Etnomercancía y sobrefetichización. Ensayo de mirada estereográfica

Ethnomerchandise and Over-Fetishization. An Essay from a Stereographic Perspective


José Luis Escalona Victoria

ciesas-sureste, joseluisescalona@prodigy.net.mx


La artesanía ha sido interpretada muchas veces como el producto de la singularidad cultural y social de sus productores. Eso la ha convertido en una parte importante de etnonarrativas que hablan de la particularidad de ciertos grupos y sus perspectivas del mundo. En este ensayo se propone mirar (con una mirada estereoscópica) estos objetos con una perspectiva distinta: como etnomercancías. Eso, por un lado, implica entrar en el análisis de los procesos que producen la imagen con la que se ofrecen en los mercados turísticos o en los museos y colecciones, entendiéndolos como procesos de sobrefetichización. Por otro, el análisis implica entender el vínculo profundo que hay entre estas etnomercancías y sus productores con la dinámica del capital, el mismo vínculo que las apariencias del objeto ocultan.

Palabras clave: fetichismo, mercancía, etnonarrativa, turismo, museo.


Artisanal production has often been interpreted as being characterized by the cultural and social singularity of producers, an approach that has given it an important place in ethnonarratives that speak of the particularity of certain groups and their worldviews. This essay proposes examining these objects from a distinct perspective –stereoscopically– by seeing them as ethnomerchandise. On the one hand, this entails undertaking an analysis of the processes through which the image that accompanies artisanal products when they are offered in tourist markets or to museums and collections is produced; processes understood here as involving over-fetishization. On the other, our approach demands understanding the profound link between ethnomerchandise with its producers and the dynamics of capital; the same link that the very appearance of the objects seems to conceal.

Keywords: fetishism, merchandise, ethnonarrative, tourism, museum.


Fecha de recepción del artículo: 26 de marzo de 2014 / Fecha de aprobación: 15 de julio de 2014 / Fecha de recepción de la versión final: 17 de septiembre de 2014.


Antropología visual sin cámara


Una imagen estereográfica tiene una figura aparentemente plana en la superficie, normalmente, un patrón de colores y formas; pero cuando se le mira atentamente se produce la perspectiva en el cerebro del observador, por la presencia de dos patrones de puntos y el enfoque de la mirada en un centro que está detrás del dibujo. Emerge así una figura tridimensional que está escondida a primera vista. Se podría usar esta idea como metáfora de lo que ocurre con la mirada antropológica cuando es capaz de dar perspectiva a las cosas sociales escondidas en la apariencia que tienen, y que asumimos de manera espontánea. Es quizá la diferencia entre la mirada del turista que pasea por un mercado de artesanías atrapado por el brillo, el color y la belleza, y la del antropólogo que, con enfoque estereográfico, busca esas otras partes de la imagen que están ocultas en la noción de artesanía –aunque no lo están realmente–, simplemente no las vemos. Se trata de una epistemología específica de la experiencia filosófica, científica y estética del mundo, aunque no necesariamente se desarrolla en todas las formas de la ciencia, la filosofía y el arte. De algún modo es lo que proponen, por ejemplo, Bourdieu, Chamboredon y Passeron en su libro El oficio del sociólogo (2004). Retomando a múltiples científicos claves en la historia de varias disciplinas sociales, proponen que uno de los procesos de la investigación es lo que llaman la “ruptura epistemológica”, que se produce de muchos modos, por ejemplo, con la crítica de los prejuicios (parafraseando a Durkheim) y de las formas espontáneas de entender el mundo social.

Uno de los ejemplos de esta perspectiva, que podría agregarse a los que nos ofrecen Bourdieu, Chamboredon, Passeron (2004) es el análisis de Marx del fetichismo de la mercancía. Se trata de uno de los textos más estimulantes para el análisis social y una de las partes fundantes de toda una serie de teorías sobre el capital. Lo interesante es que justamente utiliza la crítica de las formas en que se presenta o aparece la mercancía –el mundo como un conjunto de mercancías– (Marx 1977, 125), para entender en qué consiste la magia de esta apariencia, esa espontánea atribución de valor a las mercancías en sí mismas, incluyendo a la mercancía que sirve de equivalente universal: el dinero. Detrás de esa apariencia de valor intrínseco de las cosas, por su propia naturaleza, lo que hay es un proceso social. El aporte de Marx en la historia del estudio de la mercancía es su tesis de que en ella se esconde un doble carácter, uno como valores de uso y otro como contenedores de valor, y que este segundo carácter surge del hecho de que son objetos sociales, que revelan su valor en el intercambio y adquieren una forma específica (mercancía) bajo ciertas condiciones históricas (el modo de producción capitalista, que produce el mundo como un gran conjunto de mercancías, incluyendo a la fuerza de trabajo). La idea del presente artículo es explorar otros aspectos de este argumento, buscando múltiples procesos de valorización que entran en juego no ya en la producción del objeto (tema del subsiguiente análisis de El Capital de Marx), sino en la realización del mismo, en la circulación y el consumo.

El argumento es que en la producción social de la apariencia de las cosas las personas participan en muchos procesos sociales de producción/consumo (no sólo el doble proceso de producción del que habla Marx) independientes de su voluntad, aunque con diversos grados de interés. Para mostrar esos procesos utilizaré un objeto que llega a tomar varias apariencias cuando es colocado de ciertas maneras en diversos mercados: la etnomercancía. En general, se puede definir a la etnomercancía como un objeto que tiene la apariencia de ser producto de una perspectiva cultural específica, resultado de trabajo que se supone implica un conocimiento especializado y que expresa formas de entendimiento del mundo que son también específicas de un grupo social (al que se atribuye una especificidad y una antigüedad cultural inconmensurables). En algunos casos esos objetos llegan a adquirir características tan especiales que se vuelven ejemplares únicos y trascienden la circulación, para pasar a formar parte de colecciones o de exposiciones de museos. Allí cierran el círculo del etnoargumento:1 confirman la particularidad de sí mismos y sirven de símbolos de la particularidad del grupo del que se supone provienen. Es pues una mercancía con apariencia étnica para el observador, por su autenticidad, su carácter manual, tradicional y/o una particular belleza estética que se supone es parte de un grupo culturalmente delimitado. Es por eso un objeto encarnado en la historia del imaginario sociopolítico en México (no de manera exclusiva), que se expresa en empresas de turismo, de desarrollo, en políticas públicas e incluso de la investigación antropológica. A esta atribución de valores específicos es a lo que llamaré sobrefetichización. Para presentar este argumento utilizaré elementos de mi propia exploración etnográfica en Chiapas entre personas involucradas con la producción de estas etnomercancías como tales, es decir, los que las colocan en el mercado con esta apariencia (una estereografía etnográfica del mercado de etnomercancías).2 Me enfocaré en particular en los textiles, coloridos, brillantes y de múltiples diseños y usos. El propósito es analizar diversos procesos (de sobrefetichización o de valorización, en el sentido de Myers 2001) involucrados en la producción de las múltiples apariencias de los textiles como etnomercancías.


La apariencia del textil en Chiapas


La ciudad de San Cristóbal de Las Casas, en Chiapas, y los pueblos circundantes se han convertido en puntos de paso en el movimiento de turistas en el sureste de México. En esas locaciones una amplia gama de objetos de tela y ornamentos es presentada a los sentidos de los visitantes.3 Los objetos son colocados en aparadores de tiendas y mercados, de restaurantes y hoteles, de museos y centros de investigación. Unos se encuentran expuestos directamente en tiendas fijas y semifijas, en el interior de comercios, casas o en plena calle; otros son llevados por vendedores y vendedoras ambulantes, que siguen a los grupos de turistas por donde van y a donde se alojan, alimentan, divierten y descansan, o en puestos de temporada (vacaciones); se pueden ver algunos ejemplares sustraídos de esta circulación y colocados en establecimientos de contemplación para el visitante, rodeados por alguna narrativa especial, que dan sentido a la existencia de museos, tiendas de arte o casas de la cultura. La presentación de las artesanías/textiles se despliega en diversos espacios: desde grandes locales con diversidad de objetos de muchos lugares hasta pequeños espacios en los que se vende sólo lo elaborado por los vendedores, familiares y conocidos; como empresas particulares, individuales o de asociaciones o cooperativas, o en tiendas que son parte de instituciones gubernamentales de promoción de las artes populares; en locales que son parte de la casa de los vendedores, en tiendas construidas para ello en las plazas de los pueblos o a la orilla de carretera, o en locales ubicados ex profeso en restaurantes, hoteles e incluso en el aeropuerto. También hay exhibiciones de ropa que incluyen pasarelas con modelos que visten trajes inspirados en los llamados trajes tradicionales o, por lo menos, en las telas con “sus” colores, texturas y diseños. En los pueblos turísticos han aparecido distintas estrategias de organización de la venta de artesanías. Por ejemplo, en San Juan Chamula se han establecido mercados y puestos en calles del centro de la cabecera municipal. En cambio, en el vecino pueblo de Zinacantán, las artesanías son expuestas en tiendas y puestos en algunas casas, a las que llegan los turistas a través de niños y niñas que de manera rotativa esperan a los transportes de turismo. En contraste, estos despliegues y estrategias no aparecen en otras cabeceras municipales más alejadas de la ruta de turismo. Bajo la apariencia de “artesanía” se esconde una gran cantidad de formas de presentación de estos objetos.

Por ejemplo, en la cabecera de Zinacantán (del municipio del mismo nombre, habitado por hablantes de tzotzil, a 30 minutos en auto de San Cristóbal de Las Casas) la venta de los textiles y otros objetos se realiza en espacios dentro de las casas, que además son parte de la escenografía/representación de la venta. Diversos elementos aparecen en este performance: el telar de cintura, el altar, la tortilla y otros alimentos, la mujer que teje en telar de cintura en el momento en que entran los turistas y la mujer que hace las tortillas a la vista del visitante.4 La exhibición incluye muchos objetos, algunos hechos a mano o con técnicas mecánicas de fuerza humana; otros en cambio son hechos a máquina eléctrica y en masa, etiquetados y traídos de lugares tan lejanos como Ecuador, Guatemala, China o India. Pero incluso lo que se hace localmente ha pasado por varias manos, por lo menos, del productor al vendedor. En una negociación que pude presenciar en una tienda, a dos mujeres que llegaron con costales de ropa bordada les ofrecían entre 150 y 200 pesos por cada prenda, que después eran vendidas a los turistas en precios de entre 600 a 1,000 pesos. Algunas casas/tiendas tienen ya acuerdos con las agencias de viajes y los guías de turistas, para que lleven los autos y camiones con los grupos de viajeros a sus lugares, a cambio de descuentos o pagos para el guía;5 otros se distribuyen a los visitantes por turnos para llevarlos a casa (con niños diciendo: “te llevo a mi casa”). En algunos casos es parte de los privilegios que tienen familias en las que el jefe ha tomado un cargo religioso, pues la venta de estas mercancías sirve para solventar los gastos que implica la celebración de las ceremonias bajo su responsabilidad. Lo destacable es que los objetos son ofrecidos al turista como “artesanías”, es decir, como objetos hechos por los propios vendedores o por productores locales, con técnicas propias y antiguas; el espacio y el performance apoyan el proceso de conversión de esos objetos (tanto los producidos localmente como los traídos de otros sitios) en etnomercancías (portadores de singularidad).

La misma pluralidad de objetos textiles es presentada con una gama mayor y con otras variantes en el mercado de artesanías y en las tiendas en la ciudad de San Cristóbal de Las Casas. Muchos diseños son producto de esa búsqueda de compradores en el mercado turístico, como manteles, caminos y centros de mesa, servilletas, blusas, chamarras, vestidos y pantalones. La presencia de “artesanías” producidas en masa, que se pueden encontrar igual en la plaza de Santo Domingo de esta ciudad (frente al templo y exconvento del mismo nombre) que en mercados de Pátzcuaro, Oaxaca, Mérida, México o Guatemala, es proporcionalmente mayor a la que tienen las prendas hechas a mano y traídas de los pueblos de los alrededores. Las primeras son abundantes y se producen para la venta a los turistas; las segundas, en cambio, son producidas como piezas únicas y una buena parte circulan en boutiques o tiendas de cooperativas de artesanos. Pero incluso, éstas son ya parte de los objetos que se hacen para el turismo, más que para el uso doméstico. Estas distinciones muestran la construcción de una jerarquía en el mercado del gusto y el consumo, una economía de la estética.

Algunos de esos textiles hechos a mano son abstraídos de esos mercados más generalizados y colocados en escaparates especiales. Su exhibición y a veces su hechura está orientada por la búsqueda de diseños, técnicas y formas tenidas como antiguas; en otros se desea más bien la elaboración de objetos nuevos basados en diseños antiguos. El resultado es el desarrollo de técnicas y habilidades especiales en productos más finos (y más caros). Este tipo de objetos se encuentra, por ejemplo, en una tienda de artesanías anexa al museo de Santo Domingo del Instituto Nacional de Antropología e Historia (en el antiguo Convento Dominico); allí se exhiben trabajos de habilidad artesanal especial, con un precio también especial. Los objetos aparecen rodeados de más información sobre su procedencia, su producción y su conexión con los productores. Igual sucede con otras tiendas de artesanías y pequeñas fábricas de textiles, de particulares o de organizaciones sociales y asociaciones civiles, que participan de la creación de diseños propios –que pueden llegar a masificarse dependiendo de la demanda–. Es el caso de “Arte Sandía”, una tienda que produce sus propios diseños inspirados en la artesanía local, pero que busca el gusto del turista, en especial, de las mujeres. La tienda fue fundada por una mujer que trabajó en una institución del gobierno estatal que promovía la venta de artesanías. Otra tienda del centro ofrece ropa que se hace en una fábrica textil instalada en la ciudad, detrás de un hotel, ambos fundados por un inmigrante español llegado a México durante la dictadura franquista. Otro ejemplo es el de Chamuchik, una asociación de productoras de textiles y accesorios de moda que está colocando productos en el mercado internacional con diseños propios inspirados en texturas y colores de los textiles de Chamula.6 Estos casos ejemplifican otro proceso de fetichización (paralelo al de la artesanía/producto a mano o local) que ocurre en el mercado de la moda (las piezas únicas o de diseño propio).7

Finalmente están las piezas que se separan de la circulación mercantil por un tiempo largo y se vuelven fetiches de otro tipo, en un proceso de mitificación en el sentido de Barthes (1999), es decir, el de la pura representación de una identidad. En la misma plaza del mercado de artesanías, en el museo de Santo Domingo del INAH, ya referido, se exhibe una colección de textiles de Guatemala, que fue reunida por coleccionistas privados y adquirida por la Fundación Banamex (ahora cofinanciadora de la exhibición y del museo del INAH); también se presenta otra colección reunida por un antropólogo que llegó a Chiapas como parte del proyecto de investigación antropológica de la Universidad de Harvard (Harvard Chiapas Project)8 y se encargó durante mucho tiempo de reunir trajes tradicionales de distintos pueblos de Chiapas. El resultado es una amplia exhibición de textiles que muestra la particularidad cultural e identitaria de los pueblos mayas (otra forma de fetichización en este mercado jerarquizado de la estética/identidad).

Una mirada estereográfica de la presentación y el tráfico de estos objetos nos muestra entonces diversas fuerzas (turismo, moda, política cultural, museografía) que se activan en la producción social de la apariencia de las cosas, y que implican la presencia de diversas jerarquías del gusto (Bourdieu 2002) o diversos regímenes de valor (Myers 2001) actuando simultáneamente, a veces moviendo las cosas y en otras paralizándolas. No obstante esa visión se pierde al hablar de artesanías en general como puros contenedores simbólicos/estéticos de cultura/identidad.


El canon del textil como vehículo de cultura e identidad


Varios estudios han sugerido que los textiles en Chiapas son verdaderos contenedores simbólicos de algo que se identifica con el binomio cultura/identidad, ya sea por las tecnologías utilizadas en su producción, por la forma de las prendas o por los diseños que llevan. Algunos análisis antropológicos de estas mercancías participan así de uno de los procesos de fetichización de estos objetos. Un libro reciente, de Patricia Greenfield,9 muestra muy bien lo ocurrido con los textiles en algunos pueblos de Zinacantán. El libro ilustra con fotografías los cambios en materiales, diseños, colores, texturas y formas en distintas épocas; muestra diversos aspectos de la producción y la enseñanza de los procesos de producción, los usos de los trajes y los cambios en los diseños hasta el presente. Aparecen allí los colores brillantes y variados por la presencia paulatina de los hilos de nylon y de otras fibras sintéticas; los materiales originales, el algodón, la lana, la seda y los colorantes locales, han sido mezclados en proporciones cada vez más pequeñas con los nuevos hilos, materiales, colores y brillos (Greenfield 2004). Eso, podemos inducir, ha creado un vínculo cada vez más fuerte con los vendedores de hilos y telas de otras partes, o de artesanías transnacionales, como los comerciantes de la ciudad de San Cristóbal. Sin embargo, el argumento del libro se enfoca en la continuidad de diseños y en el mantenimiento de la identidad; resume los cambios como un proceso de innovación dentro de la tradición.

El canon del textil como vehículo de cultura/identidad tiene una amplia presencia también en la museografía sobre los mayas. Por ejemplo, la sala de América Central del Museo Peabody de la Universidad de Harvard,10 en Cambridge, Massachusetts, tiene como una parte importante de la exposición un conjunto de textiles de algunos pueblos mayas de Guatemala y Chiapas. Lo que se dice al público sobre estos objetos (exhibidos entre piedras talladas, copias de murales, descripciones de la jerarquía social y de los mitos de los mayas, explicaciones del calendario, la escritura y la numeración mayas, e incluso tortillas y mazorcas de maíz) es que son expresión de la identidad de los pueblos que los produjeron, por sus particularidades técnicas, sus colores, materiales, diseños y usos.11 La exposición reafirma argumentos de una larga trayectoria en la antropología sobre los mayas: los pueblos mantienen una identidad y la expresan a través de prendas particularmente elaboradas, según la ocasión, el género, el rango y el uso. La enseñanza de su producción (en manos de las mujeres, principalmente) es parte, dicen, de la forma en que se transmite la identidad. Esta misma idea se puede encontrar en otras exposiciones en México.

Un buen ejemplo está en el guión de la exposición de textiles mayas en el museo de Santo Domingo de la ciudad de San Cristóbal, en los años ochenta. El texto y las fotos que le acompañan presentan los textiles contemporáneos como verdaderos depósitos vivos de símbolos mayas (en especial en los rombos, ranas, líneas onduladas, figuras antropomorfas y de animales) que cuentan historias antiguas, pues, están presentes en estelas y murales de los mayas del clásico prehispánico y también en los huipiles femeninos y en los trajes ceremoniales y los de los santos de hoy (Morris 1984).12 En 2013, el canon se repite con la exposición permanente de textiles indígenas de Chiapas y Guatemala, ya referida antes, que ocupa la mitad del piso superior del edificio. Una de las colecciones (Pellizzi) es la misma que se expuso en los ochenta. El guión del museo se enfoca nuevamente en la tradición y la identidad.13

El canon está también presente en al menos dos restaurantes y un museo privado del centro de la ciudad, a pocas cuadras de la plaza de Santo Domingo. En ellos hay exposiciones de trajes tradicionales con breves explicaciones de los pueblos a los que corresponden y si se trata de trajes de uso cotidiano o ceremonial. Son colecciones privadas puestas en exhibición en los lugares por donde circulan los turistas. Lo mismo se puede decir del Museo Nacional de Antropología, en la ciudad de México, o el nuevo Museo del Mundo Maya, en Mérida, Yucatán. En el primer caso la exhibición de textiles se enlaza con varios otros objetos y maniquíes que ilustran la vida cotidiana de un pueblo, para dar la impresión de grupos culturales específicos; en el segundo caso se presenta además el argumento de la posible continuidad entre diseños contemporáneos de los textiles de los llamados Mayas y símbolos antiguos impresos en otros materiales. Hay sin embargo una importante diferencia en la exhibición de textiles en el museo de Santo Domingo en San Cristóbal de Las Casas: ésta muestra directamente los cambios en los textiles, poniendo a disposición del visitante gran cantidad de trajes de un mismo pueblo en distintas épocas. El observador entonces podría ver con claridad la transformación que se ha producido en los últimos cincuenta años o más, tanto en los colores y brillos como en el diseño y la forma, cambios que conllevan una conexión más estrecha con las fibras y los colores sintéticos, y con el mercado de los mismos. La exhibición podría ser leída como una historia del cambio textil, producto de la expansión del mercado de los productos químicos para el vestido, conectada con la expansión del mercado capitalista. Igualmente, el libro de Greenfield registra cambios importantes en diseños, materiales y colores. No obstante, el énfasis está en la continuidad. En sus despliegues en el mercado, en los museos y en los libros, el textil se presenta como un objeto que ratifica la idea de la singularidad de los pueblos a los que se supone representa; es un objeto-símbolo y un vehículo de identidad. ¿Se puede decir algo más de los textiles que no sea este etnoargumento? La apuesta es que es posible ver otros aspectos de este objeto, con una mirada estereográfica.


Formas del textil en la antropología


Hay muchos estudios sobre la forma que adquieren las cosas en el mercado. Por ejemplo, están los análisis de las cosas que se valoran por su autenticidad y su antigüedad, como los tapetes persas (Spooner 1991); o por que simbolizan lo natural, como las piedras de la zona minera de Guanajuato (Ferry 2005); o la apreciación de algunos objetos por sus cualidades estéticas excepcionales o singulares, según criterios establecidos por ciertos grupos de expertos, como en el caso del arte o de los objetos considerados patrimonio de cierto grupo (Kopytoff 1991). Se podría incluir aquellos que, como dicen Spooner y Kopytoff, adquieren un valor tan singular que se vuelven incambiables o invaluables en términos mercantiles, y son más bien retirados de la circulación y colocados en museos o en resguardos especiales (la nación en símbolos, por ejemplo, como en el estudio de Anderson-1993, sobre los museos, los censos y los mapas). En todos los casos, los objetos son analizados por las relaciones sociales en los mercados (jerarquías de poder de la estética) en los que están inmersos. Sería importante resaltar algunas diferencias en la argumentación de estos estudios, para entender la relevancia del análisis desde la perspectiva del fetichismo de la mercancía.

Una primera perspectiva por resaltar es aquella que aunque sigue hablando de la ropa como marcador de identidad, particularmente étnica y nacional, advierte que esta atribución surgió como parte de la modernidad, en la historia misma de la formación de las naciones y de la producción en masa, entre los siglos XVIII y XX (Spooner 1991, Chapman 1995, Eicher 1995,14 Schneider 1987). Spooner, por ejemplo, muestra cómo una parte de las interpretaciones sobre los tapetes turcomanos que se comercian en el mercado occidental enfatizan una conexión entre los diseños de los tejidos y la idea de jardín/paraíso. No obstante, señala que sería muy difícil sostener esta simplificación en tanto el diseño no fue estudiado, sino hasta su consolidación como parte del interés en los tapetes persas en el mercado; además porque las técnicas de producción han cambiado entre los antiguos tapetes de los pueblos nómadas y los consumidos por las elites urbanas; igualmente, mientras los tapetes para cubrir el suelo, comercializados fuera de Asia a finales del siglo XVIII, eran producidos con diseños cambiantes, su posterior producción repetitiva en fábricas y su consumo extendido para adornar paredes fue lo que dio origen a la discusión de la autenticidad, cuando se jerarquizó el consumo entre los expertos que compraban los antiguos tapetes otomanos y los no expertos que compran los menos auténticos. En general, la preocupación por la autenticidad surge con la sociedad industrial de producción en masa; no es inherente a las cosas sino a nuestro interés en ellas. Es el consumo postindustrial el que busca la autenticidad y crea los criterios de la misma, haciendo al productor proyectar su autenticidad repitiendo. También es el caso del kilt escocés15 o el coiffe bretón,16 por ejemplo, estudiados por Chapman, que fueron creados como representación de una región o un pueblo (Celta)17 en la era misma de la expansión de la industria textil y de las naciones, pero que son presentados como diseños y artes centenarios en la propaganda para el turismo. De algún modo es la modernidad, dicen los autores referidos, la que congela esos objetos en una de sus fases de creación para volverlos símbolos de un país que no existía, pero que necesita representarse ahora con un pasado inmemorial. Chapman incluso propone un uso distinto de la idea de tradicional: la ropa que se usa para posar en la propaganda para el turismo, y no a la que usa le gente cotidianamente (Chapman 1995).18

Otra posible entrada es la que se enfoca en la estética de los objetos. Berló analiza la estética de los textiles en el área maya con una idea más cercana a la de vehículo de una cultura/identidad, en especial de las mujeres. Habla de estilos, técnicas y materiales presentes desde la Colonia y la incorporación reciente de acrílicos, satinados, aterciopelados y colores entre las tejedoras jóvenes; también de la importancia que ha tenido la representación de autenticidad para el turismo y la creación de cooperativas en Chiapas, con ayuda de asesores externos, para la recuperación contemporánea de estilos antiguos. La autenticidad maya, nos dice, es una ideología de venta. Sin embargo, concluye que hay un proceso comunicativo en los textiles que hay que seguir y entender. Los textiles, dice, se producen en un contexto en que los hombres hablan para comunicar y las mujeres hacen ropa para lo mismo. La comunicación se da por diversos patrones paralelos, entre lo verbal y lo visual, como metáforas de cultivar, escribir y tejer. Los tejidos, sugiere, no son bricolajes, sino collages; más que sobreposiciones, son creaciones a partir de una apropiación cultural particular. Sugiere así estudiar la acumulación de técnicas, la improvisación, la diacronicidad y la visión artística individual, los efectos ópticos en formas y colores, la parsimonia en la repetición y la extravagancia en los materiales, colores y brillos, para entender la continuidad de la estética maya en el cambio (Berló 1992). De alguna manera su análisis queda atrapado en una versión nativista de la estética del objeto, aunque abre la puerta a una historia estética y comunicativa alojada en el diseño (y no la pura declaración de “identidad”).

Un enfoque distinto en estética lo ofrecen Schneider y Cant. Después de un balance de diversos estudios de textiles, Schneider analiza la ropa como vehículo de cultura/identidad en contextos de intertextualidad y comunicación en la interacción. La ropa tiene un papel social, es parte del lenguaje social en la interacción, tanto en la vida cotidiana como en momentos especiales, como el matrimonio o la muerte. Al analizar el cambio, por la incorporación de diseños, técnicas y materiales, propone poner atención en los procesos de imitación o copia, la influencia de ciertos géneros o motivos presentes en otras artes (como la música o la poesía), o la formación de gustos estéticos particulares por el impulso a la belleza, un aspecto central de la producción de estos objetos. Sin embargo, la comunicación a través de estos objetos no es simple ni transparente. Fue la aparición de la producción maquinizada, el turismo y el mercado de la moda lo que ha hecho, circunstancialmente, que se establezca el aprecio por lo hecho a mano y por la regularidad en ciertos diseños, como características de lo tradicional (coincidiendo Schneider con Eicher). También coincide con la tesis de Chapman: la ropa como tradición, como indicador de región y etnicidad, parece más bien algo nuevo, que se desarrolló frente a la proliferación de diseños y tecnologías de producción maquinizada y la manipulación política de identidades. La estética o el gusto son fundamentales, entonces, pero no por la historia de una singularidad cultural sino por las conexiones con el mercado del consumo estético; no obstante, no va más allá en el análisis de este consumo. Un trabajo más reciente sobre los alebrijes en un pueblo de Oaxaca, introduce al análisis la presencia de un campo estético y su jerarquía (en el sentido de Bourdieu) que influye no sólo en el valor económico de las cosas, sino también en las formas de la producción de las mismas en el sentido técnico y artístico. En este caso, no se trata solamente de un objeto que no era producido en el pasado y que se ofrece como símbolo estético de una comunidad, sino también de la creación de objetos con un atractivo especial en el creciente mercado del turismo, de la artesanía y del arte étnico. Este mercado impone marcos a la creación estética, en los que se mueven productores, comerciantes y compradores de estos objetos (Cant 2012);19 es el mercado entonces, con sus jerarquías y sus formas estéticas del consumo, el que juega un papel fundamental en la producción de la artesanía.

Frente a estas tres alternativas en el análisis de la artesanía (como vehículo de comunicación de cultura/identidad; como elemento de la producción de la tradición en la modernidad; y como producto de la emergencia de un campo del gusto estético), mi propuesta es analizar estos objetos como etnomercancías, resultado de un múltiple proceso de fetichización. En el libro Etnicidad S. A. (2011), Jean y John Comaroff hablan de etnomercancía para referirse a los elementos de una cultura o una identidad que son transformados en mercancías, o a la transformación de la etnia en una empresa. Aunque su análisis abarca diversas formas de fetichización de los objetos, por la vía del turismo, de la legislación, del museo y de la antropología misma, no alcanzan, sin embargo, a dar cuenta de un proceso de fetichización: el que convierte objetos y personas en representación de cultura, de identidad y de etnicidad. Mi uso de etnomercancía entonces es más amplio, pues abarca toda una serie de objetos/cuerpos que entran en diversos mercados o regímenes de valor, incluido el mercado de la cultura y la identidad (y el de la etnonarrativa antropológica, que transforma objetos en “cultura” e “identidad”).

Se propone entonces que los procesos de fetichización se producen por la participación de los objetos/cuerpos en distintos mercados, que implican jerarquías y valorizaciones estéticas, ideológicas y políticas particulares; en ellos, las cosas se transforman no son sólo ni necesariamente en mercancías en el sentido convencional, sino en medios de intercambio y comunicación en el mercado del turismo, de la moda y de las identidades (del imaginario nacional y étnico). Es decir, en primer lugar, los procesos de sobrefetichización (como la fetichización que transforma los objetos en valor ­–lo que sólo ocurre cuando los objetos se encuentran el uno al otro en el intercambio, como señala Marx-1977–) son sin duda procesos sociales y no parte del contenido de las mercancías en sí (aunque los materiales/objetos mismos influyen en la formación del fetiche). Es decir, la producción de etnomercancías no es sólo resultado del proceso que Marx describe para las mercancías en general, el que convierte a los objetos en valores de cambio y valor (medido en la magnitud de tiempo de trabajo socialmente necesario para producirlos): hay otros procesos substitutos, paralelos y a veces agregados, que implican una sobrefetichización de la mercancía, o una fetichización de otro tipo o de otro estrato:20 una transformación del objeto-valor en valores adheridos. Tenemos así objetos entendidos como mercancías y/o vehículos simbólicos de identidades imaginadas y/o de estilos artísticos singulares, por la acción de las dimensiones estéticas y del gusto de los mercados en los que se exhiben y circulan, o que los llevan a su congelación. En segundo lugar, esta sobrefetichización se expresa, sobre todo, al momento de la realización de estos objetos en los mercados, que dan a aquellas mercancías una apariencia que los une inevitablemente a la idea de etnicidad. En tercer lugar, y al mismo tiempo, estos procesos ocultan parte del proceso social mismo, al poner un velo sobre los procesos de explotación del trabajo que esconden y también sobre las jerarquías del gusto y el consumo que mantienen divisiones sociales de alcance global (como la que divide a los que están “dentro” y “fuera” del mercado del turismo capitalista).21 Finalmente, esta sobrefetichización no ocurre solamente en el análisis antropológico: se produce con una colaboración social múltiple, incluso entre aquellos que pensamos, aún, que pueden estar fuera de la influencia de los mercados y las valorizaciones referidas.22 Tocamos esto en la parte final del artículo.


¿Fetichización fallida o transparente?


¿Cómo se fetichizan los objetos? Durante la celebración de una peregrinación en el sur de Chiapas, cerca de la frontera con Guatemala y al sur de San Cristóbal, conocí a un hombre que participaba en todas las peregrinaciones que se organizaban en la región como parte del grupo de músicos de una pequeña localidad. En un momento de la noche, en ese caminar de varios días, se hizo una reunión a la que fueron convocados los músicos a tocar, pero como había algunas personas con cámaras, los músicos decidieron ponerse sus trajes. Era un momento especial porque las fotos que se tomaran iban a ser después solicitadas por los músicos como prueba de que ellos habían realmente comprado los trajes “tojolabales”, y no habían usado en otra cosa el presupuesto que el Instituto Nacional Indigenista les había dado de un programa gubernamental de promoción de la cultura. Lo significativo fue que el músico más joven no sabía cómo usar el traje tradicional, pues nunca lo había usado. Un hombre mayor tuvo que ayudar a este músico a amarrar el calzón de manta. Muchos lo sabían sólo porque lo aprendieron de los padres, pero no lo usan cotidianamente. Así surgieron las historias de este traje sencillo, de camisa y calzón de manta, que fue modificado en su diseño de mediados del siglo XX para agregar bordados de colores brillantes, por la intervención de programas públicos y de proyectos de la Iglesia católica (impulsores también de programas de mejora en la alimentación, el vestido y la salud en esos pueblos). Es el mismo traje modificado que, con variantes correspondientes a los pueblos de la región, es exhibido en un museo comunitario creado en una antigua casa de un pueblo llamado Napité, en el municipio de Las Margaritas.

El lugar era antes la casa del patrón de la hacienda o finca, que quedó reducida cuando se dio el reparto agrario en el siglo XX y que finalmente fue tomada por los campesinos después del levantamiento del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional en 1994. Gracias a un programa de gobierno y a la iniciativa de una maestra originaria de Napité, parte de la casa fue arreglada con dinero público y asesoría de instituciones culturales para crear un “museo comunitario”. Los objetos que se exhiben fueron en parte solicitados a la propia comunidad, pidiendo que buscaran entre las cosas viejas y en desuso aquellas que pudieran ser puestas en la exposición;23 el argumento (etnoargumento) de la exhibición fue elaborado por antropólogos de la Universidad Nacional Autónoma de México. No obstante, nadie visita el lugar. En un recorrido reciente, en 2012, el museo estaba cerrado y fue hasta que una comisión de autoridades decidió ir a abrirlo que pude acceder a él con otros visitantes que iban conmigo. Los daños por la humedad y el abandono eran visibles, y la luz no podía encenderse por miedo a que se prendiera también una alarma contra robos que fue puesta allí por especialistas del INAH, pero que nadie sabía cómo manejar. Dentro estaban expuestas muestras del sencillo traje tradicional tojolabal. Este desarrollo elemental o limitado del textil como etnomercancía quizá es efecto de que estos pueblos quedan fuera de las rutas turísticas (aunque no del mercado de la identidad), a diferencia de otros que están en los circuitos de agencias de viajes; aquí son más bien universidades, agencias gubernamentales y la Iglesia católica las que han influido en la creación del traje tradicional (otra vía de sobrefetichización). Se puede además observar que en el caso del textil, a pesar del uso que sí le dan algunas personas, en especial, las mujeres, o los hombres en ocasiones muy especiales, hay una distancia entre productores y supuestos usuarios de estas prendas y el objeto como vehículo de identidad. Es significativo que sea en ocasiones de interacción con instituciones gubernamentales o de la Iglesia, o con los antropólogos, cuando el traje se vuelve importante para la población involucrada.

Me gustaría ofrecer otro ejemplo de esa apariencia de unión que hay entre la artesanía y el grupo de donde se supone provienen, en un lugar donde el efecto del turismo y de las políticas de su promoción son más claras. En varios viajes a la selva lacandona, que se ha convertido en un escenario de múltiples proyectos de ecoturismo (entre otros de etnoturismo, conservación de la biodiversidad, educación ecológica, desarrollo sustentable, y otras mitologías contemporáneas) tuve la oportunidad de conocer a algunos vendedores de artesanías que se han ido especializando paulatinamente en la producción de ciertos objetos: los accesorios. En una ocasión, una mujer negociaba con los turistas la venta de pulseras y collares hechos de semillas silvestres, pidiendo cierta cantidad por cada pieza mientras argumentaba que la recolección de las semillas y, sobre todo, el trabajo de perforación de las mismas llevaban mucho tiempo y esfuerzo. Mientras hablaba, ella hacía un gesto con su cuerpo, tomando un palo delgado y moviéndolo con las manos al tiempo que lo equilibraba entre los dedos de su pie, para hacer las veces de un instrumento de perforación (una broca). Tiempo después, un estudiante que hacía trabajo de campo más detallado en la región me advirtió que todo ello era un montaje para los turistas. No sólo usan taladros eléctricos; además, algunos vendedores no producen lo que venden: hay ya también un mercado interno de artesanías, un paso de los objetos por varias manos antes de su realización en el mercado del turismo. Estas mismas historias aparecen en muchos otros casos, como en las casas de Zinacantán o en el mercado de San Cristóbal, donde la apariencia de los objetos como de uso cotidiano, de autenticidad y de elaboración manual se representa de muchas formas (a pesar de que se vuelve difícil sostenerlo en muchos de los casos si se explora un poco en la historia de los objetos que se exhiben y venden).

Se podría pensar, con todo esto, que este artificio que se llama artesanía, y que sugiero llamar etnomercancía (para poder referir a sus múltiples procesos de fetichización) es sólo un efecto de diversos procesos de mercantilización, del contacto entre los productores como un grupo cultural aparte y los turistas que se mueven de sus mundos cotidianos para conocer otros mundos, exóticos, extraños. En ese proceso, efectivamente, es donde aparecen muchas imágenes y significados de los objetos y donde se les otorgan nuevos sentidos y una nueva valoración comercial (el argumento de García Canclini 2002; o de Comaroff 2011). Es el momento de la negociación, del regateo, que ya se ha analizado en otros trabajos (Lomnitz 1992, Little 2004). Lo interesante es que quizá se produce de manera transparente para los que ofrecen las etnomercancías, que se vuelven así magos, creadores de ficciones, y que logran hacer creer a los compradores lo que ellos ofrecen como apariencia agregada al objeto.24

Pero no sólo queda allí este proceso de fetichización. Se podría llegar a pensar que esa múltiple fetichización se anula en cuanto dejamos esos contactos y volvemos al mundo de la circulación inmediata de las cosas, al contacto local de los productores y consumidores de las mismas. Sin embargo, no ocurre eso; por el contrario, parece que el proceso de fetichización se extiende y se bifurca alcanzando también a los que creemos que son los productores de esos objetos. Ellos son colaboradores conscientes en ese proceso de fetichización (que incluso lo manipulan); y lo más interesante es que además están inmediatamente insertos en éste y terminan también atrapados por su magia estética de diversas maneras, como lo sugieren Schneider y Cant.25 Es una estética producida en una historia de los sentidos que ha acompañado a la historia más amplia del capitalismo, esa donde los colores vivos y brillantes, que causan atracción y repulsión al mismo tiempo, se vincula más con el mundo de los niños, los pueblos primitivos, las mujeres del sur de Europa, de la guerra y de la naturaleza tectónica, en contraste con la civilización austera del blanco y negro (Benjamin 1989, Taussig 2006).


El color, el brillo y la magia de la etnomercancía


En una fiesta en el pueblo de Aldama Magdalenas conocí a un hombre del pueblo vecino, San Juan Chamula, que me pidió que le tomara fotos a él y sus acompañantes y, en especial, al producto de su trabajo: los trajes de los santos. Se trata de un sastre costurero que aprendió corte y confección en uno de los varios talleres que se imparten en organizaciones e instituciones civiles y gubernamentales, en este caso, en un Centro de Desarrollo Comunitario ubicado en la ciudad de San Cristóbal. Con ese conocimiento y un poco de inversión compró máquinas y montó un taller, y ahora trabajan con él sus dos hijos. La ocasión que nos encontramos por primera vez, él encabezaba un grupo que hacía un regalo a los santos y cargueros del pueblo de Magdalenas: la ropa de la imagen mayor de María Magdalena, las cortinas que adornan el fondo del camarín donde se exhibe la Virgen y la “toalla” (o taparrabo) que cubre a Cristo en la Cruz.26 Mientras los jóvenes montaban las cortinas y arreglaban el camarín, él me mostraba su trabajo y presumía de la finura de los terminados y de lo difícil que es bordar el terciopelo de la imagen de Cristo. Hablaba de la cantidad y calidad de la tela que usaron para las cortinas, y el costo (financiado por varias familias como “regalo” a Magdalenas). Al final me pidió que le llevara las fotos a su casa cuando las imprimiera.

Cuando lo visité con las fotos me mostró su taller, en una loma, que seguramente antes tenía una bonita vista a la plaza de Chamula, pero que ahora está bloqueada por varios techos de lámina y construcciones de block de dos o más pisos. Me mostró sus diseños y me explicó cómo había cambiado el gusto de la gente. Uno de sus mayores orgullos era el calzón de las autoridades, que él aprendió a hacer sin ayuda. Ese calzón era antes mandado a hacer en la ciudad de San Cristóbal, con costureras que no son del pueblo ni son indígenas, según me explicaba el sastre Chamula. Las autoridades tenían que comprarlo en la ciudad. Ahora en cambio ya lo compran con él. Pero también, me explicaba, ha habido cambios de los que estaba muy orgulloso: ahora ya no les gusta la manta simple que antes se usaba para hacer el calzón de autoridad, sino que piden que sea de tela brillosa, satinada; además el tono es más profundamente blanco. Mientras me mostraba uno de los calzones ya listo, envuelto en bolsa de plástico transparente y colgado de un gancho metálico, uno de sus hijos se acercó con un trozo de tela blanca satinada, con un sutil realce en blanco de flores y follaje, y me dijo: “¡pero ahora ya no quieren sólo la tela brillosa, ya quieren vestir como dioses!”. Cuando le pregunté a qué se refería, me explicó que ese tipo de tela, con ese brillo y relieve es desde hace tiempo el que se usa para hacer los trajes de los santos, las capas y las cortinas de los camarines y otros textiles rituales. Es lo que prefieren la gente y los santos: el nylon en lugar del algodón, los colores satinados y no los crudos.

La gran transformación que están sufriendo las prendas de vestir en Chamula es mucho más visible en el pueblo vecino de Zinacantán. Los procesos están consignados no sólo en las exposiciones de textiles ya referidas, sino en el uso cotidiano también. Vestir como indígena no ha significado, en este caso, una falta de deseo por lo novedoso, por el contrario, hay muchos cambios, aquello que Greenfield llama la “creatividad” o “innovación” (dentro de la tradición). Podríamos quizá ir más allá de la magia de estas coloridas y brillantes mercancías y empezar a hacer preguntas sobre su producción y circulación como mercancías ya desde el mismo mundo indígena donde se hacen o se compran de primera o segunda mano, y como etnomercancías en el contacto con otros compradores y consumidores, como turistas y coleccionistas. Pero además podríamos ir más allá en esta investigación, buscando la manera en que éstas etnomercancías se reflejan también en el consumo y el gusto locales, insertándose en mercados (regímenes de valor) de la moda, el estilo, el diseño, como en el caso de las vendedoras ambulantes que usan el traje Chamula combinado con zapatillas y maquillaje, o con faldas más cortas que los originales faldones de lana. La preferencia por los bordados coloridos y por las superficies brillosas parece que acompaña ya hace tiempo a los textiles en muchas partes del mundo que llamamos indígena (y que llegamos a veces a mirar y pensar como un mundo aparte, ajeno a las mercancías y a la fetichización del mercado político, turístico y cultural –un efecto óptico de esa fetichización–). De alguna manera esto parece más fuerte en los pueblos que tienen un contacto cotidiano con los consumidores de etnomercancías, ya sea en su forma de objetos o de servicios-performance; en cambio, puede parecer más limitado en lugares donde el turismo y la búsqueda de lo colorido parecen distantes o casi inexistentes, como en la zona tojolabal referida antes. Sin embargo, no es así, si se piensa en otros objetos/mercancías, como las herramientas de metal o los objetos de plástico, por no hablar del dinero. Las diferencias surgen por las variadas combinaciones de distintos mercados o regímenes de valor.


Conclusiones


La artesanía puede ser vista como etnomercancía, es decir, como un objeto con valor de uso que en el momento de entrar en distintos circuitos de exhibición, venta y consumo revela un valor socialmente creado y además adquiere otras apariencias que lo transforman en un fetiche múltiple. Esta sobrefetichización que le da apariencia étnica es lo que le permite entrar de un modo especial en la negociación de compra venta o intercambio en mercados como el del turismo o la política cultural; pero también, en ciertas condiciones, puede pasar a formar parte de colecciones que se abstraen de la circulación y los convierten en seres congelados, en símbolos fijos de un argumento cultural, histórico e identitario, o una memoria de viaje (según los consumidores que lo adquieren y lo usan). Para poder ver esos procesos es necesario partir de esas apariencias fetichizadas y preguntar por los procesos sociales que producen esa fetichización.

Una perspectiva nos llevaría al proceso mismo de producción de los objetos como mercancías, que nos conectaría con las formas de trabajo a domicilio, talleres o fábricas, de pago a destajo o asalariado (como las que describe Marx como variantes en el desarrollo del modo de producción capitalista muy ligadas a la producción de textiles). Siguiendo esta vía veríamos que existe una amplia red de mercantilización de los objetos antes de que lleguen incluso a entrar en contacto con el turismo, el guía de turistas, el antropólogo, el museógrafo, el sacerdote o el funcionario de la institución cultural gubernamental. Algunos de ellos incluso son ya producidos como mercancías, es decir, pensados y elaborados para ser llevados a un comprador y para ser cambiados por dinero. También podría llevar a hacer biografías de las cosas (como sugiere Kopytoff (1986); o al examen de las formas en que los objetos se mueven entre distintos ámbitos donde operan diferentes jerarquías del gusto o regímenes de valor (en el sentido de Myers 2001).

Pero otra vía (la que se recorrió aquí) es poner atención en los procesos de sobrefetichización que han transformado al objeto en etnomercancía, y que son analizados aquí en algunas de sus diversas variantes: por la intervención del turismo y sus ilusiones étnicas del color y el brillo, por la intervención de agencias gubernamentales, religiosas o incluso de organizaciones civiles, o por instituciones de promoción del patrimonio y la cultura, y por las mismas empresas privadas ligadas al turismo. Adicionalmente, sería importante considerar también el papel activo que juegan las mismas poblaciones que actúan (en un sentido teatral) como vendedores de esos productos, y los cambios en la vida cotidiana que están surgiendo tanto en los vínculos que tienen estas personas con esos mismos objetos y sus usos, en la forma en que manejan estratégicamente este contacto con los mercados de las etnomercancías y, sobre todo, en las modificaciones del gusto y la estética que resultan y se expresan en la moda, el brillo, la textura y el color.

Este análisis, finalmente, implica una crítica de las apariencias, de las ilusiones y la magia de los objetos tal como se nos presentan en este mundo de mercancías, en este caso de etnomercancías. Pero esta crítica no requiere de un movimiento físico del antropólogo a los supuestos márgenes del capitalismo, donde el fetichismo de la mercancía debería aparecer desnaturalizado, como sugiere Taussig (1993). El ejercicio de crítica epistemológica es de la vista, del enfoque en la mirada, y no del margen cultural supuesto (que incluso se vuelve barrera a la mirada) ni del instrumento de registro visual. Es como pararse en cualquier ciudad donde exista un mercado de estos objetos y observar con atención de etnógrafo hasta que podamos ver los procesos sociales que se esconden detrás de las imágenes espontáneas que se reproducen en la fotografía de lo exótico para el consumo del turista (la idea de cultura-identidad-grupo), aquellas a las que estamos acostumbrados por haber nacido ya en este mundo mercantilizado y organizado según una jerarquía del consumo estético. Allí veremos, con una mirada estereográfica, las siluetas de los procesos de fetichización de la mercancía y la múltiple fetichización de la etnomercancía, que acompañan una larga historia de formación del mercado capitalista y de la historia social de los sentidos; y reconoceremos esos procesos incluso en ese mundo indígena al que solemos pensar, todavía, como fuera de la historia.


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1 Sobre el etnoargumento véase Escalona 2013.

2 La información fue tomada en diversos pueblos y ciudades de Chiapas, en los últimos 10 años. Muchos elementos se basan en la observación de la venta y uso de artesanías; otros provienen de conversaciones con vendedores o productores de ellas, tanto para el consumo propio como para la comercialización. Lo importante de esta exploración fue, como se aclara al final, el enfoque no en la producción del objeto ni en su tráfico, sino en su apariencia.

3 Se trata de uno de los múltiples efectos que tiene la inserción de ciertos lugares en los circuitos del turismo transnacional, que forman así parte de los borderzone o zonas de frontera, donde se producen encuentros efímeros entre, por ejemplo, vendedores de artesanías y viajeros, como en el mercado de artesanías de la Compañía de Jesús en la ciudad de Guatemala, analizado por Little (2004).

4 Esto está descrito en casos como el de una familia en San Antonio Aguas Calientes, Guatemala, que formó una cooperativa de tejedoras y lleva a los turistas a la casa, para mostrarles la vida cotidiana. En los espacios de visita se retiran aquellas cosas que parecen fuera de lugar, como aparatos eléctricos o enseres domésticos de fábrica; en cambio se desarrolla una representación o performance: los turistas ven a las mujeres haciendo cortes en telar de cintura o cocinando tortillas en comal (Little 2004, 2010-2018).

5 Acuerdos semejantes suceden entre organizaciones y familias de artesanos con agencias de viajes, escuelas de español e instituciones promotoras del turismo en Guatemala (Little 2004).

6 Se puede encontrar información de esta organización en su página web y los vínculos que allí se muestran en YouTube, Facebook y Twitter. Disponible en http://www.chamuchic.com/ (Fecha de consulta: 17 de marzo de 2014).

7 García Canclini habla de fetichización cuando las artesanías son insertadas en museos, tiendas y boutiques (2002, 173). Sin embargo sigue describiendo a estos objetos/artesanías como provenientes de espacios donde están “las fuerzas productivas y culturales que no sirven directamente a su desarrollo [del capitalismo]” (2002, 125). Por el contrario, en este artículo se muestra que la fetichización ocurre desde dentro de los mercados y con la colaboración de las personas que producen y comercializan estos objetos como artesanías (es decir, como si personas y objetos provinieran de una forma social distinta –aunque subordinada– al capitalismo).

8 Me refiero a Francesco Pellizzi, quien haciendo investigación etnológica promovió la organización de cooperativas de textiles y coleccionó diversas muestras de trajes de los pueblos indígenas; de allí el nombre de Colección Pellizzi.

9 Patricia Greenfield llegó a Chiapas también como parte de este proyecto de la Universidad de Harvard en Chiapas. El director del proyecto, Evon Z. Vogt, profesor de Harvard, fue quien escribió el prólogo del libro referido (Greenfield 2007).

10 Es el primer museo de antropología y etnología de América del norte y uno de los más antiguos del mundo, que concentra diversos objetos procedentes de las múltiples exploraciones de investigadores de la Universidad de Harvard, y de otras, en el área Maya, entre el siglo XIX y el presente. Dice tener la más grande colección de objetos de Mesoamérica fuera de México. Véase https://www.peabody.harvard.edu/about/history (Fecha de consulta: 24 de marzo de 2014). Véase también Watson, 2001.

11 A inicios de 2014, la exposición de América Central alojaba una exhibición de textiles mayas. Uno de los carteles que explica los textiles se titula Weaving Identity. The Highland Maya (Tejiendo identidad. Las tierras altas mayas). Los carteles explican que los textiles tienen un origen mixto, como se puede ver en las prendas, en especial, de los hombres; sin embargo, son básicamente de origen maya como lo muestra la continuidad en ciertos diseños, en particular, en el vestido de las mujeres y de los santos. Así, tejer y bordar son actividades que permiten la perpetuación de la identidad, de los roles familiares y, en especial, del género. La muestra se centra en textiles de un pueblo de Los Altos de Chiapas y uno en las montañas de Guatemala.

12 Es el guión de la colección Pellizzi que se presentó en el Museo del INAH de San Cristóbal en 1984. Allí se habla de cambios en los textiles a lo largo del tiempo, adquiriendo diseños, materiales y técnicas muy diversas, tanto de población azteca como de la española llegada en el XVI. Incluso habla de la elaboración de prendas a imitación de los diseños europeos de la Colonia, o la enseñanza del bordado por parte de monjas, hasta el presente. No obstante, remarca “el renacimiento de los trajes y los símbolos reminiscentes del maya clásico en el siglo XX” (3), en especial, después de la revolución mexicana. “Para los mayas de hoy, el vestir es la memoria ancestral de sus pueblos. Al cubrirse de signos y símbolos, propician la preservación de sus costumbres, su conciencia del mundo, su filosofía de identidad y convivencia con la naturaleza. Esta voluntad de permanencia se expresó ya en la esperanza ataviada de la piedra, que fue labrada para conservar la memoria del material más frágil: el textil” (55). Es interesante notar que el propio autor del libro y el coleccionista fueron impulsores de la formación de cooperativas de tejedoras de prendas indígenas (Schneider 1987) y, por ello, parte de la revitalización que luego presentan como una historia ajena y aparte.

13 Taussig señala cómo el guión de la exposición el museo del oro en Bogotá, Colombia, se enfoca justamente en una parte de la historia de las cosas, de las piezas y su belleza, tanto por el trabajo humano como por el material mismo, brillante, en diversas tonalidades de amarillo. En cambio, la historia de la esclavitud y el trabajo en las minas, la colonización en América y el mercado capitalista, es enterrada, anulada por el brillo del oro (Taussig 2004).

14 Según Eicher, el vestido es un sistema simbólico de comunicación no verbal y puede asumir la forma de un marcador externo de identidad ante la mirada del observador; se puede volver también un símbolo de autenticidad y de tradición como elemento político frente a otros. Sin embargo, es un marcador étnico cambiante. El vestido étnico produce ese efecto de identidad étnica; también es un marcador de género; y posiciona al individuo en sus interrelaciones. Todo implica un observador externo. No obstante, Eicher y su argumento de identidad por interacción deja sin resolver dos problemas: los múltiples significados del vestido en la interacción, y la producción de un canon de un Occidente cambiante y sin marcas de identidad y “los otros” “tradicionales” y con necesidad de distinción étnica (Eicher 1995).

15 La famosa falda escocesa fue en realidad introducida por los regimientos de la armada inglesa en las tierras altas y por grupos de música y danza folclórica. Su diseño hace eco de una antigua prenda gaélica, el plaid que se usaba como falda o túnica según la actividad y el clima, y contrastaba con el resto de la isla británica por la idea de que las faldas son para mujeres. En 1747 y 1782, el plaid fue prohibido porque se asociaba con grupos rebeldes armados; luego fue rehabilitado en forma de kilt por grupos privilegiados, con un diseño para cada clan (un invento moderno) (Chapman 1995).

16 La coiffe de la región de Bigouden, en Francia, se desarrolló a partir de formas pudorosas de cubrir la cabeza de las mujeres. La idea de un estilo de coiffe por cada Pays en Bretaña surgió en la era de la producción masiva de ropa y de la elección de este tocado como signo de libertad; se dejó de usar intensamente después de la segunda guerra mundial, al mismo tiempo que se dejaba de usar la lengua bretona. Antes de caer en desuso, y desaparecer frente a la ropa de fábrica, sufrió muchos cambios técnicos y de diseño, hasta llegar al modelo que fue congelado y establecido como representativo, el de la etapa final, el que se presenta como tradición en la propaganda del turismo. La modernidad la congeló (Chapman 1995, 13).

17 El kilt y la coiffe reaparecieron con la creación de una idea de lo Celta en Bretaña, Escocia, Gales, Irlanda y otros lugares, por varios procesos: la oposición a otros (Francia e Inglaterra); la proyección de modas de los centros a las periferias; y como parte de un proceso de romantización que acompañó a la formación de las naciones (Chapman 1995).

18 Aunque se puede argumentar que hay una mayor cercanía entre la artesanía para el turismo y la ropa de uso cotidiano en los pueblos indígenas de Chiapas, eso sólo ocurre con algunas prendas. La gran masa de objetos son producidas y comerciadas para el consumo del turista hoy en día.

19 Siguiendo a Benjamin, Cant propone que las artesanías son objetos que tienen un aura (esa especial lejanía que se desvanece con los objetos producidos en masa y con la reproductibilidad técnica del objeto de arte, Benjamin-1989); pero en lugar de producir singularidades como en el arte, es la repetición de un estilo lo que los hace auténticos. Es ese el efecto del mercado, en el que participan productores, instituciones de gobierno, intermediarios y expertos en arte. En el caso que ella analiza hay tres elementos activos en el campo estético: una historia de la artesanía en Oaxaca y México en general, un mercado turístico internacional y la sensibilidad artística del productor. Aquí está su apuesta: el artesano tiene un papel activo en la producción del objeto estético, y eso hace falta en los análisis de la artesanía. Las condiciones de este campo son las que imponen los límites a la creación artística, a los estilos propios; pero hay un impulso estético, una búsqueda de belleza, se podría decir, y las artesanías nos atrapan justo por su estética. Son objetos que han sido estudiados desde la economía política; lo que falta es un acercamiento al objeto/arte en sí (Cant 2012, 26).

20 Mientras que el fetichismo de la mercancía en general alude a la forma en que se otorga valor a los objetos de manera intrínseca y se oculta su carácter social, o las condiciones sociales de su producción, la sobrefetichización se refiere al otorgamiento de formas y significados sociales específicos al objeto, que le dotan de una apariencia, e influyen ulteriormente en su valor de uso y mercantil, en el mismo proceso de producción de los objetos y del gusto por estos objetos. Es algo convergente a lo que ocurre con otras mercancías, como las piezas de arte con firma de autor, las que van selladas con logo o marca, las identificadas como del “mercado negro” o “ilegal”, las que se vinculan al hedonismo, el erotismo o la exclusividad, y otras variedades que están claramente presentes en la publicidad de las cosas (el gran mundo de la mercadotecnia –de la sobrefetichización–). En algunos casos, los objetos no necesariamente pasan por la fetichización en el sentido de Marx, sino que se vuelven fetiches en otros sentidos (aunque en algún momento, por subasta, herencia, o por otras vías, pueden volverse también vehículo de valor).

21 Como la imagen de la economía natural en los estudios sobre campesinos, que revisa y cuestiona William Roseberry (1989).

22 Esta imagen es consistente con la idea de una separación entre una economía o régimen de valor de mercancías y otra economía de reciprocidad, intercambio y regalo, separación cuestionada ampliamente en los estudios de Schneider (1987), de Myers (2001) o de Miller (2001). Schneider propone que más que ver un salto de Mauss a Marx, es decir, de regalo a mercancía, se podría analizar el regalo ya como una forma de mercancía, sujeta a reglas sociales y vehículo de otras comunicaciones (otros regímenes de valor), como en el caso de las ropas de lujo para ceremonias que las elites antiguas adquirían de comerciantes importadores.

23 La información me fue proporcionada por un funcionario de una institución que participó en el proyecto de manera directa. Explicaba que le pidieron a las personas que trajeran “cosas viejas”, para hacer entender lo que se quería poner en el museo para representar a la comunidad. Por cierto, aspectos como el hecho de que muchas familias son ahora parte de Iglesias no católicas, o están ligados a actividades no agrícolas como principal fuente de ingresos, no son referidos en la exposición que se despliega en el museo.

24 Se trata de la idea de la venta de identidad cultural como estrategia, como la analiza Little en el caso de los vendedores de artesanías en Antigua, Guatemala. Dice Little que los vendedores conocen esta identidad cultural y la manipulan estratégicamente para vender. Saben qué es lo que buscan los turistas, se visten con lo que ellos quieren ver, en especial las mujeres, cuyos trajes son de apariencia más atractiva por tener más cercanía con la idea de lo “indígena” que buscan los turistas; por eso quitan de su escenografía los aparatos eléctricos, o la ropa identificada como occidental (Little 2004).

25 Igualmente, los visitantes se insertan en esta magia y terminan aceptándola. Eso se puede ver no sólo en la propaganda de las agencias de turismo, sino en algunos relatos de turistas en Chiapas, que hablan de ese contacto con el colorido mundo indígena en Chamula y Zinacantán. Véase, por ejemplo, la nota de una viajera que visitó Zinacantán: “Entramos a una especie de patio con una galería techada, y allí mismo estaban las mujeres más jóvenes de la familia, una en el telar, y otras nos enseñaban esas bonitas telas de mil colores que tejen y tejen y es la admiración de los turistas. Patty y yo nos queríamos llevar todo”. Véase nota completa en: http://loslibrosdeteresa.wordpress.com/2014/03/20/pueblos-indigenas-en-chiapas-zinacantan/ (Fecha de consulta: 24 de marzo de 2014).

26 En mi primer año en San Cristóbal (1988) conocí a una familia de costureras que tenían su casa/taller en el barrio de Santa Lucía. Allí me explicaban que efectivamente hacían mucha de la ropa para los santos que después venían a comprar los indígenas de los pueblos para sus fiestas. Me mostró piezas como el taparrabo del Cristo en la Cruz, que llamaba “toalla”.