La vida cotidiana entre los zapatistas, 1910-1920. Por Alejandro Rodríguez Mayoral. Ciudad de México: UAM-Iztapalapa, Ediciones del lirio, 2021, 396 p.

Emiliano Zapata, el jinete con traje negro y sombrero de ala ancha, la sempiterna figura taciturna, ronda por entre las páginas de La vida cotidiana entre los zapatistas, 1910-1920. “El marinero” o tal vez sea el “As de oros” junto con su jinete atraviesan el estado de Morelos, partes del estado de México y zonas rurales del entonces Distrito Federal. El sombrero de ala ancha de su jinete desaparece y reaparece entre los numerosos pies de página que se alzan en el libro de Alejandro Rodríguez Mayoral ¿Acaso llevan cabalgando de 1910 a 1920? Es decir, ¿los 10 años que el autor eligió para observar cómo vivió cada día un grupo de campesinos que se alzaron en armas, aunque en escasas y en ocasiones inofensivas batidas?

Podría creerse que el personaje principal de este libro es el general Emiliano Zapata. No, Zapata en este libro es una silueta apenas coronada por su sombrero. Escasamente se escuchan sus palabras escritas en tres o cuatro oficios y circulares que emitió y que aparecen en las referencias bibliográficas. Por eso afirmo que apenas vemos la copa del imponente sombrero del general por entre los pies de página. También escuchamos las descargas que, bajo traición, le quitaron la vida en abril de 1919. En realidad, este texto cierra con más disparos de balas: las que dieron muerte a Venustiano Carranza en mayo de 1920. En esa coyuntura el libro se agota en la página 396.

El propósito de Rodríguez Mayoral es mostrarnos exactamente la vida cotidiana entre los zapatistas, durante la década que inició con 1910. Esto es clave, pues del general Zapata, y del zapatismo como ejército y como programa, incluso de sus caballos, se han preocupado demasiados estudiosos y al menos dos muralistas. De los campesinos de esta región, no todos se unieron al zapatismo: muchos de ellos permanecieron (o se escondieron bajo la máscara de) pacíficos ayudando de manera velada a sus vecinos. También existieron revolucionarios zapatistas de medio tiempo. Me refiero a aquellos campesinos que en época de siembra o de cosecha regresaban a trabajar sus tierras. Quienes deseen profundizar en los diferentes zapatismos que provocó la revolución encontrarán en este libro claras y contundentes referencias bibliográficas.

Los temas que entrecruzan los siete capítulos son la rebelión, los bandidos, la pobreza, las adelitas y las mujeres pacíficas; así mismo el género, la sexualidad, aparte de las diversiones y la vida durante la guerra. Salen a escena siempre hombres, mujeres y niños, además de la miseria y la violencia, que también emergen como personajes. Rodríguez Mayoral escribió acerca de la vida cotidiana entre los zapatistas para rellenar un hueco historiográfico. Es un libro que su autor dirige a un lector no especialista en el tema, a la par de que conversa (a partir de los pies de página) con sus pares historiadores. Los capítulos tienen dos pisos imaginarios: el primero el cuerpo de la página y el segundo los pies de página, que aclaran o refuerzan el argumento esencial que Rodríguez Mayoral discute en el texto principal.

Conceptos clave -niñez, género, adolescencia, zapatistas, bandidaje, campesinos, patriarcado, lucha por la tierra, tierra fría o tierra caliente- Rodríguez Mayoral los examina en amplios pies de página, al contrario de como se les presenta, normalmente, en un libro tradicional de historia. La obra que reseño, entonces, es dos en una. O tres, si incluimos un apéndice pequeño que discute los fundamentos teóricos de la vida cotidiana: legado seguro de su tesis de doctorado. Importante en cuanto a que sintetiza el enfoque general de su libro, sin interferir en absoluto con este.

Vuelvo al público al que Alejandro Rodríguez Mayoral dirige su obra: como alguien interesada en la manera de escribir de mis colegas y estudiantes, menciono que la suya es una pluma aguda que explica cuestiones complejas de manera sencilla. También, que toca temas que otros historiadores han omitido: quizá por dudar que valieran tanto como para incluirlos en su recuento del pasado de los hombres, mujeres y niños que se arremolinaron -cuando el momento lo requirió- alrededor de su líder, Emiliano Zapata. Escrito con agudeza, este libro puede fácilmente leerse en menos de dos días.

Como historiadora, retomo un tema en el que otros comentaristas han abundado: las fuentes. Alejandro utilizó una infinidad casi asombrosa de fuentes, tanto secundarias (o publicadas) como primarias e inéditas. Me atrevo a decir de las fuentes secundarias que las clásicas o más citadas, encuentran su nicho en el lugar apropiado de la bibliografía. Están entre otros el Zapata de John Womack, y el Mito y memoria de Samuel Brunk, quien por cierto prologa el libro. Autores mucho menos conocidos también se encuentran en la lista. Alejandro Rodríguez Mayoral cubrió toda la gama bibliográfica relevante aparecida en inglés y en español.

Respecto a las primarias, Alejandro no se dejó intimidar por el número tan impresionante de fuentes que existen sobre el incansable jinete de negro y sombrero de ala ancha. Quizá me equivoque, pero honestamente dudo que alguien más de nuestra generación haya explotado a tal grado las entrevistas que conjuntaron investigadores de historia oral a viejos zapatistas, pacíficos y hasta algunos exsoldados federales. Rodríguez Mayoral visitó los sitios de los que habla y seguramente que conversó con los herederos de los zapatistas. Pero allí no se detuvo en su pesquisa: visitó archivos laicos y religiosos, nacionales y estatales. Además de consultar toda la prensa pertinente, recorrió bibliotecas, mapotecas y cerca de 10 museos.

La vida cotidiana entre los zapatistas, 1910-1920 contribuye a nuestro conocimiento de un gran número de personas que conservaron, hasta donde pudieron, sus festividades cívicas y religiosas. No de la manera en que tradicionalmente las celebraban, esto es cierto, pero mostrando que, como comunidad (que abarcaba más allá del estado de Morelos), la guerra era un obstáculo para continuar con sus vidas, pero no un impedimento. Esto lo vemos también en las prácticas de las siembras y las cosechas, así como en las visitas periódicas a sus hogares. Que también los zapatistas intercambiaban cartas de amor con sus compañeras, lo atestigua un número indeterminado de correspondencia interceptada por parte del gobierno y que Alejandro también aprovechó para su estudio.

Las mujeres pacíficas o zapatistas cobran vida propia en este libro. Rodríguez Mayoral logra que olvidemos las fotografías, hoy convertidas en clichés, de soldaderas a punto de saltar de un tren en movimiento, y las sustituyamos por mujeres que desde sus diferentes situaciones personales o familiares se unieron al ejército de Zapata. Nos dice el autor: “las zapatistas que tomaron las armas fueron quienes más cambiaron su manera de vivir debido [al] constante peligro […]. Algunas de las combatientes obtuvieron el grado de coronelas, con lo cual ganaron autoridad y se convirtieron en estrategas con hombres bajo su mando, lo que rompía con los esquemas patriarcales”. Como ejemplos, están Rosa Mójica Bobadilla de Casas, Carmen Amelia Robles Ávila, María Esperanza Chavarría, María de la luz Espinosa Barrera y María Bello de Iriarte. Rodríguez Mayoral también nos habla del numeroso contingente de las soldaderas, y del menos conocido grupo de mujeres pacíficas (entre comillas) que ejercieron de espías, cocineras, mensajeras, enfermeras; mujeres que obtuvieron y distribuyeron armas, comida y municiones. De ellas, lamentablemente, las fuentes han olvidado sus nombres.

Las mujeres que enviudó la Revolución son cuenta aparte. Ellas escribieron cartas al general Zapata exigiendo, principalmente: techo, justicia y alimentos. También demandaron que se les devolvieran sus casas, sus roperos y sus máquinas de coser. Esas cartas Rodríguez Mayoral las consultó en el Archivo General de la Nación, en el Fondo Emiliano Zapata. María Méndez, Jesús Rebollar, Rafaela de Jesús, María Severiana, Joaquina Torres y María Marcelina, entre muchas más, permanecen en la memoria por sus palabras escritas. Esas mujeres esperaron inútilmente una respuesta a sus misivas, aun así, continuaron enviando cartas, ignorando que se preservarían para la posteridad. Por eso repito que Zapata en este libro es una silueta apenas coronada por su sombrero; porque se antoja inamovible, sobre todo en lo que se refiere a contestar a las quejas de esas mujeres viudas y desabrigadas.

Lejos de las imágenes que periódicamente nos transmiten los políticos sobre Zapata y su ejército, la verdad es que las tropas que lo conformaban iban semidesnudas por buena parte del tiempo. De ahí que algunos zapatistas retornaran a sus casas a conseguir ropas que los cubrieran y protegieran de las inclemencias del medio. Si lo vemos todo fríamente, el zapatista era un ejército de soldados harapientos, mal comidos y peor armados. Pero soldados que respondieron a los llamados revolucionarios. A diferencia de las tropas de Villa, por ejemplo, que se inclinaban más por el bandidaje y el asesinato (en particular de extranjeros), las de Zapata tenían un sentido mucho más enraizado sobre qué era por lo que luchaban.

La obra que discuto se centra en los zapatistas y no en sus enemigos. Esto importa porque, sin favorecer a los seguidores de Zapata, sí nos habla de ellos por encima: por ejemplo, de los soldados federales (tanto huertistas como carrancistas) que quizá merezcan también un libro que nos hable sobre su presencia en la zona. Los zapatistas en este texto tienen rostro y sobresalen a cada momento de entre la multitud de sus iguales; los federales en cambio, quizá por portar un uniforme que los uniforma, son vistos implícitamente como masas de enemigos que acechan, capturan y matan a pacíficos y zapatistas.

Este es un libro íntimamente ligado a su autor. En la contraportada del libro, leemos que “Alejandro creció en el caluroso campo de Colima, entre la milpa con espiga, la hierba y el zacate, entre vacas y caballos […]” y esto me recuerda a las palabras de Francisco Castro quien nos dice y recomienda: “escribir tiene mucho de autoconocimiento. […] no escribas sobre lo que no quieras. No escribas sobre lo que no te creas, sobre lo que no tenga que ver contigo”. Alejandro Rodríguez Mayoral escribió sobre los zapatistas que en buena medida tienen que ver con él mismo. Cierto, él no es -ni fue- un jinete con traje negro, sombrero de ala ancha y espuelas de plata pura. Fue un historiador de zapatos negros y empolvados que contó la historia de los zapatistas, para reconocerse en ella.