Héctor Domínguez Ruvalcaba, De la sensualidad a la violencia de género. La modernidad y la nación en las representaciones de la masculinidad en el México contemporáneo, México, CIESAS, 2013, 168 p., ISBN 978-607-486-252-2
Raúl Eduardo González
umsnh, facultad de letras, reglez@hotmail.com
En un recorrido de prácticamente un siglo y medio, Héctor Domínguez Ruvalcaba nos plantea las fuentes y el devenir histórico a partir de los cuales se han establecido los principios que han regido el discurso del machismo y las diversas representaciones de la masculinidad en México. Recurre para ello a manifestaciones artísticas de diversos tipos, destaca, sobre todo, las obras literarias (novelas, poemas, ensayos), escenarios privilegiados para la representación de las figuras masculinas, que se han refuncionalizado y que incluso han variado de tono, para establecer lo que debe ser un hombre para la cultura mexicana.
A lo largo de ocho capítulos puntuales divididos en cuatro partes, Domínguez Ruvalcaba emprende un recorrido cronológico que va del Porfiriato hasta nuestros días, donde analiza las manifestaciones artísticas de los principios del “sistema patriarcal que domina la vida pública mexicana” (p. 76), para desentrañar las formas como se han entreverado la autoridad política y el discurso de la hombría en nuestra sociedad. Se trata de un sistema que ha encontrado y encuentra cauce tanto en obras de alta cultura como en manifestaciones de la cultura popular, permeando la concepción colectiva sobre lo que los varones deben hacer o dejar de hacer para estar en sintonía con el buen gusto y el civismo.
El primer capítulo, “El sentido de la sensualidad”, se refiere al último tercio del siglo xix, cuando el desnudo masculino en las esculturas de la Academia de San Carlos buscaba simbolizar la modernización del país; el encumbramiento de la estética europea resulta un procedimiento colonial de asimilación de la belleza del otro (el ideal clásico), que permearía los diversos niveles de la sociedad urbana. Los cánones estéticos asimilados en el arte academicista se reflejarían asimismo en la representación de los símbolos nacionales, cuando “el cuerpo del indígena fue utilizado como el cuerpo alegórico de la nación […] se trataba de un cuerpo corregido e idealizado: los cuerpos indígenas estaban semidesnudos y automáticamente constreñidos a los lineamientos del cuerpo normativo de la Academia” (pp. 39-40).
El capítulo 2, “La vestidura que perturba: el travestismo en las artes visuales”, detalla la forma como el amaneramiento y la supuesta falta de virilidad son representados artísticamente durante la dictadura de Díaz y, luego, con el advenimiento de la llamada cultura revolucionaria, que en buena medida asimilaría los principios establecidos por el régimen que había combatido. El autor muestra cómo, tal como había sucedido con la caricatura política en el Porfiriato, con el advenimiento del régimen posrevolucionario las acusaciones de afeminamiento y travestismo (recordemos el caso de los 41) se emplearían para desacreditar a los enemigos políticos, recurso de la invectiva y descrédito hacia los personajes públicos que sigue teniendo vigencia hasta nuestros días, pues “para el punto de vista mayormente aceptado por la sociedad, el travestismo funciona como un medio de emasculación del adversario ideológico” (p. 58).
El tercer capítulo, “Intimidad en la guerra: el deseo revolucionario”, ahonda en el sentido de la figura y el cuerpo de los héroes, con énfasis en la novela histórica El águila y la serpiente de Martín Luis Guzmán. Para este narrador, miembro del Ateneo de la Juventud que se enlistara en las filas de la Revolución Constitucionalista, Pancho Villa resulta una efigie atractiva; el escritor emboza su descripción sensual en el discurso de reivindicación histórica del Centauro del Norte. Según muestra Domínguez Ruvalcaba, en el imaginario de la Revolución trascendería, por una parte, la forma de representación clásica del cuerpo masculino, como una licencia de proyección del deseo; en el otro extremo, el afeminamiento sería concebido como una enfermedad social para la cultura revolucionaria, una entidad patriarcal y homofóbica.
En el capítulo 4, “El hombre sentimental: la educación del macho en la cinematografía mexicana”, el autor repasa la forma como la estética de la masculinidad desarrollada en el Porfiriato se mantuvo en la filmografía de la llamada Época de Oro, entre los años treinta y cincuenta del siglo pasado. A través de los exitosos melodramas de aquel tiempo, se consolida una figura característica, la del charro, que aparece como un ser dotado de gran sentimentalismo, enmascarado en su promiscuidad y en su masculinidad desbordantes, que sin duda se proyectó a la imagen prototípica del macho mexicano: “Si es inevitable engañar a las mujeres y seguir siendo deseado, entonces el machismo debe ser el componente natural del ser varón, una bendición que los hombres mexicanos poseen congénitamente” (pp. 83-84).
Los personajes masculinos del Cine de Oro encuentran correspondencia en las canciones que muchas veces cantan ellos mismos, y que dotan de un carácter particular a los filmes, aderezados por la banda sonora, y basados muchas veces en canciones. El autor centra su análisis en diversos filmes de la época y posteriores, donde la figura masculina se proyecta: “ser macho consiste en actuar como tal, incluso si se renuncia a los deberes heterosexuales” (p. 91); este rasgo resultará de gran importancia en la representación de la masculinidad en México, en particular, cuando el autor revise la figura del mayate, ligada a otro rasgo presente en el cine, la abundante presencia de la violencia ligada a las relaciones amorosas y entre géneros.
El quinto capítulo, “Construyendo sobre la negatividad: el diagnóstico de la nación”, presenta la postura de la corriente ensayística de mediados de siglo que plantea una crítica al machismo ensalzado por la cultura revolucionaria de los años veinte y treinta, estudiando la obra de Samuel Ramos y Octavio Paz en este sentido. Por otro lado, el autor se refiere al espacio homosocial que permite la convivencia entre los varones haciendo víctima del humor al homosexual o a quien resulte alegóricamente sodomizado en el juego del doble sentido en el habla, el albur. Concluye el autor señalando que la relación entre machismo y afeminamiento no es de oposición, sino de complementariedad, pues el primero se da en contraste con el segundo: “sin la abyección de la homofobia, el machismo no sería posible” (p. 108).
En esta línea ligada a los personajes marginados por la sociedad patriarcal se ubica el capítulo 6, “Inferioridad y rencor: el mestizo medroso”, donde el autor explica: “el machismo mexicano está enraizado en el colonialismo, lo que no significa que reproduzca el modelo masculino europeo, en términos de su racionalidad y su dominio; por el contrario, la condición de dependencia cultural y económica produce un personaje rencoroso e inseguro que puede leerse en los tipos de liderazgo político, concretamente, la ortodoxia de los izquierdistas y el dominio protector de los presidentes” (p. 111). Se estudian aquí crónicas y ensayos de Revueltas, Paz y Monsiváis, así como la obra dramática Los gallos salvajes, de Hugo Argüelles, donde el abuso sexual del padre cacique a su hijo resulta embozado en la supuesta transmisión de la energía viril en virtud de la felación; el contacto del hijo con el medio urbano lo pone en conflicto con los principios machistas del padre. En esta, como en otras obras de la literatura mexicana entre las que Domínguez Ruvalcaba ubica Pedro Páramo, “el poder del macho se derrumba justo en el momento en que la palabra del hijo lo deja sin sentido” (p. 122).
En el capítulo 7, “Mayate: el queer más queer”, el autor se refiere a obras narrativas de temática homosexual correspondientes al último tercio del siglo pasado, donde aparece el personaje del mayate, que tiene una “resistencia a identificarse a sí mismo como homosexual, a pesar de sus prácticas homoeróticas; [con ello] desafía el concepto de identidad y, por lo tanto, constituye un caso peculiar de sujeto queer” (p. 127). En el habla y la cultura populares, el mayate aparecerá estigmatizado por el ámbito excrementicio al que lo confina su papel activo en el acto sexual y por su designación arbitraria, en un discurso cómico en el que queda de manifiesto su jerarquía sobre el joto.
De este sistema de jerarquías se desprende el esquema de violencia socialmente reconocido aunque asimismo disimulado por la invisibilidad de los victimarios, tal como se describe en el capítulo 8, “El hombre invisible: masculinidad y violencia”, donde el autor describe el “sistema sacrificial” que garantiza la continuidad del orden violento, dado que el asesino permanece en la sombra, mientras la víctima es excesivamente visible. Resulta indudable la vigencia de este capítulo para explicarnos la situación actual en nuestro país, cuando homosexuales, mujeres, estudiantes, asalariados, campesinos y prácticamente cualquiera que no se encuentre como ejecutor en el mencionado sistema se encuentra en riesgo de ser víctima. Las palabras del autor son terriblemente elocuentes en este sentido: “la violencia, más que un número de sucesos lamentables, es, de hecho, un sistema codificado de comportamiento, una economía y un proceso de lucha política” (p. 145).
Ahonda Domínguez Ruvalcaba en este sentido que “El patriarcado produce violencia como una estrategia para mantener su hegemonía, la cual incluye la invisibilidad de los asesinos, la indolencia de los políticos, la complacencia de los medios masivos de comunicación y el clima insoportable de terror. Sin embargo, esta política de invisibilidad no necesariamente conlleva el restablecimiento de la supremacía del hombre, sino que, más bien podría ser un síntoma de su propia crisis” (p. 154).
Así, partiendo de los moldes colonialistas que les dieron origen y mostrando las formas en que han sido asimilados en cada momento histórico a lo largo del periodo del estudio (cuando han pasado más de una vez de la aparente civilidad y coerción social al sistema de la violencia institucionalizada), Héctor Domínguez Ruvalcaba describe con detalle las aristas del sistema patriarcal a partir del cual se dan las representaciones de masculinidad que analiza. Al recurrir a manifestaciones artísticas de diversa índole para llevar a cabo su análisis, lleva la concepción de dichas obras más allá de su función tradicionalmente establecida y asimilada de formas de expresión de la belleza, para desentrañar el entramado político que subyace a su constitución estética; revela así la forma como pintores, escritores y cineastas han hecho manifiestos en sus obras los principios asumidos implícitamente en la sociedad, bien sea para mostrar la vigencia del sistema patriarcal, o bien, para cuestionarlo.
Resulta muy interesante que el recorrido cronológico que emprende el autor parta de las obras artísticas forjadas en el realismo, el naturalismo y el modernismo, movimientos que germinarían bajo la dictadura porfirista y su periodo de “augusta paz”, y que culmine prácticamente en los tiempos que vivimos, cuando la violencia de género parece cuestionar no los principios del sistema patriarcal descrito, sino su vigencia, en la forma de una cultura y una economía de guerra que podría obrar en contra del propio régimen que lo mantiene. En este sentido, el libro aparece como una valiosa llamada de atención para la inmovilidad –que el autor ha asumido por medio del trabajo social en Ciudad Juárez–, dado que hace evidente diversas manifestaciones de un sistema sobreentendido, cuyo cuestionamiento parece imprescindible, dadas las circunstancias actuales de la vida en nuestra sociedad.