La obra cuenta con una Introducción titulada “La Revolución mexicana: actores, campos y cambio social” a cargo de los coordinadores, y un total de siete capítulos. Los enumero: “Los mártires del catolicismo. El caso de José de León Toral” de Enrique Guerra Manzo ; “La Constitución de 1917: entre la construcción de un Estado laico y la defensa de la libertad religiosa” de la autoría de María Gabriela Aguirre Cristiani; de la pluma de Nicolás Cárdenas García , el capítulo “Arana, un liderazgo racista en tiempos revolucionarios”; María del Carmen Collado Herrera abordó “Elizabeth Cutter Morrow, espejo del naciente nacionalismo artístico mexicano”; por su parte, Gilberto Urbina Martínez afrontó el tema “Los colonos se organizan: aproximaciones a un posible mecanismo de interlocución entre habitantes y autoridades en la ciudad de México (años veinte y treinta)”; “El surco y el asfalto: de la naturaleza de la reforma agraria en el Distrito Federal y de su apropiación” estuvo a cargo de Juan Israel Romero Ahedo; y, por último, Harim Benjamín Gutiérrez Márquez ponderó “Los discursos del gobierno y las oposiciones con motivo del sesquicentenario de la Independencia y el cincuentenario de la Revolución mexicana en 1960. Una disputa por el significado de la historia”.
Si bien es cierto que los coordinadores puntualizan los objetivos del libro, hubiese sido muy provechoso para las y los lectores encontrar en sus páginas finales unas conclusiones para enfatizar en las aportaciones de conjunto; sobre todo, para resaltar por qué la obra vuelve sobre el tema de la Revolución mexicana que de pronto pareciera ya muy estudiado, y para remarcar su originalidad en medio de una historiografía testimonial y académica muy abundante.
Los coordinadores explican que la obra colectiva fue producto de un seminario realizado en el Instituto Mora entre 2011 y 2012 con el título “Actores e intérpretes de la Revolución mexicana”, con el propósito de debatir sobre el México revolucionario y posrevolucionario, para encontrar nuevos elementos de análisis relevantes con el fin de discutir su importancia y trascendencia, y porque consideran que: “después de los debates de los años ochenta y noventa del siglo pasado” la discusión “más bien parece empantanada” (p. 21). Aunque dicha afirmación se tendría que contrapesar a la luz de obras académicas producidas con motivo de la conmemoración del centenario de la Revolución mexicana, e inclusive en los años más recientes que reactualizan aquellos debates y sugieren profundizar, por un lado, en la cuestión regional y local1 (cuyas vetas rindieron frutos muy notables y modificaron sustancialmente la visión oficiosa prevaleciente durante varias décadas acerca de que la revolución era un cambio totalizador y homogéneo para toda la nación, y cuyo discurso mixtificador avaló al régimen autoritario) y, por otro, en actores sociales poco estudiados (las mujeres trabajadoras; los espacios de la infancia de distintos estratos sociales; sectores laborales desconocidos en sus dinámicas particulares y luchando por demandas propias; comunidades urbanas y rurales en su acción colectiva por exigencias de distinta índole; el impacto y el itinerario social de agrupaciones culturales, etcétera).
Es tal la riqueza y la complejidad de los múltiples procesos imbricados y encaballados en la Revolución mexicana -algunos inclusive gestados en el antiguo régimen y eclosionados con el estallido revolucionario- que la historiografía académica sigue explorando nuevas vías de análisis.2 Ejemplo de ello es precisamente Actores y cambio social en la Revolución mexicana.
El principal aporte que yo encuentro en esta obra, y por el cual aliento su lectura, se refiere a la problematización que realizan los autores con la idea de “rearticular la explicación de la ruptura y de las discontinuidades con la interpretación de las continuidades en una nueva síntesis que incluya el análisis a fondo del modo en que la Revolución mexicana afectó a cada uno de los diversos campos y subcampos sociales” (p. 13), dependiendo “en gran medida de la lógica y de la relativa autonomía de cada campo o subcampo” (p. 15). El eje central que le da coherencia y sentido a la obra está formulado por medio de un cuestionamiento: “¿cómo modificó la revolución los entramados de interdependencias en que se movían actores individuales y colectivos, y cómo actuaron éstos, condicionados por sus habitus,3 para aprovechar las nuevas oportunidades de poder, para defenderse de los ataques a sus posiciones o para reorientar sus actividades en el contexto posrevolucionario?” (p. 17). En esta tesitura, los autores hicieron ejercicios bien logrados en su aplicación empírica de elementos conceptuales elaborados por Pierre Bourdieu, un referente de singular importancia para estrechar los necesarios vínculos y el diálogo hermenéutico de la Historia con la Ciencia Social.
Sin embargo, pudiese haber sido más plausible que la estructura de la obra se dividiese en dos partes. Por un lado, aquellos actores individuales muy bien perfilados con información novedosa y original (son los casos de José León Toral, el asesino de Obregón en su buscado martirologio; el liderazgo de José María Arana, el racista sonorense contra la comunidad china en un escenario convulso de lucha política y social en Sonora; y Elizabeth Cutter Morrow, esposa del embajador Dwight Morrow, quien fue entusiasta impulsora y benefactora de las expresiones artísticas revolucionarias y del arte popular mexicano en Estados Unidos), construidos todos con una narrativa ágil que invita a las y los lectores a conocer y sumergirse en esas historias particulares que no por ser estudios de aproximación biográfica dejan de lado precisamente la explicación del contorno sociopolítico de efervescencia revolucionaria y posrevolucionaria dentro de la cual se insertaron. Además, en el caso de Toral, se logra el examen de su figura, inclusive a nivel de su subjetividad religiosa, rompiendo con el estigma que el discurso oficial le había conferido como el asesino de Obregón. Guerra Manzo -autor del capítulo- va más allá y apuntala -con documentación original- las bien edificadas redes de actuación de José León Toral desde distintas escalas de la Iglesia católica.
Por otro lado, y en una segunda parte de la obra, se hubiesen colocado a los actores colectivos que develan distintas culturas políticas con prácticas y sociabilidades acordes a sus muy particulares intereses. En primer término, la Unión de Damas Católicas Mexicanas (UDCM) como la cuña femenil utilizada por la jerarquía católica para penetrar con gran capacidad ideológica y activismo social en los entresijos de la sociedad y de las familias4 (por cierto, el título de este capítulo debió de haber centrado su contenido y colocar precisamente a las Damas Católicas en su encabezado). En segundo término, la organización vecinal en algunas colonias de la Ciudad de México -Peralvillo, Vallejo y ex Hipódromo de Peralvillo- , y la interpelación y la adaptabilidad de sus vecinos frente a las autoridades establecidas para el reclamo de servicios públicos; este estudio desvela nuevas formas de funcionamiento ciudadano entre los años veinte y treinta para corregir y mejorar problemáticas urbanas que afectaban directamente a los habitantes en su vida cotidiana, como la inseguridad y la insalubridad. En seguida, la puesta en escena, y los sesgos y limitaciones -tanto de carácter político como social- de la poco conocida y restringida reforma agraria en la capital de la República por ser un espacio de creciente naturaleza urbana (por cierto, a partir de la riqueza de la información aportada y la interpretación de la misma, el autor podría haber abundado más en su muy breve conclusión). Por último, la querella discursiva y los usos políticos de la historia entre los agentes del Estado y la oposición política -tanto de izquierda como de derecha- en torno a la Independencia y la Revolución en 1960, año del sesquicentenario de la primera y del cincuentenario de la segunda.
Finalmente, con la lectura de esta obra se pone de manifiesto que no se puede negar la marca y el legado de la Revolución mexicana que llega hasta el México de nuestros días. Sobre todo su larga tradición nacionalista edificada en la etapa posrevolucionaria de los años veinte y treinta del siglo XX, convertida en un crisol ideológico para conferir consenso y legitimidad al Estado posrevolucionario, engarzado mediante su vocación corporativa que aglutinó en torno a sí a los sectores mayoritarios de la población. A diferencia del resto de los países de la región latinoamericana que no tuvieron la experiencia armada revolucionaria como sí la tuvo México en 1910. Este bagaje legitimador -utilizando a discreción su consenso hegemónico pero también su fuerza y cerrazón- se advierte como la expresión de un segundo eje aglutinante de Actores y cambio social en la Revolución mexicana. Desde mi punto de vista, le añade mayor coherencia y respaldo a los objetivos de la obra, que buscan contribuir a explicar con estudios puntuales la gran magnitud de los procesos de transformación, desplegados a partir de la conmoción revolucionaria en diferentes campos o subcampos sociopolíticos, económicos, educativos, culturales y religiosos.
Por último, este libro reitera la postura historiográfica acerca de que sí hubo una revolución en México, y que sí tuvo un dinamismo propio, y que de su conflictividad y de su movilización popular se configuró dialécticamente un cambio sustancial y estructural. Esta enunciación tiene un sustrato filosófico reflexivo que tiene que ver con las consideraciones que en su momento nos ofreció Jacques Le Goff en torno a cómo reactualizar nuestras miradas historiográficas y no perder nunca nuestra apuesta por la Historia:
La historia, como el tiempo que es su materia, aparece en principio como algo continuo. Sin embargo, también está hecha de cambios. Y desde hace mucho tiempo los especialistas han procurado señalar y definir esos cambios dividiéndolos, dentro de esa continuidad […]. Pues aún falta saber si la historia es una y continua o está seccionada en partes. O incluso saber si realmente es necesario cortar la historia en rebanadas.5