Arqueología de salvamento y programas constructivos en México
Salvage Archaeology and Construction Programs in Mexico
Luis Alberto López Wario
Dirección de Salvamento Arqueológico-INAH, lalopezwario@gmail.com
En México, la práctica social e institucional de la arqueología está centrada tanto en la investigación como en la salvaguarda de los bienes arqueológicos, entendidos éstos como recursos nacionales, pues, posee un profundo sentido patrimonial. Empero, estas labores en torno al patrimonio arqueológico e histórico se encuentran inmersas en los efectos de agentes naturales y sociales, en este último rubro, principalmente, los generados por las obras de infraestructura de mayor envergadura, las que son impulsadas a partir de prioridades y criterios políticos, generalmente sexenales.
Palabras claves: patrimonio arqueológico, protección, obras públicas, políticas gubernamentales.
The institutional and social practice of archaeology in Mexico focuses on research and the safeguarding of archeological remains, which are understood as a national resource; this, because the discipline maintains a deep sense of the nation’s heritage. But archaeological labors involving the country’s historical and archeological patrimony are profoundly affected by agents both natural and social. The latter category emerges primarily in the context of large-scale infrastructure projects that are promoted on the basis of political decisions and judgments that reflect the priorities of Mexico’s six-year presidencies.
Keywords: archaeological patrimony, protection, public works, government policies.
Fecha de recepción del artículo: 11 de mayo de 2015 / Fecha de aprobación: 20 de octubre de 2015 / Fecha de recepción de la versión final: 25 de marzo de 2016.
Arqueología de protección y sus límites
La arqueología es una disciplina de eminente corte social, tanto por sus objetos de estudio como por los objetivos para desarrollarla (Olivé y Cottom 1995).
A pesar de que su objeto tradicional de estudio es ubicado en periodos antiguos de la historia de la humanidad (por lo general, los prehistóricos, en la acepción clásica del término), de forma contrastante su actividad se ve marcada por las dinámicas de la sociedad al estar inmersa en el contexto contemporáneo del investigador (López Hernández 2003; Rodríguez García 2014; Sánchez Nava 2004). Por ello resulta fundamental entender los entornos sociopolíticos en los que se desarrolla y, en el tema de este texto, primordialmente en torno a la arqueología de salvamento o protección.
En general en el mundo, pero en el caso concreto de México se puede incluso resaltar que en los más recientes treinta años el contrato social se ha modificado en varias de sus reglas y aplicaciones, pero primordialmente en sus procesos y objetivos globales, los que en gran medida resultan contradictorios con muchos aspectos de los que permanecen en la práctica cotidiana de la sociedad relativos a otros estadios (Judt 2010).
Esta nueva perspectiva socioeconómica ha propiciado una amplia y, desde mi perspectiva, cada vez más riesgosa transformación física del país, la que ha sido promovida por las distintas administraciones gubernamentales. Estas directrices, que se pretenden de carácter social, están asociadas a condiciones políticas y económicas que resultan complejas, carentes de equidad y cambiantes, lo que ha generado así mismo transformaciones en casi todos los órdenes de la vida nacional (Judt 2010, él con un enfoque mundial).
Con base en ese contrato social plasmado en leyes de nivel federal se efectúan labores de protección e investigación patrimonial. Estas labores nunca han sido ni serán desinteresadas, por lo que se generan disputas en su derredor, pugnas que quedan plasmadas en leyes en constante cambio que se les contraponen, así como en la enorme especialización concreta de cada área del saber acerca de este recurso nacional no renovable.
Toda actividad humana impacta el entorno natural e implica, entre otras cosas, la probabilidad de afectar áreas con vestigios arqueológicos resultado de vidas humanas en comunidad en un hábitat a través de diversas épocas (López Wario 1996; Martínez Muriel 1988a y 1996).
Ante este complejo panorama, con múltiples elementos incluso en pugna, se vuelve necesario encontrar nuevas formas de organización entre todos los involucrados en la investigación y protección al patrimonio arqueológico, principalmente, porque día con día se incrementa la distancia que existe entre la retórica que subraya en el discurso el enorme interés hacia el patrimonio, mientras que en la práctica no se concreta con acciones, lo que ha provocado, en los hechos, incluso a intentar regatearle sus beneficios como una productiva y valiosa inversión social.
Así, todas las labores arqueológicas se encuentran sujetas a condiciones y contextos de muy diversos orígenes, objetivos, magnitudes, sentidos y características, varios de procedencia política o social (López Hernández 2003, Rodríguez 2004, Sánchez Nava 2004), otros relativos al conjunto de conceptos y estrategias académicas (Gándara 1992); a los procesos y estrategias técnicas de construcción; e incluso, los concernientes al ámbito de la naturaleza.
Estas condiciones, por lo general, constriñen o perturban el desarrollo del quehacer arqueológico e inciden especialmente durante la recopilación de datos y materiales.
Es decir, que como parte de las actividades sociales, la arqueología se encuentra sujeta a múltiples factores, los que además sufren constantes modificaciones y cuyo origen se encuentra en los denominados factores externos y los factores internos de esta disciplina.
Por su naturaleza y su grado de incidencia, el efecto de los factores enunciados es más notable en las labores conocidas como salvamento o, como sería preferible denominarlas, de protección, toda vez que son la última oportunidad para evitar la pérdida de bienes materiales e información, a partir de complejos procesos de investigación y aplicación de estrategias tanto técnicas como legales (Martínez Muriel 1988a).
Es impactante percatarse que varias anotaciones aquí presentadas difícilmente habrían tenido cabida o validez antes de la década de 1980, aquella en la que se firmó el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica, puesto que la mayoría de los factores identificables contaban con mínimos grados de incidencia en la preservación patrimonial, en comparación con los que se registran en la actualidad; incluso en algunos casos aún no se formalizaban.
Además, también incide el que grupos de la llamada sociedad civil son cada vez más activos en la búsqueda de la satisfacción de sus demandas de servicios de todo tipo así como en las exigencias de respeto a sus tradiciones y espacios históricos, sin olvidar la creciente presión para el cumplimiento de los plazos para el desarrollo de las labores arqueológicas, términos derivados de los intereses económicos y políticos, así como por la diversidad de estos dos últimos elementos, los que en ocasiones se contraponen entre sí. No se puede soslayar la aplicación de tecnologías agrícolas y constructivas cada día más agresivas y expeditas.
No se puede dejar de lado el peso mismo de la mediatización acerca de lo que se entiende que es o no un bien o una actividad arqueológicos, pues el uso de determinados conceptos y de los dictámenes técnicos rebasa en gran medida al especialista que tomó una resolución técnica (Sánchez Nava y López Wario 2010). Queda de manifiesto que en arqueología es cotidiana la utilización del discurso, en la multiplicidad de sentidos que son posibles.
Se abunda en algunos de los factores enunciados. Varios de éstos son los que con mayor frecuencia generan alteraciones en los ámbitos natural y social, así como por su eventual impacto en la preservación y estudio de los bienes arqueológicos.
El primero de ellos es la transformación del uso del suelo, sea cuales sean los goces previos o los nuevos, así como el creciente desarrollo de obras para dotación de infraestructura con supuesto o real enfoque social, sin olvidar las condicionantes técnicas de construcción.
Incluso es dañina la actuación descoordinada de distintos órdenes de gobierno, quienes en gran medida actúan con ignorancia, desinterés o menosprecio hacia los bienes culturales y por las labores arqueológicas consecuentes, que buscan investigarlos, protegerlos y difundir sus resultados. Esta situación se modifica radicalmente cuando se presenta la posibilidad de la apertura de alguna zona arqueológica para la visita del público.
En el mismo sentido, resalta la presión que los constructores ejercen para que las labores arqueológicas se realicen sin que se vean afectados sus programas de obra, para ello argumentan la necesidad u obligación de respetar los tiempos programados para la entrega de la obra por parte de las autoridades gubernamentales a la ciudadanía. Esta situación ha propiciado que con alta frecuencia las labores arqueológicas se hayan desarrollado cuando las obras estaban en proceso, a pesar de que se hayan planteado con la debida anticipación las labores de los especialistas.
En consecuencia, se vuelve indispensable considerar la concordancia entre los plazos de la obra y los del trabajo arqueológico, plasmados ambos en convenios de colaboración, además de buscar que se sensibilice el personal técnico comisionado por las empresas constructoras, pues, son los agentes en quienes es entendible que, con frecuencia, antepongan razones fundamentalmente técnicas, con sesgos políticos y financieros, pero que siempre lo hacen con el argumento del beneficio para la comunidad.
Una característica que comparten estos trabajos es que, por lo general, se trata de obras de gran magnitud y vistosidad, impulsadas por instancias gubernamentales federales o estatales o del sector privado, como son los proyectos hidroeléctricos e hidroagrícolas; las nuevas vías de comunicación terrestre como autopistas o vías férreas; la introducción de gasoductos, tendidos eléctricos o líneas de transporte urbano; el impulso a los desarrollos turísticos, entre muchos otros que, en su mayoría, impactan en regiones y a dos o más entidades federativas.
Sin embargo, aún las acciones de gobierno que se podrían considerar menores y que no sobrepasan la jurisdicción municipal implican la alteración de vestigios arqueológicos, como serían los casos de la construcción de caminos vecinales; las remodelaciones de las plazas públicas; la construcción de un fraccionamiento; la introducción de servicios vitales como agua potable o drenaje; y, en particular, la edificación de casas individuales, entre otras muchas. Estas alteraciones se pueden considerar de tipo cotidiano.
Sin embargo, la mencionada búsqueda por parte de las autoridades de la mejora en las condiciones sociales de la población suele no considerar los impactos en el patrimonio arqueológico que podrían generarse a partir de su realización, sin que esta aseveración pretenda constituirse en una disputa acerca de su, en ocasiones, innegable necesidad, prioridad y beneficio social.
Entre otros de los fenómenos generalizados con repercusión directa en la afectación del patrimonio arqueológico se encuentran la producción de bienes agrícolas, en lo general todos, pero con mayor incidencia por las tecnologías aplicadas aquellos que son de consumo no generalizado, pues no corresponden a la canasta básica, o que están preferentemente encaminados a la exportación en concordancia con las modificaciones a los fundamentos y necesidades de los mercados internacionales en los que México participa. Es el caso de experiencias directas en zonas de Jalisco, Colima y Michoacán; en labores arqueológicas con motivo de obras de gasoductos y carreteras.
Así, el reciente (un par de décadas, aproximadamente) impulso a la instalación de enormes granjas avícolas de alta producción e invernaderos para cultivos delicados como la zarzamora o el brócoli; la apertura de huertas de mango y de aguacate u otras frutas; los cultivos de caña de azúcar o de agave tequilero, principalmente cuando están muy crecidos, tienen un consecuente impacto tanto en el entorno ambiental como en las actividades tradicionales de los grupos sociales, aunados al decremento en la producción de alimentos básicos para la comunidad en general, como son el maíz y el frijol, granos que, por lo tanto, tienen que ser importados.
En la actualidad, múltiples regiones del territorio nacional en las que se realizan actividades arqueológicas se encuentran bajo la intensa actividad agrícola en las que se aplica tecnología moderna como equipos y maquinarías para el arado intensivo; para la irrigación; el uso de fertilizantes químicos; para la construcción de invernaderos; y aun para la producción de estupefacientes.
Es común la introducción de maquinaria pesada para retirar las piedras de los terrenos agrícolas y hacerlos más propicios para los cultivos con técnicas modernas. Ésta es una actividad que deriva de los intereses de los agricultores, pero que en ocasiones se ha aplicado como una política de Estado en la búsqueda de aumentar la productividad del campo. A manera de ejemplo, se puede señalar que durante la administración estatal de Lázaro Cárdenas del Río (1928-1930) y en el sexenio presidencial de Luis Echeverría Álvarez (1970-1976) se llevaron a cabo acciones de “despiedre” en Michoacán en particular y, en general, en varios lugares del territorio nacional (López Wario y Pulido Méndez 2014).
En múltiples ocasiones, en el desarrollo de las labores arqueológicas de protección se detectan discordancias entre los elementos del paisaje que está a la vista con los que están representados en las fotografías aéreas y las ortofotos, sean o no de reciente manufactura. Se ha podido establecer que dichos cambios se han generado en lapsos muy cortos, en ocasiones en menos de diez años, y que son generados por diversos factores, entre ellos, el ingente e irregular crecimiento urbano, la explotación de bancos de material, con sus graves consecuencias por su grado de alteración y destrucción de evidencias arqueológicas, sin olvidar el uso o el reúso de espacios para rellenos sanitarios o basureros, o el acarreo intencional de suelos con la intención de mejorar los terrenos para nuevas y más productivas siembras.
Uno de los factores más relevantes y graves es el que tiene que ver con la tenencia legal de la tierra, que se presenta como una limitante a la investigación toda vez que las modificaciones a las leyes en la materia tienden a la privatización de las áreas productivas.
Al ser transformado el ejido de una propiedad comunitaria con tutela del Estado en pequeña y mediana propiedad de carácter privado, se han generado implicaciones legales y técnicas tanto para la situación social general como para los que impactan directamente en el ámbito de la naturaleza misma, y en los que inciden en los aspectos arqueológicos concretos (Sánchez Nava 1998).
Estos cambios de tenencia han permitido e incluso propiciado la especulación y el acaparamiento de tierras en pocas manos y, en gran medida, se derivan de las modificaciones legales impulsadas en el sexenio presidencial que inició en 1988, en particular, con el programa de regularización de predios, que recibió el nombre de Procede (Sánchez Nava 1998), que en el discurso oficial estableció se otorgaría certidumbre a los ejidatarios sobre uno de los elementos fundamentales de producción para el sector campesino nacional: la posesión de la tierra, pero cuyos resultados concretos con los años se resumen en la adquisición y acumulación de predios por parte de empresarios.
En consecuencia, la simple revisión de los terrenos para verificar la existencia de asentamientos arqueológicos queda sujeta a la voluntad y decisión del propietario, y no siempre se concreta la posibilidad y oportunidad para desarrollar una actividad arqueológica mayor.
Éste es un ejemplo más de cómo las formas de organización social nacidas del periodo revolucionario y formalizadas en el postrevolucionario han sido trastocados a partir de nuevos enfoques políticos que priorizan la desregulación o desintegración de los organismos estatales y de las prácticas comunitarias. Una empresa o mecanismo social sólo podrá ser productivo y estar en consonancia con el mundo actual si se abre al libre comercio, se postula más que en la retórica en la práctica política diaria desde hace tres décadas. Las consecuencias ya se observan.
Lo anterior ha derivado como nunca antes en la historia de la humanidad y de la arqueología en una serie de fenómenos sociales con implicaciones en el patrimonio arqueológico y con alto impacto en el entorno ambiental como son la incesante alteración de cauces de los ríos, tala de árboles, desastres en áreas con presencia de fauna silvestre y doméstica, así como en áreas de producción y de dotación de diversos bienes y servicios, tales como cultivos, pozos y canales de agua, en varios casos para riego, además de los impactos en casas, carreteras, comercios y producción agropecuaria. Tampoco se puede negar que muchas de estas mismas obras que en la actualidad son afectadas, durante su construcción también incidieron para la alteración o pérdida del patrimonio arqueológico.
A ello se aúna la creciente solicitud de requerimientos por parte de los propietarios que cuentan con la expectativa de obtener beneficios inmediatos, directos y personalizados a partir de la construcción de una obra, en particular, las supuestas utilidades monetarias por el pago de las áreas que serían afectadas por la obra proyectada, o con el planteamiento de necesidades de corte social como serían la dotación de servicios del tipo de mercados, caminos, centros de salud, entre otros.
En fechas más recientes se pueden incluir entre los factores al incremento en las acciones públicas de los grupos delictivos, en particular, aquellos relacionados con el narcotráfico y el secuestro, y hasta por la acción de su contraparte, los grupos militares, policiales federales, estatales y municipales, y los grupos de autodefensa, entre tantos grupos que asolan al país, lo que implica alto riesgo para verificar arqueológicamente los terrenos.
En la otra gran vertiente se encuentran los factores internos, aquellos que se entiende podrían constituirse o al menos considerarse como los que cuentan con mayor posibilidad de resolución por las instituciones enfocadas al patrimonio arqueológico, en las que descuella por supuesto el INAH y sus especialistas. En este grupo de elementos se hallan la insuficiencia de personal y de su consecuente actualización, la grave descoordinación de las actividades institucionales, que llega incluso a plasmarse en la duplicidad de atención a la misma labor y, de manera fundamental, la carencia de aplicación de criterios académicos y técnicos homogéneos, este vacio genera discursos, procesos de trabajo y dictámenes que llegan a ser contradictorios.
De la misma manera, también incide la compleja aplicación de los disminuidos recursos con su cauda de efectos negativos, como serían su insuficiencia, su dotación en tiempos inadecuados y la aplicación de normas administrativas que dicen que pretenden apremiar las resoluciones, pero que en la práctica generan mayores retrasos.
Es manifiesto que hay una relación indisoluble entre la salvaguarda del patrimonio arqueológico y las obras, es decir, entre las técnicas, las áreas y los sistemas constructivos con los espacios sujetos a estudio, los temas abordados y los procedimientos arqueológicos.
Es ya sabido que en general el tipo de obras condiciona los procedimientos arqueológicos. Por ejemplo, la construcción de carreteras o gasoductos implica la realización de obras de tipo lineal que, por otra parte, son las de mayor potencialidad para desarrollar investigaciones y protección arqueológicas por su notable flexibilidad. En el mismo tema, no se puede olvidar que se dio un auge a este tipo de obras con un gran impacto en el patrimonio arqueológico e histórico a partir de la firma del Tratado de Libre Comercio entre los países de Norteamérica.
La búsqueda por satisfacer las necesidades de la sociedad que se expresan en demanda de energía eléctrica, transporte eficaz, áreas de habitación cómoda y funcional, carreteras seguras y rápidas, zonas agrícolas y ganaderas productivas, etcétera, provoca que se reutilice el espacio, lo que hace peligrar el patrimonio arqueológico.
¿Se puede discutir el hecho de que toda obra afecta y pone en riesgo ese patrimonio? La alteración es un hecho ineludible, pero puede ser mínima si se realiza la labor arqueológica pertinente o muy grave e incluso total si la obra se desarrolla sin la intervención de especialistas.
Cambios sexenales, programas de obras y arqueología de protección
En el campo más específico del ingente quehacer de salvamento arqueológico, se define de manera fundamental porque se encamina a la investigación y la protección del patrimonio que pueda ser afectado por el desarrollo de alguna obra y porque el área en concreto en que se realiza el estudio y, en menor grado, los tiempos aplicados para el mismo no dependen de la voluntad del investigador. En contraparte, es significativo que los temas analizados sí están sujetos a una determinación académica.
Para la comprensión del proceso histórico del salvamento arqueológico en México se deben considerar variables como son los cambiantes tipos de obras, las que han sido impulsadas primordialmente de acuerdo a políticas gubernamentales. De la misma manera, las estrategias y sistemas constructivos se han modificado en función del avance tecnológico.
Sin embargo, la cambiante política social en el país, la que se caracteriza por su enfoque sexenal, es un aspecto que es necesario abordar para entender la incidencia de elementos fuera del ámbito de la arqueología académica. Es decir, ya no sólo las formas concretas de desarrollar una obra, la acción de la naturaleza y las condiciones internas de organización del INAH y sus agentes son las que impactan al patrimonio. La aplicación de cambiantes prioridades en política social en la definición de cuáles son las obras y en qué zonas se desarrollarán, también está agrediendo al patrimonio arqueológico.
Desde hace cerca de 35 años se vive un periodo político que se caracteriza por la búsqueda, al menos en el discurso, del crecimiento macroeconómico mundial, que en mucho está fundamentado en la aplicación de diversos pactos internacionales (Judt 2010). Sin embargo, aún en el transcurrir del periodo se detectan variaciones específicas. En esos cambios se detecta que se ha llegado a priorizar determinado tipo de obras.
Se debe reconocer y subrayar que en este análisis se encuentra un sesgo de la información puesto que estos resultados refieren, en primer lugar, a las regiones y zonas en las que el INAH, en concreto a través de la Dirección de Salvamento Arqueológico (DSA), ha desarrollado de manera primordial sus labores, ya sea por razones de tipo legal, académica o política. Es decir, que se debe admitir que los resultados se obtuvieron a partir de evaluar las intervenciones del INAH en las obras, y no en función de ser una selección académica pura. Tampoco se puede soslayar que el INAH, a través de los investigadores adscritos en sus representaciones estatales, ha desarrollado labores arqueológicas semejantes en sus entidades. Se recomienda ver los catálogos de informes y proyectos arqueológicos, tanto en el Archivo Técnico de Arqueología, con sus 8,960 informes y proyectos, junto con 10,283 discos compactos, 3,662 expedientes del Consejo y 3,240 expedientes de la Coordinación de Arqueología, que contienen intercambios epistolares, oficios, fotografías, mapas, como los existentes en la DSA, en sus más de 1,550 volúmenes, con datos hasta marzo de 2016.
Sin embargo, aquí se cuenta con un conjunto de datos que permite mostrar la tendencia general de la arqueología que no es de la conocida como inducida, sino la de aquella que es resultado de impulsos ajenos a la academia arqueológica.
De la misma forma, se anota la existencia de un impacto cuyo origen se ve fortalecido por el centralismo político y financiero en la toma de decisiones que involucran a grandes porciones o la totalidad de los habitantes del país. Ese centralismo se plasma, entre otras consecuencias, en la distribución poblacional y, por ende, en la necesidad de abastecimiento de recursos que se focalizan en ciertas áreas, por lo general, en las que se encuentran las megalópolis.
A partir del análisis de las labores reportadas para el periodo 1983-2001 en la DSA se pueden obtener algunas conclusiones (López Wario 1994 a 2001; Martínez Muriel 1988). En específico para el periodo 1989 a 2001, los datos indican que se efectuaron cerca de 1,600 inspecciones (1,582), labores que resultan de la atención a potenciales o reales afectaciones al patrimonio arqueológico, y de su evaluación en mayor escala. Resalta el hecho que en los primeros seis años del periodo (1989-1994) se atendieron 578 (36.5 % del total), y las restantes 1,004 (63.5 %) en la segunda fase (1995-2001).
De ese total de 1,582 inspecciones, en 190 casos (12 %) derivó a la atención por medio de labores de emergencia (rescates), en 33 casos (2.1 %) en realización con estudios arqueológicos de factibilidad y en 85 casos (5.4 %) en efectuar algún proyecto de investigación mayor, un salvamento. Es decir, que en conjunto en 19.5 % de las labores atendidas se derivó una labor que se extendió por plazos mayores.
En el tema de geografía política, queda de manifiesto que la mayor parte de las investigaciones se realizó en una sola entidad, seguida de los casos que abarcaron dos entidades, posteriormente en tres entidades, después las que tocaron cuatro entidades y se cierra la lista con el único caso (un gasoducto, en la costa del Golfo de México) que se desarrolló en cinco estados.
Las inspecciones se atendieron en casi todo el país, pero resaltan por su cantidad los casos de la Ciudad de México, Estado de México, Veracruz, Tlaxcala, Tabasco, Hidalgo, Michoacán, Guerrero, Oaxaca, Chiapas, Quintana Roo, Sinaloa, Nayarit, Jalisco, Baja California y Querétaro. Sin embargo, es notable que las menciones se concentren en el área metropolitana de la Ciudad de México, en las delegaciones Cuauhtémoc, Coyoacán, Xochimilco, Azcapotzalco, Venustiano Carranza y Tlalpan.
Las labores consideradas mayores por sus objetivos, plazos de realización y en ocasiones por recursos, se realizaron en amplia variedad de entornos. Como rasgo importante del quehacer de salvamento en México, se debe mencionar que tales obras de mayores dimensiones han implicado la posibilidad de realizar investigaciones arqueológicas regionales o de área.
La presión por el uso o reúso de espacios en ámbitos urbanos, los cambios en la tenencia del suelo, principalmente, en los atractivos centros históricos y las modificaciones a la legislación acerca de los usos idóneos de los espacios, han generado la necesidad que se intervenga en un creciente número de predios, los que pueden ser de tenencia o de uso, ya sea público o privado.
En la mayoría de los casos se detectó que el cambio en el uso de suelo fue principalmente de habitación a comercial, con la colateral modificación en la tenencia que transcurrió de lo público a lo privado; todo esto fue posible por las modificaciones a las legislaciones locales en los planes parciales de desarrollo y de organización territorial (El Colegio de México 1987).
Entre los casos más significativos resaltan la nueva sede de la Secretaría de Relaciones Exteriores (frente a su antigua sede en la Plaza de las Tres Culturas), el Parque de los Olivos, en Tláhuac, los que corresponden al Programa de mercados en condominio o los impulsados por ficapro o fividesu, el añejo Plan Tepito, el edificio Electra-Cuicuilco C (antes Liconsa), Banamex-Capuchinas, La Escuadra-Azcapotzalco, Mexicatlzingo y La Palma, Estado de México, por mencionar algunos, así como una creciente cantidad de construcción de casas familiares en Coyoacán, Cuauhtémoc, Azcapotzalco, Tláhuac, Venustiano Carranza, Xochimilco, Álvaro Obregón y Benito Juárez, en la Ciudad de México; y en Ecatepec, Tultitlán, Coacalco y Guadalupe Victoria, en el Estado de México.
Varios de estos últimos casos están relacionados con lotes que se encuentran en áreas decretadas con monumentos históricos, que obligan a los constructores a tramitar el visto bueno del INAH. Sin ese requisito, si no es que todos, la mayoría de estos casos se hubieran perdido. Lamentablemente, es un requisito cuya existencia no rebasa la década de los noventa.
En múltiples casos, son terrenos en los que ya se encontraba alguna edificación, si no histórica, sí por lo menos antigua. Es decir, el área metropolitana de la Ciudad de México, en su incesante crecimiento que pone en riesgo la preexistencia de vestigios, obliga a efectuar innumerables labores arqueológicas.
En los edificios históricos, su deterioro o riesgo de desplome está, por lo general, derivado de su abandono, mal uso e incluso abuso, sin olvidar que gran parte de los impactos en la Ciudad de México se derivan de la incontrolada desecación de los mantos freáticos en el lago de Texcoco, todo ello a partir de determinaciones políticas tomadas durante décadas. Este conjunto de factores obliga a la remodelación de los inmuebles, y una nueva política para encontrar valor financiero en estos edificios ha revertido la tendencia de abandono: ahora son objeto de remodelaciones y cambios de uso de suelo, para comercios, oficinas y algunas viviendas.
Como ejemplos se encuentran las intervenciones en casos tan señalados como la recimentación y remodelación de múltiples espacios en el Palacio Nacional, la Catedral Metropolitana, la sede de la Secretaría de Educación Pública/Ex convento de Antigua Enseñanza, la Casa del Arzobispado, Casa de Donceles 14/Edificio snte, el Ex Colegio de Niñas/Club de Banqueros, la Casa de la Música/González Bocanegra 73, el Monte de Piedad, La Alhóndiga/El Diezmo, La Ciudadela/Biblioteca México, el Colegio de Niñas, la Capilla de San Antonio, El Ex Colegio de Cristo, la Casa de los Marqueses de Aguayo, la Casa Leona Vicario, el templo de Santa Inés, e incluso casas históricas en las calles de Leandro Valle, Topacio, Torres Quintero o Regina, o la Casa de la Bola, todos en la Ciudad de México.
Gran parte de ellos son resultado de la necesidad de remodelarlos para adecuar los espacios a un nuevo uso, ya sea como nuevas oficinas gubernamentales o particulares, sede de algún entorno museístico o para comercio, por lo general, de empresas mayores. Los edificios históricos dejan de ser espacios de habitación o bodegas, y lo oneroso para su recuperación es sólo permitido a través de grandes y poderosos grupos financieros o con los recursos aportados por el ejecutivo federal.
Sin embargo, la intervención no se ha limitado a predios o inmuebles históricos aislados, sino que se ha participado en desarrollos urbanos, ese conjunto de espacios que han sido transformados primero en su tenencia, con el consecuente y subsecuente cambio en el uso del suelo, como son los casos de El Dorado, en Boca del Río, Veracruz, el Proyecto Alameda, la plaza central de Xochimilco y la ex Refinería de Azcapotzalco, estos tres últimos ubicados en la Ciudad de México y los del centro histórico de Ciudad Juárez, Chihuahua o la Plazuela Rosales, en Culiacán.
La necesidad de dotar de servicios y espacios para el tránsito vehicular o su aparcamiento, en ciudades diseñadas para otras magnitudes y otros sistemas de transporte, conducen a la política de generación de estacionamientos públicos construidos con capital privado, como es el caso de los realizados en la Plaza Adamo Boari, frente al Palacio de las Bellas Artes, la Plaza Garibaldi, el Morelos, o en la Cámara de Senadores, los que también en su totalidad son ejemplos que se encuentran en la Ciudad de México.
Uno de los mayores compromisos que adquirió el gobierno de México con la firma del Tratado de Libre Comercio con Canadá y Estados Unidos de América en la década de los ochenta consistió en la obligación de que el país cuente en toda su extensión con vías de comunicación terrestre en buen estado, que permitan el tránsito expedito y seguro de mercancías y pasajeros. Se puede notar que la mayoría de los trazos carreteros conectan grandes poblaciones entre sí o con los centros productivos de mercancías (muchos de ellos de exportación) y con los atractivos centros turísticos.
Esas arterias viales fueron impulsadas a partir del sexenio que inició en 1988, se han construido o revitalizado una cantidad muy grande de carreteras. Las labores arqueológicas se han efectuado de acuerdo con la Secretaría de Comunicaciones y Transportes (sct) o con las empresas privadas concesionarias, cuya intervención directa se ha incrementado con el transcurrir de los sexenios.
Por referir sólo algunos ejemplos mayores, se cuentan las carreteras entre el occidente y el centro del país: la México-Guadalajara, en su tramo Maravatío, Estado de México-Zapotlanejo, en Jalisco, que atraviesa el estado de Michoacán; las Pátzcuaro-Uruapan, Uruapan-Nueva Italia y Nueva Italia-Lázaro Cárdenas, todas en el estado de Michoacán. En el estado de Jalisco, se cuentan la Guadalajara a Tepic, en Nayarit; la Tonalá-Tlaquepaque; la Puerto Vallarta a Jala, Nayarit; el conjunto denominado Ramales Jalisco; la de Rincón de Romos a los límites de los estados de Aguascalientes y Zacatecas; la de Lagos de Moreno a San Luis Potosí; el Libramiento Matehuala, en San Luis Potosí; y además de la San Blas, en Nayarit a Mazatlán, Sinaloa; y la Mazatlán, Sinaloa a Durango, Durango.
En el sur se construyó la México-Oaxaca, en su tramo de Cuacnopalan, Puebla a Oaxaca, Oaxaca, mientras que en el sureste del país también se construyeron obras como carretera Aguadulce, Veracruz a Cárdenas, Tabasco; la Perimetral Cozumel y Xcalak-Majahual, ambas en Quintana Roo; y en el estado de Guerrero se encuentran los libramientos de las poblaciones Ixtapa y El Chico.
En el oriente del país, ya sean tramos carreteros locales o hacia el centro y las construidas en el altiplano se encuentran la México-Tuxpan, en sus trazos Tuxpan-Poza Rica, Veracruz; y la Cardel-Gutiérrez Zamora, en Veracruz; la Asunción-Tejocotal, ambas en Hidalgo; y la Tulancingo, Hidalgo a Teotihuacán, Estado de México; y la Pachuca-Jilotepec, la Tula-Jilotepec, Huejutla-El Álamo, el Libramiento Tulancingo, Tejocotal-Ávila Camacho, todas en el estado de Hidalgo; e incluso La Venta, en el Estado de México al Colegio Militar, en la Ciudad de México; y la Salamanca-Celaya, en el estado de Guanajuato.
Ese incesante crecimiento llevó incluso a que se atendieran labores arqueológicas en vialidades de menores dimensiones, pero de alto impacto patrimonial como los llamados Tercer Anillo de Circunvalación en Colima, Colima y la Vialidad López Portillo, en el Estado de México.
Una labor arqueológica que ha sido constante en la DSA es aquella que se efectúa en relación con la construcción del Sistema de Transporte Colectivo Metro. Es un programa que se ha atendido en función de las prioridades del gobierno federal y del local, en ocasiones, utilizando este bondadoso programa de transporte como arma política financiera.
La DSA ha intervenido en esta red que cruza a la Ciudad de México en todos sus sentidos, desde las líneas originarias hasta la más reciente, la conflictiva Línea Dorada, la 12. Es notable que en el sexenio de 1964 a 1970 se construyeron las primeras líneas (1, 2 y parte de la 3), como parte del compromiso gubernamental relativo a los ix Juegos Olímpicos, pero que en el siguiente (1970-1976) no se construyó ninguna; ya existía la infraestructura y no existía compromiso internacional. El sexenio de 1976 a 1982 impulsó de nueva cuenta la construcción de esta obra colectiva, al desarrollar las líneas 3 en sus tramos sur y norte, la 4 y la 5. En el sexenio posterior, 1982-1988, en el marco del crecimiento urbano desmedido, se continuó con el impulso a estas obras, al construir las 6, 7, la 9, la A e incluso el intento de la línea 8 en su trazo que cruzaba el Zócalo. En el sexenio siguiente, 1988-1994, se impulsó la línea 8; en el siguiente (1994 a 2000) se construyó la línea B (se les denomina con letras a las líneas que en su trazo tocan tanto territorio de la Ciudad de México como del Estado de México), pero en el sexenio del cambio (2000-2006) no se desarrolló obra alguna de este tipo (se dieron constantes confrontaciones entre el gobierno federal y el capitalino, de filiaciones partidistas opuestas), y es hasta el 2006-2012 que se construye la línea 12, al saltarse la numeración de las líneas 10 y 11, buscando entregar una obra conmemorativa del Bicentenario del movimiento insurgente. La megalópolis rebasada principalmente al norte y al oriente, la búsqueda de vías de comunicación, y los grupos políticos confrontados.
De la misma manera, se intervino en los estudios preliminares para construir las instalaciones para el llamado Ecotren, en el Estado de México, y ya se intervino en el tren interurbano que es compromiso presidencial del sexenio 2012-2018: el tren de cercanías Ciudad de México-Toluca, y se canceló por factores políticos el Ciudad de México-Querétaro, el que en fases comprometidas por el ejecutivo federal integraría en un segundo momento a la capital del país con Guadalajara, capital del estado de Jalisco y posteriormente de Querétaro con la frontera norte del país, que se ramificaría a los Estados Unidos de América y Canadá. De la misma manera, se construiría un tren llamado Transpeninsular, en la península de Yucatán, el que también fue cancelado, en este caso argumentando razones financieras. Si en el sexenio 2012-2018 existe un programa de construcciones éste enfatiza la red de vías férreas en el territorio nacional, ignoradas durante décadas por los gobiernos sexenales. Lamentablemente en los hechos; quedó en un mero programa.
La necesidad de pronta comunicación y las concesiones a empresas particulares del espectro de la telefonía e internet también se ha visto plasmada en las intervenciones arqueológicas en los años recientes. Así, se cuentan obras como los ingentes tendidos de fibras ópticas intraurbanas y conexiones entre ciudades, de ellos el de la empresa Avantel, que sobresale por su extensa red que enlazó los estados de Hidalgo, Puebla, Tlaxcala y el Estado de México, en un amplio arco que rodea a la metrópolis capitalina.
También han sido objeto de interés de la clase dirigente los ingresos que pueda generar la llamada “industria sin chimeneas”, actividad que igualmente contamina y altera tanto el entorno como al preexistente material arqueológico. La DSA ha intervenido en los más recientes 30 años en desarrollos turísticos que buscan atraer principalmente al visitante internacional, si consideramos los costos de los servicios, lo exclusivo de los centros de atención sin dejar de lado el idioma imperante. Así, lugares como Playacar, Paamul y Xaac, en Quintana Roo; La Mandarina y Punta Mita, en Nayarit y Jalisco; Ixtapa Zihuatanejo y Punta Diamante, en Guerrero; y Puerto Peñasco, en Sonora, son áreas que han permitido ciertamente recuperar información y evidencias arqueológicas, pero cuyo costo ambiental, patrimonial y social aún está por verse, pues, sus consecuencias son a largo plazo.
De la misma manera, también se ha participado en desarrollos de centros de salud, aunque en menor grado en comparación que otros tipos de proyectos constructivos. Es el caso de hospitales como el ubicado en Huipulco, en la Ciudad de México o el Hospital Universitario, en la capital de Colima. En ambos casos, proyectos de origen estatal, la información arqueológica fue muy relevante y se logró la preservación de la información, y parcialmente en las manifestaciones físicas.
En espacios educativos es el mismo caso que en el anterior. La diferencia estriba en que se ha participado con recursos tanto de origen público como privado, en virtud de las modificaciones a las reglas para impartir la docencia y generar la divulgación del conocimiento. Son los casos de la construcción del centro educativo de la Unitec, en Iztapalapa, o en la remodelación o adecuación de espacios museísticos como el Museo Nacional de Historia, en el área de Chapultepec; el Museo de la Luz/Ex Colegio de San Pedro y San Pablo, en el centro histórico de la Ciudad de México; al igual que el museo Franz Mayer o el Ex Convento del Carmen, en San Ángel; el de Xochimilco, también en la capital del país; y el Museo del Virreinato, ubicado en Tepotzotlán, Estado de México.
El desarrollo de obras no es una novedad; lo que aquí se señala es que este incesante proceso constructivo ha incidido en campos que con anterioridad no eran afectados. Se debe reconocer también que la presencia del INAH ha aumentado y, en parte, su capacidad de respuesta, por lo que su participación se ha diversificado y ampliado, con lo que se evitó la pérdida o alteración del patrimonio.
Así, a partir de la década de 1980, pero en específico en los veinte años más recientes, la DSA intervino en la construcción de áreas industriales como Johnson y Johnson, en el área de Iztapalapa, situación extraña porque la industria es alentada para instalarse en zonas conurbadas. Así mismo, se cuentan las intervenciones en áreas de comercio como el mercado Abelardo Rodríguez y las múltiples y exitosas plazas comerciales, varias de ellas en el centro histórico capitalino, con capital extranjero, y en los centros comerciales como las plazas Loreto o Cuicuilco, en el sur de la Ciudad de México, impulsadas por el grupo financiero más poderoso en el país. Ya existían centros o plazas comerciales, pero por fin en México se tienen malls.
Con la modificación a la legislación nacional en materia religiosa, principalmente, en el caso de la Iglesia católica, a partir del mismo sexenio presidencial de 1988 a 1994 se impulsó la apertura de los trámites eclesiásticos en varios aspectos, entre ellos la construcción de los templos. La DSA intervino en las obras o en los proyectos no logrados como son la catedral de Ecatepec, Estado de México, el Santuario de la Mexicanidad, en la Ciudad de México y la capilla de San Miguel Arcángel, en cuyos procesos administrativos intervino directamente la curia católica nacional, a su más alto nivel.
Tanto por las modificaciones a la legislación particular como por las relativas a los nuevos usos del suelo, de forma escasa se colaboró en desarrollos constructivos que afectarían el patrimonio como son el cementerio de la comunidad de San Francisco Xalpa, al sur de la Ciudad de México y en los cada día más exiguos desarrollos agrícolas en ejidos como los de San Gregorio Atlapulco o San Luis Tlaxialtemalco, en la misma zona. Estas intervenciones se efectuaron, sobre todo, gracias a la participación de las comunidades, quienes solicitaron la intervención de la DSA, pues con mucha seguridad esta posibilidad se hubiera perdido por la falta de interés y capacidad de los gobiernos delegacionales.
El crecimiento urbano, el inacabado centralismo político y poblacional, así como la necesidad del agua pura o al menos tratada, llevó a la participación de arqueólogos en el Proyecto del Sistema de Saneamiento de Aguas, obra efectuada en colaboración con las autoridades de la Ciudad de México y del Estado de México, con plantas de tratamiento en las localidades de Tonanitla y Conejos, en territorio mexiquense.
En ese mismo espacio geográfico político, pero con una instancia muy distinta, se intervino en algunas obras de remodelación de la base aérea militar ubicada en el territorio vecino a la población de Santa Lucía. La aparición de restos óseos de fauna pleistocénica obligó a la Secretaría de la Defensa Nacional a dar parte a la DSA, quien registró y estudio tanto los restos como el contexto natural del hallazgo. Es un caso extraño si consideramos las condiciones y limitantes por tratarse de una zona que es considerada como de seguridad nacional. De la misma manera, se efectuaron labores arqueológicas con motivo de la construcción del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México, obra pospuesta desde el sexenio 2000-2006, suspendida por los conflictos político-sociales con las comunidades del área, a las cuales no les consultaron y decidieron por ellas.
Otro ámbito prioritario también a partir de la firma del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica se encuentra en la producción satisfactoria, a partir de los intereses capitalistas, en tanto la cantidad y el expedito y seguro traslado de energéticos, tales como el petróleo, el gas y la electricidad. Las modificaciones de organización administrativa en cuanto al organismo que diseñe o desarrolle físicamente los proyectos también se hacen sentir en este sector. Los oleoductos y gasoductos eran impulsados e incluso construidos por la empresa nacional Pemex. A partir de la última década del siglo xx, la coordinación del INAH para estos proyectos se hizo primordialmente con la Comisión Federal de Electricidad y en los años que corresponden al nuevo siglo se hace incluso con la intervención directa del capital privado, tanto nacional como foráneo.
Son los casos de los gasoductos de Pemex en Guanajuato-Michoacán, en sus tramos en los estados de Guanajuato y Michoacán (Yuriria-Salvatierra y Uruapan-Lázaro Cárdenas); el gasoducto Tabasco-Nuevo León, ambos en los setenta, años del boom petrolero, o los gasoductos con Comisión Federal de Electricidad (cfe) de Ciudad Mier a Monterrey, Nuevo León; el Palmillas-Toluca, Querétaro-Estado de México; el de El Bajío; el de Ciudad Pemex, Tabasco a Valladolid, Yucatán; y el Tlaxcala-Puebla-Morelos, en los recientes 20 años.
De la misma manera, los proyectos hidroeléctricos e hidroagrícolas, en algunos casos en los setenta y ochenta del siglo xx con la extinta Secretaría de Agricultura y Recursos Hidráulicos, así como con la Comisión Nacional del Agua (Conagua) y la cfe, con los ejemplos de las presas El Gallo y la fallida La Parota, en Guerrero; la Zimapán, en los estados de Hidalgo y Querétaro; Aguamilpa y El Cajón, en Nayarit; Huites-Colosio, en Sinaloa y Sonora; así como la también no realizada El Tule-Temascaltepec, Estado de México y El Realito, en la frontera de San Luis Potosí y Guanajuato.
Cabe destacar el hecho que la no construcción de las dos presas mencionadas (La Parota y El Tule-Temascaltepec) se debió a la oposición de las comunidades en las que se efectuarían las obras, así como a la participación de diversas organizaciones civiles nacionales e internacionales, quienes argumentaron daños irreversibles al entorno y consecuencias negativas a las comunidades abastecedoras, e incluso llegaron a impedir el paso a las zonas de obras de estos proyectos que pretendían generar energía eléctrica o transportar agua a la capital de la república o al destino turístico de playa más tradicional en el país: Acapulco.
También con la cfe se atendieron múltiples líneas de transmisión que surcan el territorio nacional, principalmente, encaminados a conducir la energía eléctrica a grandes poblaciones y centros turísticos en los estados de Guerrero, Campeche, Colima, Puebla, Estado de México, Chihuahua, Oaxaca, entre muchos más, sin olvidar los subterráneos en la Ciudad de México. La energía eléctrica era producida, pero no distribuida, por lo que se impulsó la construcción de una amplia red de líneas de transmisión.
Vistas de conjunto, se encuentra que las obras más atendidas con trabajos arqueológicos son las carreteras con cerca de 25 % de investigaciones; seguidas en orden decreciente por las líneas de transmisión con 21 %, los desarrollos urbanos con 20 %; gasoductos con 11 %; los proyectos hidroeléctricos y proyectos hidroagrícolas con 6 % por cada tipo de obra; saqueos con 4 %; desarrollos turísticos con 3 %; y al final los poliductos con 2 %.
Agrupando las investigaciones arqueológicas desarrolladas por la DSA por tipo de obra atendida, con base en cortes por periodos sexenales tenemos que durante el sexenio de 1976 a 1982 predominan las intervenciones en gasoductos, seguidas de las correspondientes a los proyectos hidroagrícolas, proyectos hidroeléctricos y escasamente en desarrollos urbanos.
Sin embargo, para el sexenio de 1983 a 1988 cambia la presencia predominante a los trabajos arqueológicos en desarrollos urbanos, proyectos hidroeléctricos y los infaltables saqueos, seguidos de intervenciones en gasoductos, poliductos y desarrollos turísticos.
En el sexenio 1989-1994 se mantienen las intervenciones arqueológicas en desarrollos urbanos, para que posteriormente se presenten en las carreteras, los proyectos hidroagrícolas, los proyectos hidroeléctricos y los saqueos, algunas en desarrollos turísticos y escasamente en líneas de transmisión.
Para el sexenio 1995-2000, aumentan considerablemente las actividades arqueológicas en carreteras, seguidas de las realizadas en gasoductos y las correspondientes a proyectos hidroagrícolas, poliductos y desarrollos turísticos.
El sexenio 2001-2005 se caracteriza por la participación de especialistas en arqueología en la construcción de líneas de transmisión, carreteras, desarrollos urbanos, seguidos de las participaciones en proyectos hidroeléctricos y escasamente algún gasoducto.
Es decir, que el desarrollo de investigaciones también refleja la tendencia mayor para participar con arqueólogos en determinados proyectos, pues, predominó la atención a los gasoductos en el sexenio de 1976 a 1982, seguida de desarrollos urbanos durante 1983 a 1994, la atención a carreteras en el sexenio 1995 a 2000 para llegar a la participación en líneas de transmisión durante los años 2001 a 2005.
Estos comentarios reflejan la propensión que se ha presentado, en general, en el quehacer desarrollado por la DSA desde su fundación hasta la fecha, pues se ha transcurrido, en lo general, a realizar investigaciones arqueológicas posteriormente al término de la obra o cuando ya estaba en proceso de construcción; a intervenir de manera simultánea al desarrollo de las obras hasta llegar a efectuar estudios arqueológicos de factibilidad, los que posibilitan de manera precisa, rápida y legal contar con un análisis de presencia de materiales arqueológicos, así como su eventual afectación por la realización de una obra.
El paradigma político, social y tecnológico ha cambiado, mientras que la respuesta del INAH ha ido, por lo general, en reacción contraria, a paso más lento. ¿Por qué no cambiar los esquemas organizativos para afrontar de mejor manera los retos para preservar, conocer y difundir el conocimiento acerca del proceso histórico plasmado en restos materiales?
Es decir, ya no basta que en la mayoría de las obras se pueda efectuar un trabajo arqueológico porque se cuenta con los convenios respectivos firmados con diversas instancias de gobierno, ya sean federales, estatales o municipales, o los que se tuvieron que establecer con la iniciativa privada, por la creciente participación de particulares en obras de carácter público.
Ahora ya es necesario generar propuestas en cuanto a la permanencia y goce de evidencias arqueológicas que se encuentran en zonas que estarán en riesgo de afectación a mediano o largo plazos, así como a la obtención de dictámenes previos a las obras, que reflejen la posición del INAH en torno a la preservación y no afectación del patrimonio.
Hacia Adelante
De manera muy certera, tradicionalmente se han destacado como elementos que inciden en la adecuada preservación e incluso registro de evidencias arqueológicas a los factores de tipo técnico, como son la calidad y cantidad de los datos de los sitios arqueológicos. En el caso específico de los salvamentos arqueológicos, se agrega el peso de las características constructivas de cualquier obra por evaluar, sin olvidar la existencia o no de datos de registro arqueológico de labores previas, así como los relacionados con factores de tipo natural, es decir, la vegetación, el clima, la orografía, la fauna silvestre e inducida, los componentes del suelo, además de los impactos que ha sufrido este entorno por la acción del hombre.
Sin embargo, aquí se subraya que se deben enfatizar por su creciente agresividad los factores de tipo social, las constantes y cada vez más intensas modificaciones al uso del suelo, sus cambios de destino, las muy desarrolladas técnicas productivas, los cambios en la tenencia de la tierra que han generado acaparamiento y aumentado las condiciones precarias de los antiguos poseedores y ya hoy desposeídos, sin soslayar los impactos que generan los proyectos constructivos, que han propiciado la acción y la presencia e, incluso, el crecimiento y apoyo de grupos delictivos, así como la oposición de la comunidad a las obras de supuesto beneficio social general.
Las determinaciones en política social o al menos constructiva han generado un alto impacto al patrimonio arqueológico e histórico. Las cambiantes decisiones, en cuanto al tipo de obra y las zonas en que se desarrollarán, han marcado a la arqueología, con énfasis en el proceso de los 35 años más recientes.
Se puede afirmar que la arqueología de protección ha actuado de forma reactiva, pues ha participado hasta que ha recibido la información del hallazgo de evidencias, en una primera etapa de su historia (y que lamentablemente está de regreso y en consolidación, si se le permite) y seguida por otra en la que se priorizó la intervención en paralelo/simultánea o adelantándose, pero siempre en la mira de que la obra se realizaría, por lo que la intervención del INAH se limitaría a evitar la pérdida de materiales e información.
Derivado de este tránsito académico, legal y administrativo se llega a destacar la necesidad de definir los criterios, enfatizar las labores de divulgación, impulsar la preservación de vestigios y relacionarse con la comunidad donde se efectúan estas labores. Se debe recordar y quizás emular (en un sentido de su creatividad) a ese salvamento originario, el que desarrollaran arqueólogos como José Luis Lorenzo, Jordi Gussinyer, Ángel García Cok, Raúl Arana, Rubén Cabrera, Norberto González Crespo, Joaquín García Bárcena o Alejandro Martínez Muriel, profesionistas que en sus momentos concretos construyeron sus respuestas a los problemas de pérdida de materiales e información de la vida de los antiguos habitantes.
Se debe ser enfático en que no se sostiene oposición alguna a las obras que son de beneficio social, sino que se busca que el impacto en el contexto patrimonial sea menor, y se espera sea lo mismo en el lastimado entorno natural.
Se considera que esta labor podría desempeñarse de manera más efectiva si se logra entender que se trata de recuperar información acerca de seres humanos, es decir, poner el acento en las personas, tanto en las que son registradas a través de sus evidencias materiales y sus restos como en aquellos que los registran y analizan.
La arqueología debe verse como la oportunidad de recuperar información histórica, este hecho sería muy difícil bajo otros procedimientos. Así mismo, se entiende que el objetivo es recuperar y construir historias, a partir de la materia, de la vida humana plasmada en evidencias.
Por ello, también es necesario actualizar los procedimientos de protección e investigación arqueológica, acordar que se apliquen normas de carácter general al menos regionales, además de establecer los indispensables criterios académicos mínimos; lograr la actualización de convenios interinstitucionales, sin olvidar la fundamental mayor y mejor difusión y principalmente divulgación; conseguir mayor transparencia social en los procesos de trabajo; lograr la indispensable participación del INAH en la definición de los planes parciales de desarrollo y planes de organización territorial; incidir en la formación de nuevos especialistas a través de diplomados y cursos escolares, con la participación de estudiantes de las escuelas especializadas en labores de servicio social y con prácticas de fin de carrera, sin olvidar incrementar la planta de investigadores, tan necesarios en esta encrucijada.
Un aspecto cada vez más urgente es la creación de mapas de riesgo que consideren la situación actual, así como los escenarios resultantes de probables acciones a mediano y largo plazos de los agentes naturales como son el vulcanismo, los ciclones, la sismicidad, entre otros; señalar los antropogénicos (obras de infraestructura, los cambios de usos y de la tenencia de la tierra, principalmente); y los derivados de factores político-sociales, que en las más recientes décadas han incidido de manera creciente y en mayor grado de virulencia.
Es indispensable, por lo tanto, generar proyectos cobertores de largo aliento, que abarquen la mayoría del territorio nacional, pero que hagan énfasis en zonas patrimoniales que no están protegidas, con subrayado en las evaluaciones previas de su eventual impacto al patrimonio arqueológico. Con esta perspectiva, se otorgaría la debida relevancia a los alcances interpretativos, que se podrían lograr con más certeza si se establece una organización institucional por áreas.
Es decir, enfatizar la relevancia de los trabajos coordinados del INAH con los organismos públicos y privados que desarrollan las obras, con la más amplia previsión que sea posible de los proyectos mayores que se efectuarán en el país; ello implica mayor intercambio adecuado de información entre dependencias. Por ello se subraya la necesidad de colaboración con base en compromisos institucionales. Y por esto se reconoce la carencia de datos fehacientes del entorno sociopolítico general y para varias zonas tanto en obras proyectadas como en los datos arqueológicos.
En el mismo nivel de relevancia, es urgente lograr la definición de criterios generales de protección e investigación, además de pugnar que en estos trabajos se obtengan resultados de investigación y no sólo materiales y algunos datos, sin olvidar que en beneficio de la sociedad el proceso de investigación tiene que ser abierto, totalmente expreso.
De la misma manera, se debe considerar que se pueden crear áreas de reserva para investigaciones posteriores, además de impulsar la posibilidad de incidir en las legislaciones estatales y municipales.
Una perspectiva muy adecuada es la que ha manifestado el arqueólogo Manuel Gándara Vázquez (comunicación personal 2013), quien sostiene la necesidad de la sociabilización del valor patrimonial arqueológico e histórico, con base en el reconocimiento de sus valores estéticos, históricos, simbólicos, científicos y económicos; además de que se diseñe y aplique una Planeación estratégica, que posibilite la adecuada toma de decisiones institucionales. Es decir, que se le otorgue la debida relevancia del pasado en el presente, pues, es un compromiso social el lograr que se divulguen los resultados de las labores arqueológicas.
La disyuntiva radica en mantener la primacía de la retórica o crear un paradigma que permita entregar los resultados esperados y necesarios para la preservación e investigación de la vida humana plasmada en materia.
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