El oficio de la arqueología
The Craft of Archaeology *
Michael Shanks
Stanford University, mshanks@stanford.edu
Randall H. McGuire
Binghamton University, rmcguire@binghamton.edu
La idea de la arqueología como arte desafía la separación entre razonamiento y ejecución, teoría y práctica, que hoy caracteriza a la disciplina. El Movimiento de Artes y Oficios de fines del siglo XIX estableció a la artesanía como una manifestación estética de oposición. Asentamos a la artesanía dentro de una crítica marxista del trabajo alienado y proponemos una práctica unificada de mano, corazón y mente. Los debates engendrados por la arqueología postprocesual han definido firmemente a la arqueología del presente como una práctica cultural y política. Sin embargo, muchos arqueólogos aún no saben cómo implementar estas ideas. Argüimos que una solución a este dilema consiste en pensar en la arqueología como artesanía. Esta resolución no provee un método o un libro de recetas para la práctica de la arqueología, puesto que el núcleo de nuestro argumento es que la intención de regularizar la arqueología constituye precisamente la causa de alienación de la disciplina. Por el contrario, deseamos considerar a la arqueología como un modo de producción cultural, una práctica unificada que involucra al pasado, al arqueólogo, al público, al cliente y a la sociedad contemporánea.
Palabras clave: arqueología artesanal, Movimiento de Artes y Oficios, práctica política y alienación.
The idea of archaeology as craft challenges the separation of reasoning and execution that characterizes the field today. The Arts and Crafts Movement of the late nineteenth century established craftwork as an aesthetic of opposition. We establish craft in a Marxian critique of alienated labor, and we propose a unified practice of hand, heart, and mind for archaeology. The debates engendered by postprocessual archaeology have firmly situated archaeology in the present as a cultural and political practice. Many, however, still do not know how to work with these ideas. We argue that a resolution to this dilemma lies in thinking of archaeology as a craft. This resolultion does not provide a method, or a cookbook, for the practice of archaleology, as indeed the core of our argument is that attempts at such standardization lie at the heart of the alienation of archaeology. Rather, we wish to consider archaeology as a mode of cultural production, a unified method practiced by archaeologist, “client” public, and contemporary society.
Keywords: artisanal archaeology, Arts and Crafts Movement, political practice, alienation.
Hoy en día, la arqueología angloamericana parece encontrarse en un estado de desorden, desgarrada por una serie de disputas y divisiones, y atormentada por dudas e incertidumbres (Bintliff 1993; Flannery 1982). En la arena teórica, recurrentes debates enfrentan a procesualistas contra postprocesualistas, a científicos contra humanistas, a la teoría evolutiva contra la historia, y al interés en lo general contra el interés en lo particular (Preucel 1991; Yoffee y Sherratt 1993). Muchos investigadores encuentran que es difícil distanciarse de estas controversias polémicas para pasar a hacer arqueología; están plagados de dudas respecto a la relación entre teoría y práctica. Hay incertidumbre sobre cómo se debe conectar la arqueología académica, la de salvamento y la gestión cultural, y sobre cómo la arqueología debería relacionarse con las interpretaciones y los usos públicos del pasado (Barker y Hill 1988; Chippindale 1986; Chippindale et al. 1990; Leone et al. 1987). Como muestra, basta ver la falta de diálogo y conexión institucional entre los académicos y los trabajadores de campo (Athens 1993; Duke 1991; Huntery y Ralston 1993; Schuldenrein 1992). Los arqueólogos debaten la naturaleza de la relación entre el pasado y el presente, y sus discusiones adquieren un significado político al enfrentar cuestiones de reenterramiento (i. e., la repatriación de restos humanos) y propiedad (McBryde 1985; McGuire 1992). ¿Se debe buscar una arqueología universal, para todos, basada en el conocimiento objetivo del pasado? ¿O deberían los investigadores construir arqueologías locales relacionadas con los intereses de diferentes –y frecuentemente contenciosas– agendas sociales? (Gathercole y Lowenthal 1989; Layton 1989a, 1989b). Yacen en el fondo de este desorden preguntas fundamentales sobre el carácter de la disciplina, interrogantes que, al parecer, nos dejan muchas arqueologías inconmensurables.
El objetivo de este trabajo es ofrecer un nuevo punto de vista sobre estas cuestiones. Buscamos repensar estas polarizaciones de una manera más productiva y menos polémica de la que nosotros mismos, y otros, habíamos considerado anteriormente. No estamos proponiendo otra nueva arqueología y tampoco pretendemos establecer otro conjunto de oposiciones que compliquen aún más la disciplina. En su lugar, queremos examinar qué es lo que realmente hacen los arqueólogos y ponderar cómo podrían sacar mayor provecho de ello.
Los arqueólogos toman lo que quedó materialmente del pasado y trabajan con ello intelectual y físicamente para generar conocimiento a través de informes, artículos, libros, exhibiciones en museos, programas de televisión, o lo que sea. En este sentido, la arqueología es un modo de producción cultural, o tecnología, que cuenta con una materia prima (un pasado fragmentado, resultado de procesos de formación) y con teorías y métodos que permiten (o quizá obstaculizan) a los arqueólogos producir lo que desean, ya sea una respuesta a una hipótesis de investigación, un conocimiento general de lo que pudo haber sucedido en el pasado, o una herramienta de un arsenal político en el presente. En lo que sigue, examinamos el carácter de tales modos de producción cultural.
Consideraremos a la arqueología como una actividad humana que, potencialmente, vincula las emociones, las necesidades y los deseos humanos con la teoría y el razonamiento técnico para formar una práctica unificada, un “oficio de la arqueología”. Nuestro argumento no es que la arqueología debe ser un oficio, sino que la arqueología bien realizada siempre lo ha sido; es decir, una práctica socialmente comprometida que no es alienante, pero que edifica y ofrece una variedad de experiencias. Así nuestra intención no es la de establecer una analogía sino, más bien, la de subrayar aquellas estructuras que, si se les diera más importancia, harían de la arqueología una práctica más enriquecedora y edificante.
El oficio artesanal y sus connotaciones
El término “artesanía” invita a la caricatura: gente acomodada de clase media en bata, expresándose en actividades que alguna vez fueron el sustento de la clase obrera, conocidas como oficios. Amas de casa sentadas en la mesa de la cocina en sus casas estilo renacimiento colonial con afecto pintando con pinturas de leche Sherman-Williams gansos, vacas o cerdos en un estilo propio del campo. Estas artesanías son pretenciosas, complacientes, conservadoras y seguras. Tienen matices de un ruralismo regresivo, de una nostalgia por los valores de comunidad, de la vida del pueblo preindustrial, y por la creación de lo comunal, lo natural, del modo de vida de las pequeñas cosas olvidadas en los suburbios que describió James Deetz en su novela Small Things Forgotten (1977). La gente se rodea de artesanías para crear la ilusión de una vida tradicional más sencilla. Pueden dedicarse a las artesanías como afición o pasatiempo: actividades físicas con directrices claras y poco demandantes en las que se pueden perder y escapar.
Es por estas razones que el trabajo artesanal a veces no se toma muy en serio. Tradicional y seguro, casero y afirmativo, el trabajo artesanal no se considera provocativo, de vanguardia o crítico, como las obras en las galerías de las bellas artes o los grandes museos. En el discurso de las “bellas artes”, la artesanía no expresa el genio de un individuo que ha roto los límites de la convención y extendido el horizonte de la creatividad. Más bien, nos consuela con formas familiares ejecutadas con habilidad y técnica que serán juzgadas según su precio y atractivo decorativo. Al artista lo visualizamos en el estudio haciendo arte en momentos creativos y ráfagas de actividad aparentemente sin esfuerzo, pero al artesano lo imaginamos en su taller absorto pacientemente en la manufactura de objetos. La identidad del artista radica en la creatividad, la del artesano en el trabajo. El arte es intelectual y singular, la artesanía es práctica y cotidiana. Ambos, el arte y la artesanía, crean objetos bellos y comparten la cualidad que llamamos creatividad, pero la artesanía sigue siendo de alguna manera menos que el arte, una división institucionalizada, en parte, en la distinción entre artes “bellas” y “aplicadas”, una categorización claramente occidental y postrenacentista (Dormer 1988, 1990, 1994; Fuller 1990).
A menudo la arqueología no es tomada muy en serio, ni por el público en general, que la ve más como diversión que como trabajo, ni por colegas de otras disciplinas que la consideran más una habilidad técnica que un campo de estudio; es decir, más como artesanía que arte. El físico se para a un lado del pizarrón perdido en su pensamiento cuando, de repente, entre una plétora de ecuaciones y una lluvia de polvo de gis, descubre un nuevo principio. El arqueólogo, en contraste, excava pacientemente en el suelo, absorto en el trabajo hasta que, poco a poco, el descubrimiento emerge de la tierra. Asociamos la mayoría de las disciplinas investigativas con un tema: la biología con el estudio de la naturaleza; la geología con el estudio de la tierra; las matemáticas con el estudio de los números; y la física con el estudio de las leyes de la naturaleza. Pero en la literatura popular la arqueología se asocia más bien con una actividad: cavar en la tierra. Además, la mayoría de las ciencias se definen en términos de un programa intelectual, pero la arqueología en términos de un tipo de trabajo. Aunque la arqueología prehistórica en Gran Bretaña tiene un sentido de identidad, al menos de acuerdo con sus practicantes, la imagen habitual asociada a la disciplina sigue siendo la del excavador en el sitio, una figura en ocasiones romántica que rescata piezas del pasado de una lodosa trinchera para que no se pierdan para siempre. En Estados Unidos, la arqueología generalmente forma parte de la antropología, pero al igual que la artesanía con respecto al arte, comúnmente se considera “su hermano menor”.
Tradicionalmente, la arqueología se definía en términos de su práctica: uno era arqueólogo si hacía excavaciones arqueológicas (Flannery 1982). Algunos estudiosos, como Gordon Willey y V. Gordon Childe, escribieron grandes síntesis de lo que encontraban los arqueólogos de campo, pero rara vez participaron en excavaciones. Luego, la Nueva Arqueología de los sesenta del siglo XX cuestionó esta equiparación de la arqueología con la técnica. Trató de legitimar la arqueología como un ejercicio intelectual, una ciencia nomotética de la que todos podíamos sentirnos orgullosos. Los arqueólogos de la Nueva Arqueología querían que su trabajo profesional fuera más que un conjunto de técnicas, así que elevaron la teoría y le asignaron la tarea de dirigir el trabajo de campo. Pero su deseo exacerbó considerablemente una de las divisiones que experimentamos en la actualidad; a saber, la separación entre los arqueólogos teóricos y los que hacen la talacha de remover la tierra.
Consideremos el siguiente conjunto de divisiones. No coinciden exactamente, pero están en el corazón de una división alienada del trabajo que ha sido muy importante en el desarrollo de nuestra sociedad occidental. Esta división del trabajo separa el pensar del hacer, y segrega a los que piensan de los que hacen dentro de una jerarquía de trabajo (Braverman 1974, Hounshell 1984 y Noble 1984 proporcionan historias típicas; Gilman 1971 ofrece una fuerte crítica filosófica; Harding 1986 y Haraway 1989 contribuyen con posiciones feministas sobre el tema).
arte teoría razonamiento decisión creatividad verdad cognitivo intelecto conocimiento de masculino investigación científica |
artesanía práctica ejecución implementación técnica belleza afectivo emoción conocimiento cómo femenino gestión |
Aquí, la ciencia y las bellas artes están unidas (paradójicamente) en el sentido de que cada una reclama su superioridad intelectual en oposición a lo que se considera el polo más práctico de la dualidad. Es en este sistema que la división entre la arqueología teórica y de rescate, por ejemplo, encuentra sus raíces en la economía política occidental. Los seres humanos deben pensar para actuar, y la acción invoca el pensamiento. La separación entre el arte y la artesanía, entre la razón y la acción, entre la teoría y la práctica, fractura cosas que están naturalmente unidas en la acción humana, y hace a uno de los polos de la unidad menor que el otro. Por lo tanto, este sistema de oposiciones se puede describir como ideológico.
El movimiento de Artes y Oficios (Arts and Crafts), a finales del siglo XIX e inicio del siglo XX, trató de restablecer la unidad del pensar y el hacer. En oposición a esta separación, sus practicantes construyeron la artesanía como una estética, una filosofía. Anteriormente en el siglo XIX, A.W. Pugin y John Ruskin habían establecido un fuerte vínculo entre la ética y el diseño. Particularmente en Inglaterra, este movimiento se asocia con el trabajo y los escritos de William Morris que constituyeron una reacción contra la producción en fábricas y la revolución industrial. A. H. Mackmurdo, C. R. Ashbee, William Lethaby y Walter Crane establecieron gremios de Artes y Oficios, visionarios como Gustav Stickley y Elbert Hubbard llevaron el movimiento a los Estados Unidos. En sus gremios y empresas, ellos defendieron la artesanía y el trabajo en talleres donde las herramientas servían al artesano, en oposición a la mano de obra mecanizada del capitalismo industrial, donde los trabajadores servían a las máquinas. Ciertas comunidades de trabajadores de Artes y Oficios, como los Roycrofters del Este de Aurora, Nueva York, trataron de romper la oposición entre la dirección y los obreros, y entre los diseñadores y los operarios. La artesanía iba a ser arte en la sociedad, el arte no separado de la vida (Institute of Contemporary Arts 1984; Thompson 1977; Tillyard 1988).
Sugerimos que la noción de artesanía que se desarrolló en el movimiento de Artes y Oficios repara las escisiones de la arqueología actual: entre razón y ejecución, entre teoría y práctica. Centra nuestra atención en el trabajo que unifica todas las diferentes arqueologías como oficio. La artesanía unifica la teoría y la práctica en una unidad en la cual ninguno de los dos polos puede ser menor. Por tanto, la artesanía erosiona las nociones de jerarquía en la arqueología, incluyendo las que llevan a las desigualdades basadas en el género. También vamos a mostrar cómo el término artesanía redefine la arqueología de tal manera que escapa a las imágenes estereotípicas de género del arqueólogo, ya sea como un descubridor o como un armador de rompecabezas. En la imagen de descubrimiento el héroe, habitualmente un hombre, arriesga su vida y su integridad física para descubrir o revelar el conocimiento arqueológico en tierras exóticas y peligrosas (Gero 1991, 2). En la imagen del armador de rompecabezas, el arqueólogo, de nuevo generalmente un hombre, toma las piezas, los datos sobre el pasado proporcionados por especialistas secundarios, a menudo mujeres (Gero 1985), y las ensambla para armar el rompecabezas del pasado.
Artesanía: un bosquejo de producción cultural positiva
La artesanía es un trabajo productivo que tiene un propósito: es utilitaria, y evita la separación entre el razonamiento y la ejecución de una tarea. La artesanía es holística, resiste a esta separación entre el trabajo y lo que es producido porque se opone a la labor que separa el razonamiento de la ejecución (como en el caso de la dirección contra los trabajadores) y que divide la actividad en tareas discretas (como en una línea de ensamblaje). La artesanía implica un redescubrimiento de conocimiento subyugado, la recuperación de prácticas que quedaron marginadas por la organización racional de las rutinas productivas. El alfarero con su rueda debe conceptualizar la forma deseada mientras moldea una forma de la masa del barro. El razonamiento y el trabajo de hacer cerámica se combinan en el arte de formar la vasija y se incorporan en ella. La producción de las vasijas es a la vez una actividad intelectual abstracta y una labor concreta.
La artesanía se encuentra dentro de las relaciones de producción, tanto económicas como culturales. Implica de manera crucial un diálogo con su “cliente” o comunidad, a cuyos intereses la artesanía sirve. El alfarero atiende a clientes que desean ciertos artículos, pero da forma a esas necesidades al ampliar las necesidades y las preferencias estéticas que existen en la comunidad. Para ello, el alfarero debe ser parte de, y participar en, la vida de la comunidad, pues sólo así puede tener el conocimiento, la conciencia, la aceptación y la oportunidad necesarias para el diálogo entre el alfarero y la comunidad.
La artesanía implica una unidad inmediata y práctica de lo intelectual o cognitivo y lo emotivo o expresivo. Primero, la vasija debe crearse como una abstracción en la mente, pero su creación es una actividad sensual que es emotiva y expresiva. Para que tenga éxito la transformación de la vasija de una abstracción a un objeto concreto, el artesano debe respetar y comprender las propiedades de los materiales artesanales e incorporar una estética; es decir, la interpretación del propósito y del material en un “estilo”. Debe entender además la plasticidad y las limitaciones de la arcilla, dominar un conjunto de técnicas y ser capaz de utilizar un sentido estético a fin de aplicar estas técnicas a la arcilla y hacer una vasija. La artesanía es un proceso de interpretación que implica el gusto y el juicio de la calidad: es un proceso de diseño.
El juicio de la artesanía incluye criterios tanto sociales, como técnicos y estéticos. Los objetos artesanales son utilitarios: cumplen funciones que responden a necesidades sociales. Nuestros antecedentes y posición social ayudan a determinar cuáles formas de vasijas necesitaremos para nuestra mesa, cuántas, y para qué propósito. Una tetera acabada puede ser juzgada con base en criterios técnicos ¿está libre de grietas?, ¿se asienta bien la tapa?, ¿el té fluye fácilmente? Pero también debe cumplir con un cierto sentido de la estética, ser agradable a la vista y a la mano. Los términos complejos impuestos por la interpretación y el gusto se aplican a estos juicios sobre la labor y los productos artesanales. Concebir a la arqueología como artesanía invoca los siguientes aspectos de este bosquejo: una labor que es a la vez cognitiva y expresiva, que requiere razonamiento y ejecución, y que se aplica a intereses sociales y prácticos que pudieran, o no, ser abordados.
La arqueología como artesanía
Consideramos que la artesanía está latente dentro de la arqueología; es decir, es un potencial que ya existe entre nosotros y que tenemos que reconocer. La arqueología como artesanía fabrica conocimiento arqueológico. Los arqueólogos no son héroes que superan grandes adversidades para descubrir hechos sobre el pasado; pero tampoco se limitan a actuar como detectives que recopilan los hechos del pasado para armarlos como si fuesen piezas de un rompecabezas. Más bien, los arqueólogos elaboran los hechos a partir de una profusión de observaciones encontradas y confusas que modifican y reformulan desde el conocimiento existente. Aquí nos referimos al voluminoso y creciente corpus de estudios en la sociología y filosofía de la ciencia, el cual sostiene que los hechos, la objetividad y la verdad científica son logros sociales que resultan del quehacer de los científicos y arqueólogos. La objetividad y la verdad no existen como atributos abstractos del mundo material, sino que son reales, materiales y ubicados en nuestra relación (científica) con el mundo (Gero 1991; Haraway 1989; Harding 1986; Knorr-Cetina 1981; Knorr-Cetina y Mulkay 1983; Latour 1987; Latour y Woolgar 1979; Lynch 1985; Pickering 1992; Wylie 1991). La elaboración del conocimiento arqueológico, como cualquier meta científica, requiere gran habilidad y creatividad.
La disciplina de la arqueología –el método, la teoría y la filosofía– no puede reducirse a un conjunto de reglas o procedimientos abstractos que luego puedan ser aplicados al mundo “real” de los datos arqueológicos. No es cierto que nosotros simplemente “descubrimos” los hechos, una sola historia o versión del pasado, o que las piezas del rompecabezas se presentan en formas fijas que sólo permiten una única solución. El oficio de la arqueología exige aplicar disciplina para lograr un propósito particular; es una lógica de determinadas situaciones arqueológicas. El oficio de la arqueología consiste en la habilidad de interpretar finalidad, viabilidad y expresión.
Finalidad
El concepto de finalidad se refiere a la importancia social, entre otras, de los proyectos arqueológicos. Consideramos que se produce el conocimiento arqueológico, más que descubrir o montarlo. Y esta producción implica una relación con un cliente o consumidor para quien el artesano trabaja. Precisa de un diálogo con aquella comunidad para asegurar que los trabajos satisfagan alguna necesidad. Siendo el conocimiento arqueológico el producto de las prácticas arqueológicas, es utilitario e incorpora objetivos que puedan establecerse al dialogar con los demás e interpretar la necesidad. Estos propósitos y necesidades se relacionan con comunidades específicas a las cuales el oficio de la arqueología puede atender: el gobierno, la academia, una comunidad local, un ayuntamiento, o un pueblo indígena americano. Se trata de una aplicación de intereses en el sentido propio del término. Diversos intereses pueden implicar diferentes productos arqueológicos. En la mayoría de los casos, el arqueólogo encontrará que sirve a más de una comunidad, y un solo proyecto puede implicar o requerir múltiples productos. Tal intercambio entre el arqueólogo y su comunidad cliente no se da en una sola forma; es decir, los arqueólogos no deben simplemente aceptar los términos y los intereses del cliente. Un buen trabajo artesanal mejora, modifica y crea nuevas posibilidades de experiencia, aunque sea sólo modestamente.
El trabajo del alfarero es una mediación o reconciliación de diversas esferas de interés y necesidad. El producir un trabajo que es irrelevante para una comunidad puede ser un lujo caro, lo mismo sucede cuando se refiere a una noción de arte vanguardista. Pero, por otra parte, crear algo que simplemente complace a los supuestos intereses y caprichos del mercado puede ser un consumismo vacío. También existe la comunidad de los compañeros ceramistas dentro de la cual los artesanos ponderan todos los aspectos de la producción de obras en arcilla. Algunas de estas reflexiones son quizás misteriosas y de poco interés para comunidades más amplias.
El trabajo más respetable y edificante del oficio, sugerimos, es el que se produce cuando el alfarero toma en cuenta las necesidades e intereses del “cliente” o consumidor y los interpreta de una manera que responda al propósito mientras que da algo más. La nueva tetera consigue su propósito porque vierte el té, pero la habilidad del alfarero puede diseñar una superficie y forma que mejoren su uso. Quizás resulte entretenida, quizás proporcione satisfacciones o experiencias imaginarias, puede representar algún estilo distintivo. La habilidad del alfarero para crear una tetera gratificante tiene muchos orígenes. Uno de ellos es sin duda el carácter del diálogo dentro de la comunidad de los alfareros: el debate y la polémica en torno a estilos, formas y superficies, así como el intercambio de información más mundana.
Lo mismo sucede en la arqueología. Una disciplina que simplemente responde a sus necesidades e intereses percibidos, como si la idea de una arqueología académica existiese por sí misma (“conocimiento desinteresado”), es una indulgencia decadente. Pero es importante, no obstante, respetar la autonomía de la disciplina y la comunidad formada por los arqueólogos, aunque sólo sea de facto. La academia también podría, o no, ser una comunidad válida atendida por el arqueólogo. Depende de los diálogos en su interior, su carácter, su alcance y su creatividad. Y, por supuesto, está en el interés de los arqueólogos permitir el diálogo como un contexto para el trabajo creativo. Tales valores liberales y democráticos de, y al interior de, una academia autónoma merecen reiterarse, especialmente, teniendo en cuenta la presión para acomodar la práctica arqueológica en su conjunto a los intereses externos.
Así que un oficio de la arqueología desafía un enfoque consumista de la disciplina. Comúnmente vemos este tipo de enfoque en la gestión de recursos culturales en los Estados Unidos y en el “movimiento patrimonial” en general. Los arqueólogos definen al consumidor de conocimiento arqueológico, ya sea en términos de intereses limitados pero de gran alcance (como las empresas y compañías que necesitan cumplir la legislación) (Fitting 1978), o en generalizaciones amplias (como el público en general), que obscurecen y niegan muchos intereses variados (DeCicco 1988, Hills 1993, Knudson 1989). En el primer caso, se exige al arqueólogo generar un producto muy limitado para minimizar los costos para el cliente, mientras que en el segundo al arqueólogo se le pide empacar lo que hemos aprendido para que sea de interés para un mercado masivo. La arqueología como oficio artesanal fomenta un diálogo activo entre la disciplina y las partes a las cuales atiende. Una arqueología artesanal debe encontrar sus clientes entre la diversidad de las comunidades e intereses que estudia, donde trabaja, vive y obtiene sus fondos (Potter 1990).
Viabilidad
Cualquier cosa que el artesano desea hacer, el trabajo que implica debe ser viable y práctico. La artesanía, por necesidad, responde a la materia prima, la cual dicta en buena medida la naturaleza del producto artesanal. El arqueólogo también necesita una buena comprensión técnica del pasado y un respeto por la objetividad material. Los hechos del conocimiento arqueológico se crean a partir de observaciones de una realidad, y el arqueólogo debe reconocer esa realidad y dominar las herramientas técnicas que ayuden a, o nos permitan, observar la misma. Pero esto no significa dar primacía absoluta al objeto pasado. En la interacción entre el arqueólogo-artesano y el objeto, los dos son socios en el producto final. El arqueólogo gana familiaridad mediante el trabajo con los artefactos del pasado, aunque éstos desafían esta familiaridad al resistirse a la clasificación o categorización. El registro arqueológico nunca puede ser capturado en su totalidad o concretado: siempre hay más.
¿No es ésta también la experiencia del alfarero? Incluso después de toda una vida de trabajo con el barro, la familiaridad parece tan parcial y superficial. Siempre hay mucho más en el inerte cuerpo mineral. El control estricto del procesamiento puede lograr resultados predecibles, como en la producción industrial, pero este último significa amortiguar y enajenar el encuentro entre el artesano y la arcilla. En el diálogo genuino, la arcilla siempre responde de manera algo impredecible, tal vez en la respuesta de la vasija a la cocción, o espectacularmente en la variada respuesta de los acabados y esmaltes. Buena parte de la hechura de la artesanía consiste en interpretar canalizar la calidad de la respuesta, la resistencia.
Podríamos preguntarnos por qué mucho del trabajo arqueológico realizado en los apartados de la gestión cultural/arqueológica de recursos o la arqueología de rescate parece tan rígido, poco interesante, simplemente aburrido, sobre todo, cuando nos damos cuenta que no siempre ha sido así. A principios de la década de 1970, muchas personas creativas lucharon con las nuevas exigencias de este trabajo para elaborar una arqueología que respondiera a una mezcla de intereses nuevos y viejos. Esos primeros años fueron testigos de muchos logros emocionantes y de igual número de tristes fracasos, que llevaron a la demanda de uniformidad en el producto (McGimsey y Davis 1977). Como resultado, el oficio artesanal se perdió en gran parte de este trabajo, sustituido por procedimientos estandarizados, criterios de evaluación y la práctica rutinaria que recuerda la producción industrial (Paynter 1983; Raab et al., 1980). La medida en que las organizaciones como el Instituto de Arqueólogos de Campo (IFA) en el Reino Unido (fundado a principios de 1980) con la aprobación de su Cámara de Comercio (Board of Trade) y códigos de práctica (IFA 1988, 1990) logra escapar de la rutinización es un punto que aún se debate. La investigación interesante, emocionante y valiosa sobrevive sólo mientras las personas se resisten a la alienación del trabajo industrial y luchan para realizar el oficio artesanal.
¿No debería el ideal del trabajo arqueológico ser un ideal de un oficio artesanal; es decir, la noción de aprendices que trabajan con sus profesores para dominar el quehacer de la arqueología? La realidad actual de la arqueología rara vez se ajusta a este ideal porque los directores han dividido las tareas, y esperan que cada individuo se especialice en una actividad particular. El resultado final de esta descalificación es que sólo aquellas personas que gestionan o dirigen el trabajo comprenden y pueden controlar todo el proceso (Paynter 1983). Las recompensas se diferencian de acuerdo al nivel de la tarea impuesta: la interpretación vale más que la recuperación, por ejemplo, ya que los directores de proyectos reservan para sí, o controlan, lo que se considera lo más prestigioso.
Los trabajadores, en contraste, están en el último peldaño de una jerarquía de control arriba-abajo que busca maximizar la eficiencia y las ganancias en lugar de guiar a los aprendices hacia la pericia. Aquí es donde las lecciones del movimiento de Artes y Oficios cobran importancia. A diferencia de nuestra analogía con el alfarero solitario, ese movimiento intentaba integrar grupos de trabajadores y directores que ejecutaban tareas especializadas en una producción de tipo artesanal. Se logró al entrenar a las personas en diversas tareas, al involucrarlas a todas en el proceso de la toma de decisiones, y al darle a cada una el control de su propio segmento del proceso de trabajo. En esta producción artesanal se compartieron el conocimiento y las habilidades, los individuos contribuían al diseño y al proceso de la toma de decisiones de acuerdo con sus respectivos niveles de habilidad y participación, y los individuos manejaban sus tareas en lugar de dejar que sus tareas las manejaran a ellos. Sugerimos que este enfoque se debe aplicar a la práctica arqueológica con el fin de enfrentar la realidad de una arqueología industrializada.
Expresión
En buena medida, los arqueólogos han menospreciado o incluso denigrado las cualidades expresivas, estéticas y emotivas de los proyectos arqueológicos en las últimas tres décadas, al perseguir una práctica científica objetiva. Sin embargo, la mayoría de nosotros aprecia la experiencia de tomar un artefacto recién recuperado en nuestras manos, contemplar su belleza, sentir el gusto táctil de su forma, y ponderar los defectos de menor importancia y las particularidades de forma que reflejan a la persona que lo hizo. Muchos apreciamos la soledad y unidad con la naturaleza que experimentamos en un transecto de prospección en las tierras de cultivo o el desierto, o la sensación física y emocional de bienestar, el logro material y el merecido descanso que experimentamos al final de un día de excavación. En la imaginación popular, la arqueología es mucho más que una adquisición neutral del conocimiento; la presencia material del pasado es un campo emotivo de interés cultural y disputa política. Esto es lo que motivó a la mayoría de nosotros a ser arqueólogos, lo que nos mantuvo durante el duro trabajo y la lucha de formarnos como arqueólogos, y que nos sostiene mientras hacemos la miríada de otras cosas que debemos hacer para ganarnos la vida como arqueólogos.
El trabajo arqueológico es tanto social como personal; se relaciona con las experiencias sociales de la práctica arqueológica, con la pertenencia a la comunidad arqueológica, y con una disciplina o discurso académico. Es, sobre todo, la dimensión expresiva y emotiva de la arqueología la que atrae a las comunidades más amplias. Y la expresión y la emoción son lo que hacen a la arqueología un hito (potencialmente) tan importante de la política cultural. Esto lo vimos claramente en las experiencias de los Congresos Mundiales de Arqueología (WAC) celebrados en Southampton, Inglaterra, en 1986, y en Nueva Delhi, India, en 1994. Los temas de la libertad académica y el apartheid impactaron de forma considerable al primero (Ucko 1987), mientras que extraordinarias escenas de violencia debido, en parte, a diferencias religiosas, estallaron al final del evento en Delhi.
El oficio artesanal es esencialmente creativo, pues, toma un propósito, evalúa la viabilidad, trabaja con el material, y expresa una interpretación para crear el producto que conserva las huellas de todas estas etapas. El elemento creativo de la artesanía contiene una estética de pericia y hechura. La dimensión expresiva de la artesanía también tiene que ver con el placer (o disgusto) y, ciertamente, no se limita a lo intelectual o cognitivo. El artefacto artesanal genuino encarna estas emociones, y la respuesta a ello es multifacética. Quizá la palabra placer no sea muy común en la arqueología académica, pero una arqueología artesanal debe reconocer su papel y encarnarlo en el producto que fabricamos. Esto significa abordar con seriedad e imaginación las preguntas de cómo escribimos sobre el pasado, cómo abordamos nuestras actividades como arqueólogos, y cómo nos comunicamos con otros (Hills 1993; Hodder 1989; Hodder et al. 1995; Tilley 1990).
Diseñando arqueologías
En el oficio de la arqueología el pasado se diseña, pero esto no lo hace menos real u objetivo. Algunos arqueólogos temen un híper-relativismo. Piensan que si los conocimientos del pasado se construyen entonces se podrá hacer cualquier cosa con el pasado. ¿Se preocupan de cómo el pasado puede ser construido cuando su realidad sucedió en su propio presente? Reconocer que nosotros, como arqueólogos, fabricamos nuestro conocimiento del pasado no es, sin embargo, lo mismo que decir que inventamos el pasado. Las realidades del pasado constriñen lo que podemos crear, justo como la arcilla limita al alfarero cuando hace una tetera. No nos preocupamos si una tetera es real o no, porque fue creada por la mano del hombre. Lo que nos preocupa más comúnmente es si es agradable a la vista, y si funciona o no.
Por ende, la cuestión respecto del diseño arqueológico es “¿qué clase de arqueología queremos, y si funcionara?” El objeto artesanal, el producto, es a la vez crítica y afirmación; encarna su creación, habla de estilo, da placer en su uso, tal vez resuelve un problema, realiza una función, proporciona una experiencia, significa y resuena. También puede ser pretencioso, feo o cursi, inútil o infiel a sus materiales y creación. De la misma manera, cada arqueología tiene un estilo; el conjunto de las decisiones tomadas en la producción de un producto arqueológico implica conformidad con algunos intereses, percepciones o normas. Al igual que con un artefacto, el juicio respecto de un estilo arqueológico implica múltiples consideraciones. Tenemos que considerar su elocuencia; es decir, qué tan efectivo y productivo es. También hay que hacer una valoración ética de sus fines y objetivos y sus posibles funciones. Asuntos técnicos están implicados, por supuesto, incluyendo qué tan fiel haya sido al pasado material y a la realidad y las técnicas de observación que utiliza para construir los hechos. El juicio se refiere a todos estos aspectos de la arqueología como artesanía: finalidad, viabilidad y expresión.
En el oficio de la arqueología, se combinan la mano, el corazón y la mente; es una experiencia encarnada. En este oficio el “saber cómo” (know-how) es tan importante como el conocimiento concreto (know-that). La arqueología como artesanía implica nociones de aprendizaje y dominio más que la aplicación de un método (cognitivo y abstracto). El método formalizado nunca puede reemplazar a la habilidad. Lo mismo aplica también para reconocer la importancia de la experiencia (en todos los sentidos), del conocimiento subjetivo, y de la familiaridad con los materiales arqueológicos. Igual de importante es el carácter social y político de la comunidad arqueológica, el contexto en que uno llega a dominar estas habilidades. Los valores artesanales aprecian más la sabiduría que el conocimiento técnico o la respuesta justa o correcta. La sabiduría implica conocimiento, inteligencia, juicio y un curso de acción racional.
Una disciplina unificada
Proponemos que la arqueología podría formar una disciplina unificada en su oficio. El oficio de la arqueología consiste en interpretar el pasado. El arqueólogo es uno de los cuentacuentos de la sociedad actual. Los arqueólogos forjan interpretaciones que proporcionan sistemas de significado entre el pasado y el presente con el fin de ayudar a orientar a las personas en sus experiencias culturales. Esta habilidad es la base de la autoridad del arqueólogo, porque no todo el mundo ha dominado el arte de tratar con el pasado arqueológicamente. El oficio de la arqueología unifica la disciplina a través de su práctica, en términos tanto de la unión de las actividades de la arqueología como de las divisiones que aparentemente nos dividen.
Usamos el tiempo presente aquí, pero una jerarquía de la práctica arqueológica existe actualmente que otorga la posición más alta a los que descubren el conocimiento, arman el rompecabezas o nos instruyen en cómo deben hacerse las cosas (Gero 1985); es decir, a los “arqueológicos teóricos”. Posiciones más bajas se otorgan a quienes apoyan al descubridor y proporcionan las piezas del rompecabezas para ser armado. En este modo científico de la producción de mercancías, cada uno de los niveles más altos de análisis se apropia de los productos del más inferior en su práctica, de manera que el teórico recibe más renombre que el prehistoriador, el director de campo una posición más alta que el asistente de laboratorio, y el sintetizador más atención que el analista de la fauna. Dividimos la práctica de la arqueología entre los que dirigen y se sientan en los comités, sintetizan, generalizan y teorizan, y aquellos que clasifican, excavan e identifican. Como Gero (1991) señala, esta jerarquía hace más que simplemente clasificar las actividades; tiene una dimensión social más profunda.
Inherente en esta jerarquía de la práctica existe una división del trabajo por género que relega el conocimiento y la producción de las mujeres y las prácticas que ellas realizan a los peldaños más bajos de la jerarquía, y así desprecia su papel como colaboradoras vitales. Existe asimismo otro modo de producción científica cuyo núcleo es una creciente clase de “ingenieros arqueológicos”, técnicos científicos cuyo status está relacionado con su control del análisis científico, generalmente de los materiales. En Gran Bretaña, mucho financiamiento central y universitario se ha invertido en esta forma de ciencia arqueológica, mientras que Estados Unidos cuenta con fondos especiales de la Fundación Nacional de Ciencia para equipar este tipo de investigación. La distinción entre estas dos formas –teóricos e ingenieros– de la ciencia arqueológica es análoga a la que existe entre la física y la ingeniería (Latour 1987).
Contrastaríamos la jerarquía moderna de la práctica con la práctica unificada del oficio arqueológico, donde hay una serie de esfuerzos, desde lo interpretativo hasta lo técnico, lo práctico y lo creativo. Cada una de las diferentes actividades necesarias para elaborar el conocimiento arqueológico incorpora cierta mezcla de estos esfuerzos, trabajos manuales, del corazón y de la mente. No existe una sola vía correcta al producto final del trabajo arqueológico, ni una jerarquía de las prácticas arqueológicas, desde lavar tepalcates a construir teorías; el oficio implica tanto la teoría como las funciones operativas más modestas. Ambas, la habilidad y la experiencia, ameritan importancia y respeto. Todas las actividades arqueológicas pueden conciliarse en términos de su contribución a la práctica no alienada y su relación con los elementos del oficio de la arqueología: finalidad, viabilidad y expresión. Todas las actividades arqueológicas están sujetas al juicio y la crítica sobre esta base.
El oficio de la arqueología unifica todas las arqueologías, pero no las reduce a una sola cosa. La arqueología como oficio debe llevar a múltiples arqueologías y diversos productos arqueológicos al tiempo que entra en diálogos con diferentes intereses y comunidades. Como tal, la arqueología tiene una práctica, un tema y obligaciones, pero no una sola metodología necesaria. El oficio de la arqueología tiene obligaciones especiales respecto del pasado y del presente, arraigados en el carácter de la experiencia arqueológica, no en un manual o recetario arqueológico (Shanks 1995).
Celebrar la diversidad creativa de los resultados arqueológicos que asisten a las diferentes necesidades opone automáticamente los impulsos para seguir adelante con el quehacer arqueológico y el impulso de dejar de lado la reflexión crítica. Al celebrar la diversidad de la investigación arqueológica que aborda diferentes necesidades, resistimos el impulso de seguir simplemente “hacer arqueología” y de reflexionar críticamente sobre nuestra profesión. ¿Qué hay que temer de una revisión de nuestras prácticas, de los intereses y deseos que atienden, y de los mundos emotivos que sirven?
A la pregunta “¿qué es la arqueología?” contestaríamos que es el oficio artesanal de la arqueología –la habilidad de interpretar las experiencias y situaciones arqueológicas– que nos hace ser arqueólogos y no sociólogos o historiadores. Es la arqueología como un oficio artesanal, un modo de producción cultural, lo que distingue a la arqueología de simplemente cavar zanjas.
La economía política de la arqueología
Buena parte de lo que hemos dicho en este ensayo se refiere a la economía política de la arqueología, a la disciplina, a sus organizaciones y a sus prácticas. Esperamos haber dejado claro que estas cuestiones son inseparables de la estructura de la sociedad contemporánea. Nuestras siguientes observaciones son breves: pretenden esbozar campos de debate en lugar de proporcionar comentarios definitivos.
Las oposiciones que acosan a los arqueólogos no son debilidades propias de nuestra disciplina y práctica; sino que se originan en la alienación generalizada del capitalismo contemporáneo. La separación entre la razón y la acción y entre teoría y práctica que se encuentra en la arqueología está en la raíz de la vida moderna. La maximización de las ganancias dicta que las artesanías complejas deben ser descalificadas o descompuestas en sus partes constituyentes, de modo que personas mínimamente capacitadas puedan completar el trabajo rápidamente. Esta descalificación separa el conocimiento de la práctica: cada trabajador comprende un segmento pequeño de la producción, mientras los gerentes de alto nivel supervisan y comprenden todo el proceso. Este modelo de la fábrica impregna la mayoría de los aspectos de nuestra vida y conciencia. En películas de la Navidad hasta los elfos trabajan en una cadena de montaje con Santa Claus como el gerente benevolente. Los cambios ocurridos en los Estados Unidos y el Reino Unido en la época “postindustrial” o “de la información” sólo han promovido esta alienación al tiempo que la formación y los conocimientos técnicos para controlar el “conocimiento” han aumentado, y la necesidad de contar con artesanos expertos ha decrecido (Bell 1974; Grint 1991; Touraine 1971).
Nuestra discusión también provoca debates sobre la política cultural de la educación superior y sus instituciones. Pensar en la arqueología como una tecnología de producción cultural nos obliga a considerar el papel correcto de los cursos universitarios en arqueología, y de los esfuerzos de investigación de los académicos. La casa tradicional de la arqueología ha sido la academia, pero hoy la gran mayoría de los arqueólogos no trabaja allí. En su lugar, se emplean en algún aspecto de arqueología de contrato o rescate, o en la gestión pública. Sigue siendo el caso, sin embargo, que todos los arqueólogos pasan por la academia para recibir las credenciales que requieren para practicar la arqueología. La academia siempre ha tenido una posición ambigua en los Estados Unidos y en el Reino Unido. Por una parte, se deriva en última instancia de un modelo eclesiástico de la vida mental que está al margen de las sucias realidades de la vida cotidiana. Por otra, la academia es financiada del erario público, pero este apoyo viene acompañado de la expectativa de que la academia sirva pragmáticamente a la sociedad (Giamatti 1988; Kerr 1964; Rosovsky 1990). Las actuales políticas educativas conservadoras tienden a promover esta expectativa.
La academia siempre se ha resistido al modelo de la fábrica y ha buscado más bien una comunidad de académicos; una comunidad modelada por principios gremiales medievales de aprendizaje largo (el posgrado seguido por puestos menores en alguna facultad), seguido por una posición garantizada de por vida (tenure o definitividad). Habiendo demostrado su eficacia a través de este arduo proceso, el académico recibe, finalmente, la seguridad y la libertad para perseguir sus intereses intelectuales sin ataduras. Al mismo tiempo, los estudiantes abrazan una educación liberal que les permite abrir sus mentes para explorar y conectarse con otros en una búsqueda de la verdad (Giamatti 1988, 109). Este modelo es, por supuesto, el de la torre de marfil, e implica una academia distanciada de la sociedad.
En las universidades públicas de los Estados Unidos y en la tradición de las universidades de ladrillo rojo de Inglaterra, el modelo de la comunidad-de-eruditos persiste junto a, y a menudo en conflicto con, el principio que sostiene que la universidad existe como un negocio que sirve a la sociedad (Kerr 1964; Giamatti 1988). Los gobiernos nacionales y estatales financian la academia para promover el desarrollo económico y abordar las necesidades del Estado. Las universidades lo hacen mediante la formación de profesionales (médicos, abogados, profesores, ingenieros, oficiales militares, entre otros) y la investigación relacionada con el avance técnico en campos como la agricultura, la manufactura y la guerra. El público tiende a considerar a la universidad como otro nivel de educación que es necesaria para que los niños entren en la clase media. Los gobiernos de Gran Bretaña y Estados Unidos han respondido a la decadencia económica general que comenzó a mediados de la década de 1970 al hacer hincapié en las obligaciones de servicio público de la universidad, poniendo mayor énfasis en los modelos de negocio en la estructuración de sus universidades. En Estados Unidos, las administraciones universitarias se han enamorado de modelos de gestión como “Gestión de la Calidad Total”; modelos que tratan a la universidad como si fuera un negocio que comercializa un producto para los consumidores (estudiantes) y exigen cada vez mayor justificación de parte de los profesores en cuanto a su tiempo y esfuerzo.
Ninguno de estos dos modelos es propicio para la arqueología como oficio artesanal. La autoindulgencia de la torre de marfil no nos conduce al descubrimiento de la verdad, sino más bien a la creación de conocimiento misterioso que interesa a muy pocos. En la última década, muchos autores han surgido para denunciar a la academia como un desperdicio y al profesorado como perezoso, exigiendo que las universidades sirvan al interés público (Bloom 1987, Sykes 1988). Ellos desean reducir la universidad a una fábrica que produzca eficientemente productos uniformes, confiables, monótonos: conocimiento práctico para que avance la industria, y estudiantes acríticos, técnicamente capacitados para trabajar en ella (Lynton y Elman 1987).
El modelo de fábrica se ha establecido firmemente en la arqueología de contrato o rescate. Cada vez más en Estados Unidos las empresas privadas competitivas con motivos de lucro dominan el ámbito de la práctica arqueológica. En el Reino Unido, la arqueología se ha abierto al apoyo financiero proveniente de los desarrollistas (Department of Environment 1990; Welsh Office 1991). La arena más grande de la práctica arqueológica ha abandonado, en gran medida, el modelo de aprendizaje a favor del enfoque de la fábrica.
El esquema tradicional de trabajo de campo arqueológico era una estructura de aprendizaje donde los estudiantes aprendían al participar bajo la mirada de un maestro (Joukousky 1980, 27). Los arqueólogos realizaban el trabajo de campo con dos objetivos fundamentales: adquirir conocimientos sobre el registro arqueológico; y formar a estudiantes que se convertirían en futuros maestros. Si bien, las arqueologías de contrato y de rescate comenzaron en este contexto idealista, no siempre servían bien a este tipo de arqueología: hubo una serie de fracasos espectaculares, por ejemplo, el proyecto New Melones en California que propició llamados para un enfoque más empresarial (Cunningham 1979; Walka 1979). Para finales de los setenta, el modelo del aprendizaje había cedido su lugar a los modelos de gestión científica que iban de la mano con el modelo de la fábrica.
El paradigma científico de la Nueva Arqueología ayudó en esta transformación. Los Nuevos Arqueólogos eran (y muchos siguen siendo) abiertamente despectivos del modelo que aquí hemos llamado “de aprendizaje” (Flannery 1982; Redman 1991). En su lugar, promovían un enfoque “científico”, basado en equipos de especialistas que conduce a una jerarquía tanto de esfuerzo como de recompensa.
Hoy en día, las arqueologías de contrato y rescate existen en una esfera altamente competitiva que exagera la importancia de la eficiencia. El modelo de fábrica busca maximizar la eficiencia mediante la estandarización del producto y dividir las tareas en componentes (Paynter 1983). La eficiencia maximiza las ganancias y conduce a un mayor control de arriba-abajo. Una vez que la tarea de la arqueología quedó desglosada en sus componentes, sólo los directores en la parte superior pudieron controlar el proceso entero. Tanto en Estados Unidos como en el Reino Unido, las instituciones nacionales y el gobierno ahora auditan los servicios arqueológicos, y dictan la forma y contenido de sus informes (Cunliffe 1982; Cunliffe 1990; Department of Environment 1975; English Heritage 1991; Society of Antiquaries of London 1992). Si bien, hay argumentos fuertes, por supuesto, a favor del control de calidad y la normalización, los resultados negativos han incluido una homogeneización degenerativa del producto arqueológico y, en muchos ámbitos, el embotamiento de la creatividad y la satisfacción en el trabajo.
En última instancia, los problemas de la sociología, de la política de la educación y de la organización de las prácticas arqueológicas deben ser colocados dentro del contexto de los cambios profundos en la sociedad. Éstos pueden resumirse como el cambio hacia estructuras económicas de acumulación flexible que dejen atrás las economías “fordistas” gestionadas (Harvey 1989; Rose 1991). El amplio debate sobre el carácter de la posmodernidad trata de los efectos de estos cambios (Shanks 1992; Walsh 1992). Las características obvias de los cambios en la arqueología son la expansión de la industria del patrimonio, la explotación comercial del pasado material y la vinculación entre el quehacer académico y los intereses exteriores. Las flotantes fuerzas laborales que sirven a la arqueología de contrato, la licitación pública (Swain 1991) y el aumento del número de consultores arqueológicos (Collcutt 1993) son otros aspectos de esta nueva economía política de la arqueología.
Las políticas del oficio
No basta pensar para que exista una arqueología artesanal, ni podemos crearla a través de un acto de pura voluntad. Tampoco podemos con un gesto de la mano transformar las estructuras políticas y económicas más amplias que existen dentro de la arqueología. En esta sección reuniremos algunos comentarios acerca de las implicaciones de una arqueología artesanal. Un primer paso, sin embargo, debe ser el de discutir y debatir críticamente cuáles deben ser los objetivos de la arqueología. A través de ese debate podemos considerar las prácticas alternativas para la arqueología y aprender cómo “hacer” una arqueología artesanal. Nos enfrentamos aquí a los mismos problemas que el movimiento de Artes y Oficios encontró hace más de cien años. Quizá resulte benéfico tomar los éxitos, y el fracaso final, de este movimiento como un punto de partida.
Comenzaríamos diciendo que una arqueología artesanal es subversiva, pues nos obliga a resistir las estructuras dominantes que dan forma al trabajo arqueológico contemporáneo. Hemos comentado que el trabajo realizado en un contexto de contrato o rescate es a menudo aburrido y sin inspiración. Pero, no siempre es así; hay muchos ejemplos de investigación apasionante, interesante y creativa realizada en estos contextos. En todos estos casos, sin embargo, los arqueólogos tuvieron que resistir las presiones hacia la rutinización, y trabajar más allá de las especificaciones de los contratos y las leyes. O bien sacrificaron eficiencia y ganancias o hicieron esfuerzos extraordinarios por encima de lo que les pagaban. Tal trabajo emocionante no resulta de la estructura de la empresa, sino a pesar de ella.
Romper las jerarquías de experiencia y autoridad gerencial puede implicar nuevas estructuras de gestión así como nuevos diseños para los proyectos. Son necesarios los “expertos en la trinchera”, los arqueólogos que aportan conocimientos técnicos y científicos especializados “a punta de la cucharilla”, en lugar de los que delegan los informes técnicos como una tarea posterior a la excavación. La informatización ya permite que gran parte de lo que sucede en la oficina o laboratorio de investigación pueda transcurrir en el sitio en manos de aquellos que excavan. La recolección de datos no debe ser separada tan radicalmente del análisis e interpretación, porque podemos buscar estrategias metodológicas que permitan la renegociación flexible de los fines y objetivos del proyecto a la luz de los hallazgos en el campo (Shanks y Hodder 1995).
Es fundamental para un oficio de arqueología artesanal que se reconoce a sí mismo como una producción cultural un posicionamiento relativo de las comunidades, los trabajadores y sus públicos. Es la gente la que practica y “consume” la arqueología, así que es necesario tomar en cuenta, de manera atenta y sensible, las características de sus comunidades. Y esto nos lleva a un aspecto especialmente importante de la arqueología como oficio: nuestra obligación de asumir la responsabilidad por lo que hacemos y producimos. Una arqueología artesanal no puede ocultar sus intereses detrás de una noción de conocimiento por sí mismo, separada de las necesidades e intereses de las comunidades contemporáneas.
Conclusiones
Como oficio artesanal, la arqueología puede ser a la vez ciencia y humanidad. El lugar de la ciencia es el de la comprensión técnica del pasado material y de la apertura de la conciencia arqueológica a la riqueza empírica de las cosas que encuentra: desde las inclusiones minerales y el carácter de un tejido de arcilla revelado en un examen petrológico hasta la variabilidad dentro de una industria cerámica explorada mediante un análisis estadístico.
Pero la analogía con la artesanía también aleja la preocupación de la epistemología y metodología (que plantean la cuestión de cómo lograr una imagen y explicación verdadera y objetiva del pasado material, y han sido objeto de mucha atención en los últimos 25 años). El juicio del trabajo arqueológico no necesariamente debe tener que ver con el método y la adhesión a una epistemología particular de cómo lograr el “conocimiento” del pasado. El juicio y la evaluación se producen de acuerdo con la contribución a una práctica arqueológica no alienada.
Los cambios de epistemología y método también pueden superar la división entre los elementos subjetivos y objetivos de la arqueología, lo empírico y lo expresivo, ya que la labor artesanal es un diálogo constante entre el arqueólogo y lo material, entre el arqueólogo y la comunidad; una experiencia expresiva e interpretativa en la cual se crea el pasado.
Concebir la arqueología como artesanía significa también confirmar la importancia de la teoría, pero no tanto como un modelo abstracto de procedimiento, creencia, explicación o descripción. La arqueología ya está familiarizada con el formato de muchos artículos: comienzan con una declaración, premisa o argumento teórico que luego se “aplica” a un corpus de materiales. Estar teóricamente consciente, sin embargo, no tiene tanto que ver con esta aplicación “arriba-abajo”. Rara vez da buenos resultados empezar a hacer vasijas desde una estética abstracta que luego se aplica a un pedazo de arcilla. La práctica teóricamente informada implica, simplemente, ser reflexiva, y aplicar la crítica (estética, filosófica, ética, política, etcétera) a la práctica en cuestión. Analizar la decoración de la cerámica también puede implicar examinar ideas como son el estilo, la ideología, y hasta el arte y la artesanía, que informan sobre una comprensión interpretativa y creativa del material.
Por último, la analogía con la artesanía apunta a la importancia de acontecimientos recientes en el trabajo arqueológico, e invita a una disciplina más humanista que acepte el lugar de la subjetividad y lo afectivo. Pero en lugar de dividir la disciplina entre objetivistas y relativistas, científicos e historiadores, procesualistas y postprocesualistas, podemos efectuar una reconciliación y diálogo y una unidad de la diversidad a través de la práctica concreta y sensual que experimentamos como arqueología.
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*Publicado en American Antiquity, vol. 61, núm. 1 (enero 1996): 75-88. Traducción: Agapi Filini