Flores, junio 1928, aham, fondo Episcopal: Pascual Díaz Barreto (1928), sección secretaría arzobispal, serie correspondencia, caja 72, exp. 24.↩
Si no se dice lo contrario, a partir de aquí, los entrecomillados pertenecen a la carta citada en la nota anterior.↩
De alguna manera cumplió ese ofrecimiento, pues en enero de 1929, el arzobispo de Durango, explicaba al obispo Ruiz y Flores, quien había pasado a ser el presidente del comité Episcopal, que estaba “haciendo saber a sacerdotes y seglares que desde el primero del año resolví no intervenir en los asuntos de México”, y que, a cualquiera que le pidiera su opinión, lo remitiría con don Leopoldo. Esta actitud de sumisión, si bien tardía, abriría la puerta a negociaciones sobre bases más firmes (cfr. José María González y Valencia, Carta a Leopoldo Ruiz y Flores, enero 15, 1929, aham, fondo Episcopal: Pascual Díaz Barreto [1929], caja 21, exp. 11).↩
Cfr. Ruiz, Recuerdo, 96-97.↩