DOI: https://doi.org/10.24901/rehs.v38i150.282
Pierre Ragon. Pouvoir et corruption aux Indes espagnoles. Le gouvernement du comte de Baños, vice-roi du Mexique París: Belin, 2016, 366p. ISBN 978-2-410-00215-7
EL COLEGIO DE MICHOACÁN, calvoth@colmich.edu.mx
Después de la antropología histórica dedicada a tiempos de conquista o a cultos e imágenes sagradas durante la Colonia, el historiador de la universidad de París-Oeste Nanterre encontró una nueva veta -inagotable, según parece hoy-, el estudio de los fenómenos de corrupción en el corazón del Leviatán. Lo menos que se puede decir, de entrada, es que el tema es rico de enseñanzas y el libro es verdadero oro molido.
Esto debe mucho a los dos autores. El historiador, en primer lugar, que gozó al descubrir y contarnos las maldades y mezquindades de la familia Baños, que planteó con atino su postura: “nos hemos esforzado de conducir una encuesta sobre un evento excepcional -el conde de Baños fue el más atacado de los virreyes de México-, y normal -sus prácticas no se alejan mucho de lo que se podía generalmente observar en esa época-” (pp. 14-15). La célebre frase de Edoardo Grendi, uno de los lemas de la microstoria, no está lejos. Por el otro lado, actúa el propio virrey, quien hizo su papel de malo de la película con toda la conciencia requerida, con un pasado sin gloria, una actuación de virrey (1660-1664) en tintas negras, con un devenir obscuro, y rodeado de actores de reparto con los mismos matices, la virreina, el hijo Pedro de Leyva, los criados…
En algunos lugares se dice que sólo se presta a los ricos: ¿fue Juan de Leyva y la Cerda tan lleno de vilezas? ¿O fueron más bien torpezas? ¿O fue la fatalidad de la situación a la cual se enfrentaba por esencia todo virrey en el tinglado colonial, a meses de distancia de Madrid? ¿O fue la desgracia de una coyuntura -climática, económica, política- particularmente adversa? Tales son las vías que se abren a la investigación, y que explora con habilidad y perseveranciaPierre Ragon.
Pero en un primer momento hay que medir la amplitud del tsunami que propició la familia virreinal y los cerca de 100 parientes, pajes, paniaguados y demás criados que acompañaron desde España al conde, sin hablar de los complementos de recursos humanos en cuanto a corrupción y mal gobierno que encontró en Nueva España, sea el oidor Montemayor de Cuenca, lacerante como un látigo -de los pocos que será leal hasta el fin-; sea el rico mercader Domingo de Camtabrano, aceitoso para los engranajes financieros; sea el abogado Alonso de Alavez Pinelo: como siempre los hombres de ley son buenos chivos expiatorios, y fue el único que pagó la cuenta al final con su encarcelamiento. Analizando las diversas personalidades, Ragon descubre que el conjunto no es una red clientelar homogénea: de los que vinieron con Juan de Leyva de la Metrópoli, algunos le fueron “prestados” por los grandes patronos de la corte, en particular, el primero de ellos entonces, Luis de Haro. Es decir que toda una fracción del entorno real participó en la explotación del mundo americano. Es posible que esto sea una particularidad del caso Baños, un primer revelador de las debilidades de su posición dentro del tejido aristocrático, aún antes de entrar en funciones (pp. 154-157).
En total, y a ojo de buen cubero, en los cuatro años que ejerció un poder efectivo, el clan Baños vendimio tal vez más de un millón de pesos, el primer rubro procedente de Filipinas (450,000 pesos), seguido por Veracruz (250,000 pesos), después las mesas de juego bajo la responsabilidad del hijo (230,000 pesos), los repartimientos de mercancías en Villa Alta -donde Pedro de Leyva fue supuestamente alcalde mayor, sin poner un solo pie en la entidad-. Y toda una lluvia de otros abusos de poder -hasta la Virgen de Valvanera tuvo que dar una de sus joyas para calmar la avidez de la virreina (p. 100)-, tráficos de influencia -otra vez la virreina, quien hacía nombramientos de alcaldes mayores sin referirlos a su esposo-, desvíos de bienes de la Corona -siempre fue tentador hacer tramoya con los productos de la alcabala, la avería, los tributos- (p. 104).
El pillaje financiero y económico no es todo, ni tal vez lo que más pesó sobre la huella desastrosa que dejó el conde de Baños. En primer lugar, hay que señalar el contraste con su predecesor y primo, el joven, brillante y hábil duque de Alburquerque. Hasta se puede aquí plantear una pregunta: ¿quién favoreció el nombramiento de ese hombre ya viejo, sin relieve ni méritos, llevando a costas un flagelo familiar? Sabemos que el valido Luis de Haro fue el gran patrón de Alburquerque, que este necesitaba de alguien que le pudiera cuidar las espaldas en México, después de su salida, para sus propios negocios, más bien turbios. La pista parece bien trazada. Pero sabemos también que Haro muere en 1661, dejando sin apoyos en la corte al poco dotado Baños.
Y es que desde un principio Leyva acumula las torpezas: exige del Consejo de Indias ser acompañado de toda su plaga familiar, con lo cual atrasa la salida de la flota, con un sinnúmero de consecuencias. Apenas llegado a México confía sin miramientos la liquidación de la revuelta de Tehuantepec al oidor Montemayor, quien actúa con extremada violencia, con 63 condenaciones, 8 ejecuciones (p. 65), cuando todo ya regresaba a su cauce. Esto creó descontento, fomentó alianzas en su contra; y eso tanto en la corte ya sin Haro y donde se hace oír la voz del confesionalismo radical, como en Nueva España donde estas ideas tienen sus relevos con las personas del obispo de Oaxaca y sobre todo del de Puebla, Diego Osorio de Escobar y Llamas, futuro sucesor de Baños, y cliente del arzobispo de Toledo, quien lleva la batuta en Madrid. El conde siempre acusó a Osorio de ser la causa de todos sus males: en realidad, desde mayo de 1662, el Consejo de Indias decidió el remplazo de Baños al finalizar sus tres años (p. 240), y los primeros desencuentros entre los dos hombres sólo se manifiestan a fines de 1662. Y se multiplican en 1663 provocados por las mismas torpezas y orgullo de casta de Juan de Leyva: para complacer a su esposa desvió el trayecto de la procesión de Corpus Christi, lo que escandalizó al clero; a fines de año, Osorio estaba detrás de la “manifestación de oposición” que fue el entierro del castellano de San Juan de Ulúa, Francisco Castrejón, muerto en la cárcel que Baños le dictaminó injustamente. Lo más granado del reino estuvo presente en esa circunstancia, desde los beneméritos al conde de Orizaba, sin olvidar al gran financiero Antonio Urrutia de Vergara, el hombre más rico de Nueva España (pp. 197-202). En cuanto a este último, el virrey heredó la enemistad entre su primo Alburquerque y Urrutia (p. 102). La sombra del poderoso duque es parte del entramado sociopolítico que contribuyó a ahogar a Juan de Leyva.
La sociedad y el tejido institucional, productos de una conquista, de más de un siglo de explotación colonial y de estructuras corporativas, eran complejos. ¿Supo el virrey, en el corto tiempo de su gobierno, insertarse en ellos? Otros lo lograron, con más experiencia y talento. Tratándose de las relaciones de Baños con los indios tenemos pocos indicios, pero todo parece indicar que no fueron muy buenas: que el propio médico del virrey fuera a la vez administrador de la alhóndiga de México y del hospital de los naturales no ofrece ninguna garantía de atención, al contrario es posicionar dos llaves poderosas dentro del círculo cercano; ni tampoco tranquiliza saber que cerca de la mitad de los que llegaron con el virrey recibieron cargos provinciales (pp. 148-151). Los beneméritos no podían ver con buenos ojos tales acaparamientos. En cuanto al cabildo secular de México, su heterogeneidad no le permitió expresar una actitud clara, ni probablemente tenía la capacidad ni el deseo para ello. Los cuerpos del poder real, audiencia, oficiales reales (de finanza) compartían las mismas limitaciones: un único oidor se opuso con vigor, Francisco Calderón y Romero (p. 176). Además, sea habilidad -sería la única-, sea peso propio del poder virreinal, se pudieron “limpiar” algunas plazas que molestaban alrededor de esas instituciones, en particular, tratándose de los dos secretarios de gobierno de la audiencia (pp. 134-142).
Visto de lejos y con cierto cinismo, todo esto no parece merecer un exceso de indignación, y menos hacia un virrey: los demás hacían lo mismo, con más o menos sutileza. Pero a todo esto hay que añadir el balance gubernamental. Económicamente durante su periodo las curvas se retractan: Madrid esperaba cada año con ansiedad los sobrantes de la gestión anual. Baños pudo mandarlos únicamente un año, en 1663, y por una cantidad mínima, unos 270,000 pesos. Lo justificó con la coyuntura adversa, en particular, la falta de azogue: es cierto que recibió apenas la mitad de la dotación de los años anteriores. Pero su sucesor y enemigo, el obispo Osorio, en los pocos meses que se quedó en el poder, logró enviar 500,000 pesos (pp. 226-227). Políticamente su gobierno fue igualmente un fracaso: después de la desaparición de Luis de Haro, la voz cantante pasó a los partidarios del poder espiritual -hasta cierto punto fue una revancha póstuma de Palafox-, y Baños, prácticamente expulsado con sorna de Nueva España, no volvió a encontrar un cargo.
¿Qué lecciones se obtienen de este libro, límpido, bien informado? Probablemente, y en primer lugar, que la corrupción era -es- uno de los grandes motores de la política, aunque ayer y hoy seamos capaces, siguiendo a los frescos de Siena, de distinguir buen y mal gobierno. El caso hispánico, y más aun tratándose de las Indias de Castilla, tiene dos agravantes. En primer lugar la distancia, que en cierta manera da cobijo al gobernante corrupto: el espacio-tiempo amortigua las reacciones del poder central, y se combina con la exquisitez del “obedezco pero no cumplo”. Por otra parte, hay que tomar en cuenta la ambigüedad del sistema religioso-político, que desde un principio descansa sobre el real patronato: la principal legitimidad de la Monarquía en sus Indias es la evangelización, lo cual refuerza la Iglesia indiana. Pero al mismo tiempo esto hace de ésta un instrumento en manos del regio patrón, o del vicepatrón, aquí el virrey. El conflicto es difícilmente eludible, el caso de Osorio y Baños lo demuestra. ¿Siempre hubo tal enfrentamiento? Ragon piensa que esto se atenúa por momentos, como a fines del siglo XVII, principios del XVIII. Tenemos nuestras dudas, pensando en el 8 de junio 1692, y a la sombra del arzobispo de México, y sino que se le pida a Antonio de Robles, dietario, capellán y cliente de Aguiar y Seijas.
Hacia el final del libro (p. 297), Ragon escribe que las estrategias individuales siempre dominan las colectivas. Y el caso de Baños no podía fallar, aunque aquí hay que anteponerle su esposa y su hijo mayor: la figura del conde parece doblegarse ante ellos, sobre todo ante su esposa. Y detrás se percibe la indecisión, la falta de asiento de un hombre que procede de un linaje de segundones, que se casó por encima de sus esperanzas, que cambió en cuatro años siete veces al corregidor de México, cargo crucial.
¿Y precisamente, la figura de Baños? ¿Lo interior no se puede exteriorizar, en particular gracias al arte? Existe un cuadro contemporáneo, del pincel de José Juárez (1617-1670), y que constituye la portada de la obra reseñada. En último, remitimos al retrato, a la austeridad del vestuario negro, a la severidad de las facciones que no inspiran simpatía y, sobre todo, al gesto de retraimiento que pensamos ver en el mentón: como si Juan de Leyva y la Cerda no hubiese querido que se penetrase en su interior, que se conociesen sus pensamientos más oscuros, o su vacío. Pero nadie escapa al Otro, sea artista, sea historiador.