Daniel Aznar, Guillaume Hanotin, Niels F. May, eds. À la place du roi. Vice-rois, gouverneurs et ambassadeurs dans les monarchies française et espagnole (XVIe-XVIIe siècles). Madrid: Casa de Velázquez, 2014, 252 p., ISBN 978-84-15636-85-4
Fernando Ciaramitaro
universidad autónoma de la ciudad de méxico, fernandociaramitaro@hotmail.com
José Luis Souto
ministerio de educación, cultura y deporte (madrid), souto1789@gmail.com
Daniel Aznar, Guillaume Hanotin y Niels F. May establecen en el preámbulo del volumen que coordinan, À la place du roi –que, además de la introducción, ofrece diez capítulos y una bibliografía unitaria–, las líneas metodológicas generales desde las que abordar la problemática de la representación regia permanente en las monarquías francesa y española durante la Edad Moderna, para lo que parten de dos distintos y, en cierta manera, complementarios bagajes historiográficos recientes, pues, mientras que en el ámbito hispánico se ha manifestado especial interés por las figuras de los virreyes y los gobernadores, en el francés se ha acordado mayor atención a los embajadores. Si la elección de esos dos sistemas políticos se justifica por su caracterización como dos modelos irreconciliables por encima de cuyas diferencias se impone ahora la realidad de una mutua interpenetración de teorías y prácticas, la reorientación temática tanto hacia el área de las negociaciones como el de las dimensiones simbólicas responde a las pautas criteriológicas hoy vigentes en este campo de las relaciones internacionales.
Se proyecta, pues, esta compilación sobre un vastísimo haz de asuntos interdependientes en que cobran particular importancia las aún relativamente nuevas perspectivas críticas de la corte, y su corolario de las cortes virreinales, así como ese magma o aluvión sígnico-ceremonial que va desde la etiqueta hasta la arquitectura pasando por el retrato, y en el que materiales antes considerados anecdóticos se mezclan con cualificadas expresiones del arte y de la simbología en busca de una visión totalizadora de unas determinadas concreciones político-culturales.
René Vermeir, en “Les gouverneurs-généraux aux Pays-Bas habsbourgeois”, enfoca la singularidad del régimen jurídico-político de estos estados a partir de una doble tradición, pues, la delegación de majestad se construye aquí tanto sobre el modelo virreinal aragonés como sobre el propio o autóctono, ya definido en el siglo XV por lo que se refiere a uno de sus elementos esenciales, la norma de que el gobernador había de ser un príncipe natural o miembro de la regia familia en sentido restringido. En 1579 se formaliza ese método de lugartenencia dinástica, pues, el titular podía pertenecer a la rama alemana, y que se justifica tanto por el peso intrínseco y estratégico del territorio como por el dato de que allí había nacido Carlos V, pero la excepción de conferir el puesto para mandatos interinos a militares de la alta nobleza castellanos, aragoneses, italianos e incluso portugueses se hizo regla general en la segunda mitad del siglo XVII. Hablando de Portugal, interesaría analizar las circunstancias en que, desde la unión personal con otros reinos ibéricos, se produce un régimen de gobernación dinástica de similares rasgos excepcionales.
Cumple destacar que los Países Bajos suponían un estado compuesto que pasaba a formar parte de una monarquía compuesta. En 1531, en el marco del establecimiento de un sistema global para el conjunto del imperio, y con el nombramiento de María de Hungría, adopta su configuración definitiva un cargo que ya era permanente, pero que comportaba unos poderes muy restringidos, como fijaban las “instrucciones particulares” extendidas para cada uno de sus sucesivos titulares.
Bajo el ángulo fenomenológico de lo que se entiende como corte, el denso panorama ofrecido por Vermeir entraña algunas contradicciones. No tiene Bruselas una corte en sentido amplio, interpretada como “conjunto de órganos de gobierno”, sino, más bien, una corte “restringida”, de servicio doméstico, pero que aún así asume una función ideológica y política significativa como centro integrador de una parte de las elites sobre todo de la alta nobleza.
Se impone la necesidad de abordar ese específico estatuto dinástico de los gobernadores a la luz de la línea mantenida durante el resto del siglo desde las instrucciones de Carlos V, en 1539, a su hijo Felipe sobre la conveniencia de desprenderse de los Países Bajos o de Milán en función de la política matrimonial de la monarquía y a favor de un miembro de la casa de Austria.1 De ahí arranca la controvertida acta de cesión de 1598.
En “Le cérémonial diplomatique et les transformations du concept de représentation au XVIIe siècle”, Niels F. May describe, en términos históricos, teóricos y lexicales, a través de un amplio análisis temporal que empieza en la Edad Media, el desenvolvimiento de ese proceso desde las prácticas de los tratados y de las negociaciones. Dando un particular énfasis a los tratados internacionales de paz de Westfalia, de 1648, se afirma que en la figura del nuevo plenipotenciario cohabitan dos condiciones político-simbólicas paradigmáticas del monarca: los signos de su potestas y su dignitas.
Nicoletta Bazzano, en el apartado “Ascanio Colonna à la cour de Philippe II (1582-1583). Pouvoirs présumés et réels du vice-roi de Sicile”, disocia y desvincula dos temas: de un lado, el “episodio marginal” –como ella misma lo designa– del envío del joven Ascanio Colonna, hijo del virrey Marco Antonio, a la corte madrileña como su primer agente de confianza y, de otro, la cuestión de las potestades del virrey, sobre las que vierte unas consideraciones muy breves. En efecto, mientras que en la primera parte, bien documentada por la correspondencia de “Marco Antonio Colonna il Grande” del Archivo Colonna en Subiaco, se indaga la misión diplomática de Ascanio y sus objetivos, o sea, defender en Madrid la labor del padre frente a las acusaciones y las mentiras del partido contrario y conseguir una audiencia con el monarca, en la segunda simplemente se enlistan rasgos ya conocidos del poder virreinal en la isla mediterránea, sin ninguna aportación novedosa.2
Étienne Bourdeu estudia el rol del enviado de la monarquía católica ante la corte de la rama menor de la dinastía, que, por una paradoja muy expresiva de la inversión moderna de la teórica equiparación medieval entre titularidad y poder, goza de la máxima dignidad monárquica, pero no de la hegemonía económica, política y militar, propia de los Habsburgo de Madrid. La primogenitura va ligada al peso efectivo, no a una formula protocolaria cuyo carácter meramente honorífico acaba siempre imponiéndose a las dudas de reyes como Felipe II o Luis XIV, que sueñan ocasionalmente con una exacta correspondencia entre supremacía y título, fórmula y contenido, que traduzca la realidad del escenario del poder.
En este trabajo sobre el empleo del dinero como útil diplomático se pone de relieve que el embajador, aunque sin el carácter de alter ego del monarca que distingue al virrey, tiene un gran margen de acción en calidad de árbitro entre los dos tipos de urgencias financieras que atenazan a su augusto representado, la relativa a la defensa de la casa de Austria y la derivada de una gran red clientelar de pensionistas políticos, más bien funcionarios imperiales en tiempos de Felipe II y preferentemente príncipes católicos bajo Felipe III.
Paola Volpini se responsabiliza del escrito “‘Ho eletta... la persona di Vostra Eccellenza come un altro me stesso’. El mandato de los embajadores mediceos enviados a España (siglos XVI-XVII)”, que ahonda –sugerentemente– en la clarificación de ciertos epígrafes: las diferentes maneras de despachar embajadas (ordinarias y extraordinarias); agentes y espías en el ducado toscano; la cuestión del vínculo entre confianza del príncipe y representación, vista por medio de la bibliografía contemporánea de Francesco Guicciardini, Gasparo Bragaccia, Jean Hotman y Torquato Tasso y reinterpretada a la luz de la discusión historiográfica actual; las cualidades y ventajas de cada plenipotenciario; y, finalmente, las tres misiones que el gran duque Fernando I de Medici encarga a su hermanastro Giovanni, en 1598, y al sobrino Antonio, en 1599 y 1602.
Ángel Rivas Albaladejo plantea el origen, carácter y desarrollo de la embajada extraordinaria del VI conde de Monterrey en Roma (1628-1631) respecto a las atribuciones señaladas en las correspondientes instrucciones. Dada la delicada situación política imperante, de fricción entre el papa y la monarquía católica, se requería un político experimentado y buen conocedor de los negocios de Italia en general y de la corte pontificia en particular. Monterrey era a la sazón presidente del consejo de Italia, lo que suponía una situación excepcional en el mecanismo polisinodial de los Austria. Comentando el hecho de que el conde de Lemos había desempeñado esa misma presidencia, decía el conde de Gondomar que este era el cargo “mayor y mas util que daba el Rey en Europa”.3 No menos que el orden de precedencia política fijada por Gondomar –gallego como Lemos– sorprende la precisión de que esa superior calidad se despliega a escala europea, como si los puestos aún pudiesen alcanzar un nivel más alto –a escala jerárquica o fáctica– en las Indias, castellanas o portuguesas.
Tan extraña fórmula de Gondomar no dejará de interesar a quienes vienen sugiriendo una mayor importancia de los virreinatos americanos frente a los europeos por la vía argumental de un pretendido mayor fasto. Rivas, contrariamente, afirma que el virreinato de Nápoles, junto con el de Sicilia, destinos naturales de quienes habían protagonizado una embajada tan singular como la de Roma, eran probablemente los cargos de mayor relevancia dentro de la monarquía, a cuyo propósito señala que su aparato de magnificencia superaba a los de los restantes virreinatos y, como afirmaba el pintor Jusepe Martínez, el de muchos reyes.
Si en cuanto al alcance de la delegación de poderes hecho por Felipe IV a favor de su enviado cumple destacar la constatación de que, aunque lejos de ser total, permitía al diplomático cierto margen de maniobra –común denominador genérico, apuntamos, en la práctica de la representación monárquica española–, pasando al nivel de los típicos espejos de embajadores –derivación de los espejos de príncipes– no podemos por menos de sorprendernos de la anacrónica retórica antimaquiavelista con que Saavedra Fajardo perfila la función del sujeto acreditado ante la corte pontificia.
Diana Carrió-Invernizzi, en “Las galerías de retratos de virreyes de la Monarquía Hispánica, entre Italia y América (siglos XVI-XVII)”, estudiando el contexto ideológico-político que determinó esta tipología de representación a uno y otro lado del Atlántico, distingue entre sus elementos comunes y los diferenciales. A la búsqueda de patrones sobre los que articular una lectura global de la fenomenología, la autora dice que en Italia estas series corresponden a las cortes que conservan casa real o ducal, y que si en las Indias, donde florecen incluso antes, no se da esa concreta correlación, procede considerar que allí la casa del virrey, un jerarca de atribuciones trascendentales, se equipara en significación a la de un monarca.
Sería interesante replantear el asunto de las galerías de retratos virreinales en relación con las de los reales, pues, estas últimas, inesperadamente, no se dan en las Indias hispanas. Si bien tanto en los ciclos de los virreyes como en el efímero queda ilustrada con mayor o menor propiedad la concepción del personaje como alter ego del soberano, este no solo es la fuente o cita última de ese poder referencial o especular, sino también, respecto al margen de maniobra del vicario, la jerarquía máxima en el proceso absolutista de toma de decisiones, por encima de la ficción jurídica que hace del delegado una encarnación o desdoblamiento de quien le acredita como tal. A ese propósito, debe resaltarse que en el palacio de Nápoles, interdependientemente de la retratística virreinal, se llevan a cabo durante la primera mitad del siglo XVII cuatro ciclos murales de glorificación monárquica, pero solo uno de ellos referido a la casa reinante, a través del viaje de la consorte Mariana en 1649, ausencia que Joan-Lluís Palos intenta justificar sin llegar a ninguna conclusión viable.4 Carrió-Invernizzi extrae aseveraciones ideológico-políticas de las circunstancias que propiciaron la conservación de las series de virreyes en México y Perú frente a su dispersión en Italia. Entendemos que, más bien, vista la iconoclastia antiespañola con que se produjo la independencia en América, esa diferencia habría de referirse al socorrido azar volteriano.
Guillaume Hanotin revisa la cuestión de la representación del rey francés en la corte madrileña a lo largo de un proceso tan complejo como el de la instalación de Felipe V en España, que implica un total replanteamiento de las relaciones entre las dos coronas. Dada la vinculación dinástica del nuevo monarca con Luis XIV, el privilegiado estatuto de que bajo los Habsburgo gozaba el diplomático alemán pasa al francés, con las particularidades emanadas del hecho de que en Versalles continuaba vigente la idea de la ilación personal entre el soberano y el enviado. Durante los comienzos del reinado de Felipe V, habida cuenta de ese contexto en que los lazos de sangre se imponían a toda forma de delegación, el embajador de familia era admitido al despacho o consejo.
Partiendo del concepto y tratamiento de “majestad” como elemento básico de las estructuras de poder tanto en el reino francés como en la monarquía hispánica bajo el prisma de la representación, Hanotin subraya la similitud entonces existente entre el oficio del actor y el del embajador, que desplegaba un juego teatral no solo resultante de su función política, sino también de su específico peso social como gran señor, miembro de la alta aristocracia de corte o de la nobleza militar. Tanto en razón de la regia delegación como de su propia dignidad estamental, el diplomático se revestía de un fasto vestimentario aún pendiente de investigación. Sería interesante relacionar ese y otros aspectos ceremoniales con el desajuste simbólico-representativo desatado en la capital española por el choque entre la etiqueta y estilo monárquicos de los Austria y los traídos por Felipe V, pues, aunque en Madrid no imperaba el casi caricaturesco concepto de “rey oculto” del que hablaba Luis XIV en sus instrucciones a su nieto, aún subsistían grandes diferencias entre una y otra corte. Pero el salto a la sociabilidad francesa, ya muy avanzada entre las elites bajo Carlos II, fue mucho más rápido de lo que suele pensarse. Tras un corto periodo de confusión sobre el uso de la golilla, esta quedó prácticamente eliminada en 1707, salvo por lo que se refería a ministros togados, abogados y alguaciles.5
El capítulo “‘Un morceau de roy’. La imagen del gobernador de provincia en la Francia barroca”, de Daniel Aznar, trata de una cuestión que, a diferencia de un tema central de la historia político-cultural como el de la representación del monarca, no ha despertado la atención de los estudiosos franceses. Partiendo del proceso de la individualización de la majestad surgido desde la segunda mitad del siglo XVI frente a la antigua teoría de los dos cuerpos del rey, que permitía a los funcionarios y especialmente a los jueces presentarse como la encarnación del soberano, aparece un nuevo concepto de delegación de esa majestad ya no incorpórea o “mística” en el que la experiencia de la sangre del lugarteniente sustenta la traslación de la efigie del monarca. Y de ahí que paralelamente a la escala cualitativa de las gobernaciones provinciales emerja la de sus correspondientes titulares, en gradación de jerarquías señoriales.
La entrada es el acto en que se funda la relación individual entre el delegado regio y su circunscripción, con la paradójica particularidad de que el creciente absentismo de quienes ostentan estos cargos se resuelve en un mayor coste de la ceremonia. Puesto que la importancia del rito iba intrínsecamente ligada al gasto, no se aceptó que Condé, para su entrada en Barcelona, en 1647, vistiera de negro por luto familiar y prescindiera de la habitual parafernalia. En cuanto a la circunstancia de que declinara el honor del palio, esa renuncia que de hecho comportaba otra variante ceremonial tenía un significativo equivalente en los virreinatos hispánicos de las Indias.
Señala Aznar que está por estudiar el tema de las cortes provinciales. No obstante, adelanta algunos rasgos que tienden a perfilarlas como un fenómeno muy distinto a las cortes sufragáneas o dependientes que funcionaban en el ámbito hispánico, por el carácter no solo hereditario, sino también neofeudal del cargo, o elementos como los panteones familiares.
Cierra la recopilación Alejandro Cañeque, que empieza citando uno de tantos episodios de conflicto protocolario español con el fin de “entender un poco mejor los mecanismos utilizados por la monarquía […] para gobernar sus dilatadas posesiones” (p. 181). Parafraseando a Roger Chartier, recuerda que al objeto de mantener la sujeción política en la periferia imperial pese a la lejanía del soberano se arbitró un sistema de transmisión ideológica mediante imágenes textuales o icónicas expresivas de esa ausencia-presencia del rey cuyo lenguaje era el mismo de la religión por lo que se refería a términos como “transfiguración”, “simulacro” o “cuerpo místico”. Y así como existía una jerarquía de poderes, se daba también una jerarquía en el desdoblamiento de la representación regia. Mencionando a Castillo de Bobadilla, Palafox y Mendoza, Sigüenza y Góngora y otros escritores en relación con dos momentos emblemáticos de la vida oficial del virrey de Nueva España, su entrada y sus exequias, y analizando la metodología tanto del retrato real como del virreinal, concluye que el aparato representativo de la monarquía católica no podía sobrevivir a la conceptualización decimonónica del “estado impersonal”.
En línea con los objetivos y criterios que animan esta compilación, es de desear que futuros estudios coadyuven a una más profunda interpretación comparativa de los sistemas de representación del poder regio en los “estados” del Antiguo Régimen, tanto europeos como americanos, uno de los marcos académicos más prometedores en el campo multidisciplinar de confluencia de la historia política con la nueva historia cultural.
1 Antonio Miguel Bernal, España, proyecto inacabado. Costes/beneficios del Imperio (Madrid: Fundación Carolina, Centro de Estudios Hispánicos e Iberoamericanos, Marcial Pons, 2007), 60-61, 66; Rachael Ball y Geoffrey Parker, Cómo ser rey. Instrucciones del emperador Carlos V a su hijo Felipe. Mayo de 1543. Edición crítica (Madrid: The Hispanic Society of America, Centro de Estudios Europa Hispánica, Center for Spain in America, 2014), 13-16.
2 Sobre el reciente debate acerca de los mecanismos institucionales del sistema virreinal en Sicilia y, en general, el Mediterráneo ibérico, México y Perú y sobre las potestades del virrey en el imperio, véanse: Loris De Nardi, Oltre il cerimoniale dei viceré. Le dinamiche istituzionali nella Sicilia barocca (Padova: Libreriauniversitaria, 2014); idem, “Los virreinatos de Sicilia y Perú en el siglo XVII. Apuntes sobre una comparación en el marco de la historia global de dos realidades solo geográficamente lejanas”, Estudios Políticos, 45, Universidad de Antioquia, Medellín (2014): 13-21; Lara Semboloni, La construcción de la autoridad virreinal en Nueva España, 1535-1595 (México: El Colegio de México, 2014); Fernando Ciaramitaro, “El virrey y su gobierno en Nueva España y Sicilia. Analogías y diferencias entre periferias del Imperio hispánico”, Estudios de Historia Novohispana, 39, Universidad Nacional Autónoma de México (2008): 117-154.
3 Luis Cajavilca Navarro, “Pedro Fernández de Castro, VIII Conde de Lemos y sus encomiendas en Huaylas-Ancash”, Investigaciones Sociales, 17-30, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima (2013): 214.
4 Joan-Lluís Palos, La mirada italiana. Un relato visual del imperio español en la corte de sus virreyes en Nápoles (1600-1700) (Valencia: Universitat de València, 2010), 315-319.
5 Álvaro Molina y Jesusa Vega, Vestir la identidad, construir la apariencia. La cuestión del traje en la España del siglo XVIII (Madrid: Área de Gobierno de las Artes, Ayuntamiento de Madrid, 2005), 38-40.