La narratividad de la imagen en los códices nahuas
The narrativity of the image in the Nahua codices
Patrick Johansson K.
Instituto de Investigaciones Históricas
Universidad Nacional Autónoma de México
patrickj@unam.mx
https://orcid.org/0000-0002-3161-8765
La narratividad de la imagen en los códices nahuas by Patrick Johansson K. is licensed under CC BY-NC 4.0
Fecha de recepción: 10 de febrero de 2023
Fecha de aprobación: 2 de mayo de 2023
RESUMEN:
En este ensayo, después de unas consideraciones epistemológicas que sitúan la historia y la literatura “histórica”, en sus contextos culturales respectivamente europeo y náhuatl prehispánico, efectuamos una aproximación analítica a la pictografía narrativa, en varios códices y más específicamente, en las primeras ocho láminas del Códice Azcatitlan, las cuales relatan las peripecias de la salida de Aztlan-Chicomoztoc de los mexicas. Cotejamos asimismo la narratividad propia de dicho códice con secuencias correspondientes del Códice Boturini, del Códice Mexicanus y de la Historia Tolteca-Chichimeca.
El objetivo de este ensayo es mostrar la pluralidad semiológica de paradigmas visuales pertinentes en términos narrativos, y los múltiples lazos asociativos que los vinculan, de una manera o de otra, en la producción de sentido.
Palabras clave: Episteme, Códices, Imagen, Narrativa, Semiología, Historia, Mito
ABSTRACT:
After some considerations which situate history and historic literature in their respective European and Pre-Columbian epistemic contexts, we realize an analytical approach to a pictographic narrative in different Nahua codices, but especially in the first eight plates of Codex Azcatitlan that relate the mythical tribulations of the Mexicas, in the early steps of their departure from Aztlan-Chicomoztoc. We essentially compare the narrative matter of the pictorial text in this document with the corresponding sequences in Codex Boturini, Codex Mexicanus, and Historia Tolteca-Chichimeca.
The intention is to show the diversity of visual paradigms, in terms of semiotics and narration, and the visual syntax of association that prevails and contributes to the production of sense.
Keywords: Episteme, Codices, Image, Narrative, Semiology, History, Myth
Introducción
Las afinidades, contrastes o antagonismos conceptuales entre la historia y la literatura, tema central de este número de la revista Relaciones, tenían en el mundo indígena prehispánico un tenor cognitivo y axiológico distinto del que imperaba en España en el momento del contacto y del que prevalece hoy en el mundo occidental. Entre los numerosos paradigmas culturales que diferenciaban sus respectivas epistemes,1 además de una conceptualización radicalmente distinta de “la verdad”, diferían los medios de expresión y de comunicación propios de cada una: la oralidad y la pictografía indígenas, por un lado; la escritura alfabética europea, por otro.
La tradición tlamanitiliztli, testimonios correspondientes a hechos reales tlanonotzalli, y lo que era un género mítico-histórico tlamachiliztlahtolzazanilli, a la letra “relato (enigmático) de la palabra de sabiduría”, conservados en la memoria de los tlamatinime, se enunciaban en determinadas circunstancias espaciotemporales las cuales fungían como “con-textos” en la producción del sentido. En cuanto a la elocución, los acentos prosódicos, el timbre de la voz, el complemento gestual inherente a la oralidad, y una integración eventual del texto verbal en una motricidad músico-dancística, fraguaban su cuerpo expresivo (Johansson, 2020, pp. 139-160).
Los relatos se configuraban asimismo en imágenes, mediante el simbolismo ideográfico, la mediación fonética, el tamaño, el trazo, la posición, los colores, la tensión espacial de las formas sobre el papel o la fibra, y su composición. El texto pictográfico así configurado era legible, pero generaba asimismo un sentido sensible ilegible, verbalmente intraducible, si bien inteligible mediante la mirada (Johansson, 2020, pp. 199-208).
Con la evangelización, el afán de extirpar la idolatría hizo que la gran mayoría de los libros pictográficos fueran destruidos. Sin embargo, algunos de ellos fueron copiados o reelaborados, por diversas razones, con base en originales prehispánicos. Los documentos así reelaborados sufrieron cambios notorios en lo que concierne a la narratividad de la imagen, debido principalmente a la influencia del alfabeto.
Durante el periodo colonial temprano, algunos originales que habían escapado a la destrucción y documentos vueltos a pintar fueron, si no leídos, por lo menos glosados por informantes cuya lectura o glosa, anotada al pie de la imagen, eventualmente se transcribió en manuscritos diseñados para recibirla. Este ajetreo compilatorio de los textos, tanto orales como pictóricos, debe tomarse en cuenta en la apreciación de su narratividad [ver Figura 1].
Figura 1. La palabra, la imagen y el manuscrito
Fuente: Xochitlahtolli, La palabra florida de los Aztecas (Johansson, 2020, p. 123).
El corpus de fuentes del que disponemos para documentar la especificidad narrativa de la imagen en los códices reúne: algunos libros pictográficos que escaparon al furor destructivo del clero español, copias de originales prehispánicos vueltos a pintar, transcripciones alfabéticas de textos orales, y lecturas de documentos pictográficos prehispánicos o coloniales.
En este ensayo, después de algunas consideraciones epistemológicas, situaremos la relación entre la historia y la literatura “histórica”, en sus contextos culturales respectivamente europeo y náhuatl prehispánico, antes de efectuar una aproximación analítica a la pictografía narrativa, en varios códices y más específicamente, en las primeras ocho láminas del Códice Azcatitlan [ver Figuras 7, 10, 11 y 13], las cuales relatan las peripecias de la salida de Aztlan-Chicomoztoc de los mexicas. Cotejaremos asimismo la narratividad propia de dicho códice con secuencias correspondientes del Códice Boturini, del Códice Mexicanus y de la Historia Tolteca-Chichimeca.
El objetivo central de este trabajo es de mostrar la pluralidad semiológica de los paradigmas visuales pertinentes en términos narrativos, y los múltiples lazos asociativos que los vinculan, de una manera o de otra, en la producción de sentido. En este contexto, la lectura de un códice y una interpretación justa del texto pictográfico deberá tomar en cuenta parámetros eidéticos propios de la episteme indígena.
Consideraciones epistemológicas
La aproximación erudita a la otredad epistémica indígena, desde puntos de vista y perspectivas occidentales, fue y sigue siendo un encuentro de dos formas de sentir, de pensar y de ser, un encuentro de dos mundos, o si se prefiere, de dos maneras de ser en el mundo. Por tanto, en términos metodológicos, para reducir los efectos nocivos de un eurocentrismo parásito, nuestra aproximación a los textos pictográficos nahuas buscará ser empática, en la medida en que lo permitan las fuentes.
Historia y literatura histórica europeas
La transparencia referencial de una relación exacta de hechos y acontecimientos, frente a la “opacidad” expresiva de un relato simbólicamente veraz pero históricamente inexacto, son aspectos esenciales que distinguen la historia de la literatura, en el mundo occidental. El discurso histórico establece el sentido que los hechos tienen per se antes de una configuración discursiva que manifiesta la historicidad de lo que aconteció, mientras que lo narrativo literario los refracta simbólicamente en un prisma verbal, en el que se “decantan” los hechos y se trama una historia mediante mecanismos de acción narrativa, recursos teatrales o poéticos, que producen un sentido.
En la referencia histórica, el texto, en su forma óptima, es (o debería ser) un simple medio de comunicación que transmite una información relativa a una realidad externa cuya exactitud debe prevalecer. El historiador busca establecer la verdad objetiva de lo que fue. En cambio, el texto histórico-literario es antes que nada un lugar de la expresión. Según los géneros, la construcción diegética, la teatralización mimética o la sublimación poética de los hechos determinan una verdad simbólica, estética y formal que “altera” la realidad fenoménica de lo que fue en aras del sentido producido. El texto histórico-literario busca generar una impresión a niveles sensibles de aprehensión cognitiva.
Es interesante constatar que el núcleo léxico del verbo “alterar” es alter el cual, en latín significa “otro”. La alteración literaria de los hechos históricos los modifica y les confiere, eventualmente, otro sentido.
Estas definiciones que atañen a la historia y a la literatura expresan también, aunque en términos distintos, un primer hiato conceptual entre las epistemes respectivamente occidental e indígena. En efecto, la objetividad sacrosanta que busca el historiador occidental y que diferencia la historia de la literatura, no tenía pertinencia en el ámbito epistémico náhuatl prehispánico.
Historia y literatura náhuatl prehispánicas
De acuerdo con los paradigmas culturales que regían la episteme náhuatl prehispánica, la objetividad de los hechos históricos no constituía un nexo de sentido. La narrativa oral o pictórica tenía que “urdir” los hechos, disponerlos sobre un telar literario y “tramarlos” para conferirles un sentido sensible. Al pasar de la historia a la literatura, lo que había sido realmente cedía el paso a lo que tenía que haber sido, o lo que los artífices de la construcción narrativa querían que hubiese sido, en función de parámetros eidéticos correspondientes al presente de la elaboración del texto.
El vocablo ihtoloca, a la letra “lo que está dicho” fue forjado en el periodo colonial para corresponder al concepto de “historia”. La palabra genuinamente prehispánica que remitía a la noción algo difusa de un relato a la vez histórico, mítico-simbólico y más generalmente cognitivo era: tlamachiliztlahtolzazanilli “el relato (enigmático) de la palabra de sabiduría”.
Otra diferencia importante entre las nociones respectivamente occidental e indígena de “historia” y de “literatura”, en el caso de los códices que aquí nos ocupa, es el abismo hermenéutico que separa la transcripción alfabética de palabras que narran, y la “con-figuración” pictográfica de ideas y acciones narrativas, que caracterizó la escritura náhuatl prehispánica.
La veracidad simbólica indígena y la historia
Los conceptos propios de sendas epistemes que definen “la” verdad” o indefinen “una” verdad distinguen, en contextos afines, la “historia” de la “literatura”. En efecto, en el mundo náhuatl prehispánico, no había una verdad absoluta, trascendente, tanto en términos cognitivos como axiológicos, que se opusiera a una no-verdad. La verdad indígena era “radical”, en el sentido etimológico del vocablo: se situaba en la raíz de un raciocinio que germinaba, desde la semilla sembrada en un surco verbal abierto en el lenguaje, hasta dar su flor xochitl y su fruto xochicualli.
Los que pueden parecer tropos con un afán retórico, definen metafóricamente la idea que los indígenas nahuas se hacían de lo verdadero, y a la vez el medio idóneo, no de acceder a la verdad, en su singularidad tanto gramatical como conceptual, sino de expresar su polivalencia eidética.
El vocablo náhuatl nelli “verdadero” o “veraz” es un adjetivo: califica los hechos, sin nunca sustantivarse como ente conceptual. La sustantivación de la noción correspondiente a “verdadero” en la palabra neltiliztli “verdad” es un neologismo; resultó de una influencia española sobre la mentalidad indígena. Neltiliztli es de hecho la sustantivación del verbo neltía es decir nel(li) más el morfema compulsivo tia. A la letra neltía es lo que se hace verdadero.
La verdad indígena está en la raíz
En este mismo contexto etimológico, el vocablo que designa la raíz en náhuatl: nelhuayotl esclarece la noción indígena de “verdad”. Se compone del lexema nel(li) “verdadero”, del morfema de posesión hua, y del sufijo de abstracción yotl. A la letra, la verdad está en la raíz y como tal, a diferencia de la noción occidental, esta verdad que nutría con sus predicados cognitivos y axiológicos la episteme indígena no era absoluta ya que, como cada planta tiene su raíz propia, cada pueblo tenía su verdad, y cada texto entrañaba una verdad que dependía a su vez de un “con-texto” esencialmente formal.
El ser indígena y la forma
Estrechamente relacionada con la noción de “verdad”, o mejor dicho de “veracidad”, la forma tenía una relevancia semiológica que difería notablemente de su equivalente occidental. La relación paronímica entre las palabras tlacati “nacer” y tlacatía “tomar una forma” define su importancia conceptual, en la episteme náhuatl prehispánica. Al nacer, antes que nada, el ser tomaba una forma, y la condición para que algo “fuera”, en un sentido ontológico, es que tuviera una forma. Estas consideraciones nos llevan a definir, aunque sucintamente, el tenor sensible del saber indígena.
Tlamati “saber” es “sentir”
El saber indígena era sensualista, paradigma cognitivo que el vocablo náhuatl tlamati en el que fusionan las nociones de “saber” y “sentir”, sugiere. En este contexto, prevalecía una “causalidad de la impresión” tanto en lo que concierne a las operaciones mentales como en los que atañen a los mecanismos actanciales de los relatos verbales e iconográficos. En la expresión de las ideas, lo sensible tenía que prevalecer. Teyollo ipan yauh in tlahtolli “la palabra va al corazón” reza un aforismo náhuatl. La forma, acústica o visual, asumía lo esencial en la transmisión del sentido, o de “lo sentido”, como sustantivo o como participio pasado.
Historia y literatura en imágenes
Como en el caso de la locución “literatura oral”, los sintagmas nominales “literatura pictográfica” y “narratividad de la imagen”, pueden parecer incongruentes si consideramos que los textos orales no se transcribían con “letras”, y que la imagen de los códices nahuas no refería la palabra sino acciones, hechos e ideas mediante pictogramas, ideogramas, formas y colores y una narrativa compositiva que no remitían a la lengua.
Por otra parte, el tenor semiológico de la imagen en la pictografía dependía del género expresivo del libro. La transparencia referencial del signo iconográfico caracterizaba los anales históricos cehcexiuhamatl mientras que una opacidad hermenéutica imperaba en los códices en los que el sentido “se tramaba” narrativamente.
Los géneros expresivos de la pictografía náhuatl
Numerosos fueron los géneros de la pictografía náhuatl antes de la Conquista. Algunos libros cautivaban el tiempo en la red calendárica de años (xiuhamatl), de meses o veintenas de días (cempohuallamatl), de trecenas de días (tonalamatl), con sus hechos, acontecimientos, fiestas, rituales y agüeros respectivos debidamente pintados. Había matrículas (tlacalaquilamatl) que consignaban los productos y mercancías que los pueblos vencidos tenían que tributar a sus vencedores, libros de genealogías (tlacamecayoamatl) que recordaban los intrincados linajes de los jerarcas.
Los pueblos nahuas contaban asimismo con registros de las conquistas de cada uno de los gobernantes que se habían sucedido en el poder (tepehualizamatl), documentos pictográficos que traían a la memoria una historia, real o refractada en una ficción mítica. Existían libros de costumbres (tlamanitilizamatl), de sueños (temicamatl), y anales (cehcexiuhtlahcuilolamatl) que referían año con año los sucesos importantes en la vida de una comunidad.
Algunos códices contenían relatos pictóricos, de índole mítico-histórica o plenamente mitológica en los que las acciones se “tramaban” con hilos hechos de trazos y colores sobre un telar estructural de láminas en cuyos marcos se definía el sentido (Johansson, 2020, pp. 183-198). Así como la lengua náhuatl se componía de fonemas, lexemas, de una sintaxis y una morfología gramaticales, la imagen de los códices constaba de formemas,2 de semantemas icónicos, de una sintaxis de formas y colores y de una gramática compositiva.
Los libros tenían formas distintas y estaban hechos de diversos materiales, según la cultura, los contenidos u otro factor determinante. Los había de pieles de animales, de fibra de maguey o de corteza de árbol; en forma de lienzo, de rollo, o como largas tiras plegadas a manera de acordeón. Prevalecía esta última forma de libros en papel amate. En cuanto a la materialidad, ésta definía texturemas3 los cuales, si bien no tenían una incidencia sobre la narración en sí, interferían en el acto solemne de lectura cuando las manos del lector desplegaban un documento hecho para ser visto antes de ser leído.
Tlahcuilo: el pintor
En lo que concierne a la autoría, la composición de los textos se perdía en la noche de los tiempos y del anonimato. El pintor tlahcuilo era un intérprete. A la variedad genérica de los libros correspondía, según lo asevera Alva Ixtlilxóchitl (1975, p. 527), diversas especialidades y se requerían habilidades distintas de los pintores. En efecto, la narratividad visual correspondiente a los anales (cehcexiuhamatl) o a la configuración de los mapas territoriales era distinta de la que se manifestaba en los libros de cantares.
Como el sabio, el pintor era tlilli, tlapalli la encarnación misma de la pintura negra y roja. Un texto que describe su actividad pone énfasis sobre los aspectos técnicos de su arte y sobre su valor cognitivo:
In qualli tlacuilo: mîmati iolteutl, tlaiolteuuiani, moiolnonotzani, tlatlapalpoani, tlatiapalaquiani, tlaceoallotiani, tlacxitiani, tlaxaiacatiani, tlatzontiani: tlacuiloa, tlatlapalaquia tlaceoallotia. suchitlacuiloa, tlasuchiicuiloa, toltecati (Códice Florentino, 1979, libro X, cap. 8).
El buen tlahcuilo es un conocedor, un corazón divino, diviniza las cosas con su corazón, dialoga con su corazón, narra con colores, compone los colores, pinta las sombras, los pies, los rostros, los cabellos. Pinta, compone los colores, integra la sombra, pinta con arte, pinta las cosas con arte. Es un tolteca.
La divinización de las cosas con el corazón era la metáfora de una estética pictórica equivalente a la “literatura”. El “buen pintor”, como si fuera un buen escritor, daba vida a sus colores mientras que el malo era, según la definición del mismo informante, un iolloquiquimil, un “corazón amortajado”,4 que “da muerte a sus colores” (tlatlapalmictia), que “introduce las cosas en la noche” (tlatlaiooallotia). La imaginación del tlahcuilo confería una forma visual a las ideas y a los hechos, una imagen estéticamente veraz que los simbolizaba.
Los lectores: el tlapouhqui y el tlamatini
La “efervescencia” semiológica generada por el arte del tlahcuilo debía ser debidamente leída y transmitida para que se cumpliera su función cultural. Entre los lectores potenciales de las pinturas destacaban los tlamatinime los sabios, y los tlapouhqueh literalmente “lectores” que aparecen en las fuentes como “lectores de los destinos” pero cuyas atribuciones deben de haber sido más extensas. De hecho, la definición que dan los informantes de Sahagún del tlapouhqui autoriza esta interpretación:
in tlapouhqui ca tlamatini, amuxe tlacuilole
In qualli tlapouhqui tetonalpouiani,
tlacxitocani, tlalnamiquini, tonalpoa, tetialnamictia (Códice Florentino, 1979, libro X, cap. 9).
El lector es un sabio, dueño de libros y de pinturas.
El buen lector es lector de los destinos, de los signos (de los pies), es un pensador, lee los destinos, hace reflexionar a la gente.
Fenomenología de la mirada
Ahora bien, si muchas secuencias pictóricas eran verbalmente traducibles, la configuración del discurso iconográfico no correspondía a las estructuras lingüísticas, por lo que una debida recepción de la imagen se efectuaba de manera inmediata, evitando el embudo coercitivo de una conceptualización verbal.
Percepción “impresiva” del discurso pictórico
Mediante formemas con valor semiológico y su composición, la imagen determinaba una recepción “impresiva” del discurso, probablemente infraliminal, difícilmente legible en términos lingüísticos, pero no por eso menos eficiente en términos cognitivos. En este caso la imagen alimentaba el espíritu del lector sin que este tuviera una conciencia “verbal” de ello ya que ninguna abstracción conceptual podía reproducir la impresión causada por un significante pictórico concreto (Johansson, 2020, pp. 202-203).
Las dos dimensiones de la imagen
Uno de los aspectos relevantes de la narrativa pictórica náhuatl prehispánica fue sin duda el carácter bidimensional de su configuración. En los códices, la tridimensionalidad del mundo exterior se reducía a dos dimensiones gráficas en el marco de las cuales se urdían los textos pictográficos indígenas. La realidad se despojaba de atributos considerados como contingentes y de su eventual “profundidad” para plasmarse en una forma bidimensional que la representaba. En su contexto pictográfico, un personaje, una montaña o un templo dejaban de ser lo que eran en un espacio-tiempo histórico o geográfico para volverse signos en un rectángulo de papel. Dichos signos se vinculan a su vez con otros para componer un discurso pictórico tan expresivo y cognitivamente estructurante como lo puede ser el lenguaje verbal. Era la sistemización bidimensional del discurso pictórico la que otorgaba su valor específico a los signos a los que abstraía de su contexto real para concederles un papel semiológico.
Los signos pictográficos
Los criterios de codificación de ideas, palabras o secuencias narrativas variaban según la tipología expresiva del códice. En las matrículas de tributos, los mapas o las genealogías, por ejemplo, los glifos y la sintaxis que los une no presentaban dificultades de lectura por el carácter generalmente referencial del texto glífico. Pero, cuando se “tramaba” una historia mediante un discurso pictórico, se manifestaban enlaces narrativos más difícilmente aprehensibles.
Los signos con valor semántico
En los códices nahuas se observan distintos criterios de codificación de los hechos o de la idea. La imagen podía ser de índole:
Las formas con valor semiológico o formemas
Además de los glifos que conformaban una competencia expresiva en el sentido que dan los lingüistas a esta palabra, algunos signos no llegaban al umbral del semantismo pleno, sin dejar por esto de cumplir una función semiológica.
El trazo
La forma de un trazo, su nitidez o la alteración de su rectitud lineal, podían, en ciertos contextos expresivos, trascender el ámbito de lo plástico para constituir un signo diacrítico.
El tamaño
La diferencia en el tamaño de las partes constitutivas de una imagen podía también determinar la manera en que eran leídas. Podía atraer la mirada y consecuentemente ordenar la lectura en torno al objeto o personajes de mayor tamaño, o bien establecer niveles distintos de importancia.
La posición
La posición de un elemento en relación con otro podía constituir un ideograma con valor semántico. Tal es el caso del concepto “pareja” que se expresaba mediante la posición de la esposa atrás del marido. En este caso se subrayaba el aspecto matrimonial de la relación.
El color
Cuando no era inmanente al ente representado, el color tenía un valor semiológico específico que variaba según los contextos a los que se integraba.
La textura
Dado el estado de deterioro de los códices que hoy se conservan, es difícil saber si la textura del papel y de los pigmentos aplicados tenían un valor semiológico o, por lo menos, plástico. En términos generales es probable que el hecho de que un libro fuera elaborado en papel amate, fibra de maguey o piel de venado tuviera un valor simbólico aun cuando este valor no fuera “pertinente” a nivel de los contenidos. En cuanto a la textura, ni los códices ni las fuentes disponibles permiten determinar si una oposición: rugoso/liso, u otra de índole textil, se integraban funcionalmente a la semiología de la imagen.
Sintaxis de las unidades pictóricas
La imagen era a la vez leída y vista. En el primer caso detonaba un texto verbal parcialmente formulario. En el segundo, generaba una idea o una impresión sin pasar por una discursividad verbal.
Legibilidad referencial
Ciertos detalles de la imagen remitían a un texto formulario oral. Sin embargo, entre cada texto formulario invariable así “detonado”, la imagen era leída de manera distinta según el lector. Esta debía captar en su red bidimensional una cantidad óptima de acción, información e indicios que pudieran generar una lectura óptima.
Sintaxis compositiva: lo ilegible
La imagen expresaba a veces matices visuales irreductibles a la palabra, no por eso menos significativos. El sentido que emanaba de la imagen no tenía que pasar por el embudo verbal del lenguaje articulado para ser aprehendido. Se pensaba también en imágenes. Los referentes y las nociones así expresadas eran quizás menos tangibles que las que se enunciaban verbalmente, pero su valor semiológico era indudable.
Por ejemplo, en las dos primeras láminas del Códice Boturini [ver Figura 2] la isotopía5 “verticalidad” visualmente implícita que establecen el templo de Aztlan, el sacerdote que rema, el monte Colhuacan, y los barrios, en relación con la horizontalidad de la canoa, las huellas de pies y los cuatro teomamas sobre el eje horizontal, no es legible, pero es pertinente en la narrativa pictórica. La intersección de los ejes en el barrio azteca era narrativamente deíctica; consagraba al pueblo de Huitzilopochtli como protagonista de la historia y expresaba a nivel sensible la idea de “encrucijada” ohmaxac que representaba la salida de Colhuacan, en su destino.
Figura 2. Aztlan/Colhuacan
Fuente: Códice Boturini, lámina I y II (Johansson, 2007).
A otro nivel de percepción, esta conjugación axial simbolizaba una temporalidad potencial más no manifiesta en un eje vertical que unía el cielo y la tierra, del cual se iba a desprender el movimiento espaciotemporal que debía conducir los aztecas hasta su destino final.
La influencia del alfabeto
La relación de la imagen con la lengua surgió pocos años después de la Conquista, con la influencia que el alfabeto ejerció sobre los tlahcuilos indígenas. Aparecieron entonces los primeros rebús, como lo muestra la imagen del nombre del Virrey don Antonio de Mendoza en el Códice Telleriano-Remensis [ver Figura 3]. Un “maguey” metl y un “topo” tuza componen fonéticamente me-tuza para referir el onomástico Mendoza.
Figura 3. Un rebús
Fuente: Códice Telleriano-Remensis, lámina 46r (Quiñones Keber, 1995).
Asimismo, el sufijo locativo tlan que no solía consignarse pictóricamente en los glifos toponímicos [ver Figura 4] ya que era implícito, se volvió fonográficamente explícito mediante la imagen de “dientes” tlan(tli) [ver Figura 5]. Esta influencia cambió la relación que el indígena tenía con su imagen y su lengua.
Figura 4. Un topónimo iconográfico prehispánico
Fuente: Códice Mendocino, lámina 14 (Echegaray, 1979).
Figura 5. Topónimos coloniales con refuerzo fonético
Fuente: Códice Mendocino, lámina 13 (Echegaray, 1979).
Esta influencia afectó también la narratividad de la imagen. En los códices nahuas prehispánicos, la disposición de los paradigmas iconográficos no seguía el orden sintagmático de las palabras tal y como se presentaba en la versión oral correspondiente. El vínculo actancial entre ellos se infería de la composición. Una elipsis narrativa existía entre las unidades, la cual había que conocer o intuir y restituir en el acto de lectura.
En cuanto a los diálogos, no figuraban en la imagen. Remitían a un texto oral formulario, conocido por el tlamatini-lector, texto anecdótico que completaba la narratividad compositiva de la imagen. La consignación pictográfica puntual de un texto verbal y la presencia de diálogos pictográficamente referidos en la lámina XXI del Códice Boturini [ver Figura 6] se debe al hecho de que hubo un cambio brusco en la elaboración de la copia por razones desconocidas.
Figura 6. Versión pictográfica de un texto verbal con sus diálogos
Fuente: Códice Boturini, lámina XXI (Johansson, 2007).
En efecto, la imagen que había sido leída hasta la lámina XX, y cuya lectura figura en el Códice Aubin, consigna puntualmente, en la lámina XXI, el relato verbal contenido en el manuscrito con las réplicas de los personajes. En esta lámina el texto manuscrito no es la lectura de la imagen; al revés, la imagen es la que plasmó la versión oral en una consecución actancial lineal, como si fuera una oración, a lo largo del margen izquierdo y de la franja superior de la lámina, dejando un espacio vacuo sin pertinencia compositivo-narrativa.
De abajo hacia arriba:
De izquierda a derecha:
Varias causas podrían haber determinado este cambio tanto en la relación palabra/imagen como en el tenor narrativo del texto pictórico, algunas de las cuales, siendo que ya no contaran con el original que estaban copiando, o que la idea de reproducir exactamente con imágenes las acciones y lo dicho por los personajes haya surgido espontáneamente en la mente del tlahcuilo, o fuera sugerida por un español, para emular la escritura alfabética (Johansson, 2020, pp. 450-455).
La narratividad de la imagen en el Códice Azcatitlan
El Códice Azcatitlan es un documento pictográfico de factura netamente colonial que narra la historia de los mexicas desde Aztlan hasta la llegada de los españoles. Analizaremos las secuencias pictórico-narrativas contenidas en las ocho primeras láminas: 1v, 2r, 2v, 3r, 3v, 4r, 4v y 5r, con el fin de caracterizar la narratividad de la imagen en este códice, cotejándola con la que exhiben las secuencias correspondientes, en otros documentos pictográficos.
Láminas 1v y 2r
Figura 7. Los aztecas en Azcatitlan
Fuente: Códice Azcatitlan (1995), láminas 1v-2r.
Una isla rectangular, con un trazo nítido de sus orillas, y aguas que remolinan a su alrededor, enmarcan las acciones pictográficamente expresadas en estas dos primeras láminas [ver Figura 7]. En términos formemáticos, las espirales de gran tamaño que representan el agua dulce en la iconografía náhuatl se multiplican y enfatizan la importancia del agua que circunde la isla anepantla, literalmente “en medio del agua”. En términos narrativos, generan una impresión de movimiento ácueo como “remolino”.
En este mismo contexto formal, la “cuadratura” de los contornos de la isla, referida como tlalhuactli “tierra seca” en algunos cantos nahuas (León-Portilla, 2011, fol. 19v), el trazo nítido de la canoa acalli “casa (en el) agua” y del remo ahuictli “coa del agua”, contrastan con las “espirales” del agua. Una sintaxis formemática de la espiral dinámica que rodea la isla, del cuadrado estático, del movimiento de la canoa, así como los remolinos etimológicos de los vocablos nahuas que los designan, podrían expresar la idea semiológicamente difusa que los mexicas se hacían del origen.
En este marco insular visualmente delimitado, en la lámina 1v, un monte de color anaranjado con contornos irregulares y protuberantes ocupa el centro de la lámina. Las “protuberancias” reproducen burdamente, en las laderas del monte, el formema tetl “piedra”, trazo con una forma y una carga semántica precisas en la iconografía náhuatl prehispánica. Una comparación con la representación de dicho formema en la lámina I del Códice Boturini [ver Figura 8] evidencia la poca pericia del tlahcuilo, o un afán de expresar de manera muy personal pero semiológicamente incoherente, el carácter pedregoso (teyo) del monte. En términos narrativos, lo que es un signo en un sistema de escritura pictográfica, se vuelve un rasgo estilístico propio del pintor el cual al “de-formar” el perfil arquetípico de la montaña, le resta su expresividad y nulifica la impresión visual que la imagen debía ejercer sobre el lector.
Figura 8. El formema tetl
Fuente: Códice Boturini, lámina I (detalle) (Johansson, 2007).
En la ladera derecha del monte, sobre una protuberancia pedregosa, Huitzilopochtli, pintado con cuerpo humano, yelmo y alas de colibrí (huitzitzilin), se yergue. Sostiene un escudo chimalli, en la mano izquierda. La lateralidad “siniestra” es relevante si consideramos que la voz opochtli “izquierda” es parte del nombre del dios Huitzilopochtli y se integra a la narratividad del relato tanto en su versión oral como pictórica.
Una glosa alfabética: ascatitla “lugar de hormigas” se halla a su lado. Esta corresponde de hecho a la imagen de una hormiga azcatl en su hormiguero azcapotzalli, la cual figura abajo y se lee azcatitlan “lugar de hormigas”. En esta imagen toponímica, una forma curva coloctic, en forma de aguijón, difícil de identificar, parece salir del hormiguero. Su tamaño revela su importancia.
Una planta con un tallo y dos ramas con biznagas teocomitl en sus extremidades figura en el centro del monte. Dos biznagas más se localizan abajo. El carácter céntrico de la planta podría ser determinante en la narrativa pictórica. Se sitúa en un eje vertical entre dos casas que representan dos barrios. las biznagas, que crecían en zonas áridas, contenían grandes cantidades de agua. La posición de estas como frutos de una planta es extraña. No corresponde a la realidad botánica, pero podría constituir un esquema de acción pictórico-narrativa.
El tallo representaría un mezquite situado entre dos biznagas como aparece en la lámina IV del Códice Boturini [ver Figura 9]. El mezquite está relacionado con el fuego, y su posición entre dos biznagas que contienen agua constituye un esquema de acción narrativa que vincula el fuego y el agua en un contexto cosmogónico en el que estos elementos son altamente significativos. El hecho que una biznaga estuviera en la punta del mezquite podría haber sido un error del tlahcuilo.
Figura 9. El mezquite y las biznagas.
Fuente: Códice Boturini, lámina IV (Johansson, 2007).
En la parte inferior del monte [ver Figura 7] un par de casas completan, con las dos situadas en el eje vertical, las cuatro de los cuatro barrios calpultin. La distribución de las viviendas en el monte parece “des-ordenada” en términos semiológicos. Sin embargo, podrían conformar un eje vertical con la planta el cual intersectaría con el eje horizontal que las dos de abajo establecen.
En la parte izquierda del monte un bullicio visual anecdótico remite a la discusión de los aztecas en cuanto a la necesidad de partir. Los hombres visten pieles ehuatl o taparrabos maxtlatl y tienen un listón rojo en el cabello. Las manos y los gestos expresan tanto el calor del debate como su carácter dubitativo.
En la parte derecha del monte figura un grupo de tres hombres y dos mujeres cuyas manos, mediante sus dedos índices, señalan una orientación. Si exceptuamos el exponente “4”, determinante en la mecánica actancial del relato pictórico-narrativo, la pertinencia numerológica estructurante parece haber sido nulificada por el afán anecdótico que se manifiesta en la imagen.
En la lámina contigua (2r), co-extensión espacial de la isla, un teocalli en perspectiva con dos escalinatas, y un momoztli “templete” con un palo tlecuahuitl y agua encima, figuran entre cuatro pequeñas casas. Una de ellas tiene una bandera pantli en su azotea tlapanco, otras dos biznagas, una más un recipiente atravesado por un palo y otra ostenta dos dardos tlacochtli.
Dos aztecas, del barrio de la bandera (tla)panecatl, y del barrio de los dardos tlacochcalcatl revestidos de pieles y con taparrabo aparente, tienen un bastón de caminante en forma de lanza, en la mano izquierda y un escudo chimalli en la derecha. El del barrio de las biznagas huitznahuatl hace con la mano un gesto que parece “repulsivo”. El cuarto es chalca y ase su lanza con las dos manos. Todos miran hacia la derecha.
En la parte inferior de la imagen se observan cuatro grandes casas, hechas de ladrillos tipo europeo y con techo de zacate. El trazo de la casa es colonial, pero el número reitera la pertinencia tetralógica de los barrios. Finalmente, una canoa acalli con un sacerdote papahua parado en ella y vestido con un simple taparrabo maxtlatl, la propulsa o rema. Esta escena simboliza la travesía de los aztecas hacia tierra firme, en Colhuacan.
La secuencia pictográficamente explícita contenida en las dos primeras láminas del Códice Azcatitlan corresponde a la ideografía de la lámina I del Códice Boturini [ver Figura 2] más sistémica. Si bien el sentido global es el mismo, una diferencia magna se observa, a nivel pictórico-narrativo, entre las dos versiones.
En la versión del Códice Boturini, la tipología del trazo, la relación posicional de los entes pictóricos, la numerología, la composición, son sistémicamente determinantes en la configuración del sentido. El trazo “temblado” de las orillas de la isla y de la tierra firme se opone, en términos semiológicos, a los contornos nítidos del sacerdote, de la canoa, del glifo calendárico y del monte Colhuacan.
La posición céntrica del templo en la isla, la disposición de seis casas en torno a este, y la posición respectiva de Chimalman y del personaje anónimo situado frente a ella (probablemente Mixcoatl), los cuales se sitúan sobre el eje vertical que pasa por el templo, a la vez que señalan el carácter matrimonial de su relación, caracterizan el gentilicio “azteca” y configuran el número “7” de los barrios, cifra determinante en la simbología narrativa del relato ideográfico.
Una isotopía numerológica con tenor selénico se establece con los siete peldaños del templo, las siete huellas que parten de la canoa (cuatro antes de la cueva y tres después) y los siete barrios contiguos al monte Colhuacan en la lámina II; barrios subdivididos en 4 y 3, por el eje central que pasa por el barrio azteca y se prolonga con el andar de los cuatro teóforos. La cueva Chicomoztoc “7-cueva” vincula el simbolismo mítico-obstétrico de la cueva oztotl6 con el 7 selénico.
En cuanto a la composición, como ya lo mencionamos, además de la narratividad anecdótica de los personajes, la isotopía “verticalidad” que constituyen el eje del templo en la isla, el sacerdote parado en su canoa, el pedernal del glifo calendárico, el monte Colhuacan, las nueve volutas que se elevan, y la disposición de los barrios en la lámina II, intersecta con la horizontalidad definida por el avance de la canoa, las huellas y el andar de los cuatro teóforos. El punto de intersección es el barrio azteca que se ve así focalizado como protagonista de la historia [ver Figura 2].
Láminas 2v y 3r
Figura 10. La salida de Colhuacan
Fuente: Códice Azcatitlan (1995), láminas 2v-3r.
Un “des-orden” semiológico con repercusiones narrativas prosigue en las láminas 2v y 3r del Códice Azcatitlan [ver Figura 10].
En la parte izquierda de la lámina 2v, está el monte Colhuacan con la cueva oztotl, cuyo interior está pintado de negro, lo que la relaciona con el Mictlán. Dentro de esta se observa un colibrí huitzitzilin y se distingue una especie de voluta roja y gris. Dicha voluta corresponde a las nueve volutas del Códice Boturini, pero carece de una referencia numerológica al Mictlán que el “9” implica, si bien el color negro asume cromáticamente esta relación. Arriba de la cueva figura un mezquite mizquitl. La cima del monte es una espiral sobre la cual está un animal que parece ser un jaguar ocelotl por las manchas de su piel. Frente al animal está el glifo 1-tecpatl “1-pedernal”.
Las protuberancias en las laderas del monte son menos pronunciadas que en la lámina anterior y se asemejan al formema tetl, ya evocado, sin llegar, sin embargo, a constituir un rasgo formal que se perciba como sistémicamente pertinente en la semiología de la imagen.
En la parte superior de la lámina está un templo, y frente a este se observan ocho barrios que se extienden sobre ambas láminas. En la parte inferior, en un paralelismo visual que los relaciona con el templo y los calpultin, figuran once personajes. Se definen cuatro grupos: dos a la izquierda, los cuatro teóforos, tres caminantes, y dos a la derecha.
Al lado del monte, un cierto Axayácatl está retratado de perfil. Su glifo antroponímico consta de una imagen del agua atl y un rostro xayactli. En términos estrictamente pictográficos, el agua debería estar sobre el rostro. Es probable que el pintor haya restituido el orden verbal de las palabras por lo que pintó el agua yuxtapuesta al rostro sin que esta yuxtaposición tuviera un carácter pictórico. Está descalzo, tiene un bastón de caminante en la mano izquierda y está cargando a Tláloc.
Pintado de frente, al lado de Axayácatl, vestido con una tilma blanca y un maxtlatl ricamente bordado, está un personaje cuyo glifo antroponímico se compone de un rostro o una cabeza con un formema serpentino que prolonga su cabello. Se podría tratar de Coatzon. Siguen los portadores de Huitzilopochtli: Tezcacoácatl quien le carga, Cuauhcóatl con Tezcatlipoca, Quetzalapanécatl que tiene en su tlaquimilolli o mejor dicho caxcaxtli plumas de garza aztaxelli que remiten al sacrificio, y Chimalman con estas mismas plumas dispuestas sobre un bulto.
Delante de ellos, tres personajes con vestimenta blanca avanzan hacia la derecha. Corresponden a los mimixcoas del Códice Boturini. El que encabeza la marcha de estos tres se llama Matepetl o Tepema, carga a un personaje con aztaxelli. El segundo, con un glifo antroponímico que representa “lodo” zoquitl, carga a Chicomecóatl “7-serpiente”, una divinización del maíz. El tercero cuyo glifo antroponímico se compone de una flor xochitl, un nudo tlalpilli y un maguey metl no carga nada.
Al lado derecho están dos individuos: un tecpaneca y un tlacochcalcatl, según sus glifos antroponímicos y la glosa alfabética, con sus escudos y bastones de mando.
Láminas 3v y 4r
Figura 11. Tepemaxalco y Cuahuitl ihcacan
Fuente: Códice Azcatitlan (1995), láminas 3v-4r.
Los aztecas salen de Colhuacan y emprenden su marcha hacia Chicomoztoc [ver Figura 11]. En la parte izquierda de la lámina un tlacochcalcatl llamado Mimichtzin avanza sobre un camino que va subiendo. En la ladera izquierda del monte está una palmera iczotl. Dicho camino llega a un paso entre los dos montes: tepemaxalco “lugar donde los montes se separan”, según lo indica la glosa. En el paso entre los montes están las fechas 2-calli “2-casa” y 3-tochtli “3-conejo” y dos mexicas.
En el flanco de los montes están dos tunales tenochtli. Se observa asimismo un maguey metl. Según la Historia de los Mexicanos: Partidos todos, llegaron a dos sierras grandes, y en medio de ellas asentaron y estuvieron dos años […] sembrando lo que habían de comer y llevar. Y aquí hicieron el primer templo a Huitzilopochtli […] Estas dos sierras estaban una enfrente de la otra y en medio fue su habitación (Garibay, 1985, p. 42).
En la lámina 3v, las dos “sierras grandes” en medio de las cuales se instalan los mexicas, y los dos años en los que permanecen allí, están claramente referidos. Asimismo, el hecho de que estuvieran “una enfrente de la otra” se explicita visualmente mediante los dos individuos que están cara a cara, en el espacio entre ellas. El nombre del sitio, escrito entre los años y los personajes: Tepemaxalco “lugar donde los montes se separan”, añade la noción de “separación”, relevante en lo que concierne a los pueblos, este contexto.
En los flancos del monte, una mujer que muele algo en un metate, otra que tiene en la mano un tejolote, muestran las actividades consuetudinarias realizadas durante su estancia. En la parte inferior de la lámina está un ojo de agua cerca del cual figura una anotación en náhuatl: ymauh “su agua”. Un hombre con una olla en la mano se dirige hacia el ojo de agua para abastecerse del líquido.
Un caminito con huellas de pies se desprende del camino mayor y conduce a una casa sobre la cual está parado un hombre. Es probablemente el templo de Huitzilopochtli evocado en la Historia de los mexicanos. Dos huellas después, otro caminito bifurca y conduce a una casa frente a la cual está una mujer, en cuya espalda está una mano con un dedo índice, y tiene en la mano el mencionado tejolote. Los dos caminos denotan que la estancia se hizo sobre los montes.
Después de pasar entre los montes, el camino, bordado de diversas plantas, desciende en la lámina 4r “llegaron a un valle donde había muchos árboles, y llamáronle Cuauhtlihcacan, por razón de que en él había muchos pinos, y allí estuvieron un año” (Garibay, 1985, p. 42).
La importancia de los árboles en la narración pictórica es manifiesta en la lámina 4r. Los pinos ococuahuitl parecen ser referidos mediante el árbol enorme que se observa en medio de la lámina. La estilización de la figura dificulta su identificación, pero la parte inferior del tronco que representa piñas de ocote dirime esta ambigüedad. El paisaje sugiere que se trata de un valle ixtlahuacan “llano” sin que el lugar constituya, sin embargo, una estancia ya que los mexicas avanzan sobre el camino. La duración de una supuesta estancia de un año en este sitio llamado por ellos Cuauhtlihcacan, habría sido, según la imagen del Códice Azcatitlan, el tiempo de su andar hasta la siguiente estancia: Chicomoztoc.
En cuanto al nombre del lugar, y a su significado, es probable que el informante de la Historia de los Mexicanos haya confundido cuahuitl y cuauhtli “árbol” y “águila”, respectivamente. En efecto, Cuauhtli ihcacan es “lugar donde el águila que se yergue”. Es probable que el término náhuatl del relato haya sido Cuahuitl ihcacan “lugar donde el árbol se yergue”, lo que la imagen de la lámina 4r expresa claramente. Esta secuencia corresponde a la estancia en Cuahuitl itzintla en el Códice Boturini [ver Figura 12]. Los mexicas, a punto de comer su itacate fueron sorprendido por la ruptura del árbol, un ahuehuete.
Figura 12. Cuahuitl itzintla
Fuente: Códice Boturini, lámina III (Johansson, 2007).
El camino ohtli sube y baja y parece hacer meandros. En él dos hombres avanzan y una mujer que carga una figura humana, probablemente una deidad, parece regresar. Los hombres calzan cactli y la mujer va descalza.
La posición de la mujer que regresa mocuepa podría corresponder a una intención de retratarla mejor, y por tanto sin pertinencia a nivel narrativo. Sin embargo, la cueva Chicomoztoc hacia donde se dirigen, y a la que llegan en la siguiente lámina, reproduce la del monte Colhuacan, por lo que el retroceso aparente de la teófora indicaría un retorno.
En la versión del Códice Boturini, los mexicas se quedaron en Cuahuitl itzintla [ver Figura 12], y los demás barrios tuvieron que seguir su camino sin ellos. La versión alfabética correspondiente a esta secuencia de la lámina III dice: Xiquimilhuican, camo tiazque, ça nican titocuepazque (Códice Aubin, fol. 4v, en Lehmann y Kutscher, 1981, p. 4.) “díganles (a los demás barrios) que no seguiremos (adelante), aquí nos regresaremos”. La llegada a Chicomoztoc representaría entonces un regreso a Colhuacan, con una separación de los demás pueblos.
Las huellas sobre el camino señalan el andar sin que el número de ellas tenga una pertinencia numerológica, a diferencia del Códice Boturini [Ver Figuras 2 y 9] en el que siete huellas remiten sistémicamente a la luna y nueve al Mictlán.
Láminas 4v y 5r
Dos láminas en blanco separan la lámina 4v de la lámina 5r. No queda del todo claro si dos secuencias tenían que figurar en estas láminas o si fue un asunto material que no atañe al relato.
Lámina 4v
Figura 13. La cueva Chicomoztoc, y rumbo a Coatl ycamac
Fuente: Códice Azcatitlan (1995), láminas 4v-5r.
En la lámina 4v [ver Figura 13], los mexicas llegan a Chicomoztoc. La sucesión de los años que figuran en la parte superior indica que permanecieron allí ocho años, de 4-acatl “4-caña” a 11-tochtli “11-conejo”.
El monte
Un monte con una cima en forma de cabeza de animal, probablemente un lobo cuetlachtli cuyo hocico constituye la cueva Chicomoztoc, está situado en la parte izquierda de la lámina. La glosa alfabética Chicomoztoc está escrita abajo del hocico. En la cueva está un bulto tlaquimilolli que debería de contener las cenizas de Huitzilopochtli y ser un teoquimilolli. Pero, curiosamente es un bulto mortuorio miccaquimilolli lo cual indica que la cueva es la entrada al Mictlán.
Seis protuberancias pétreas se observan en su ladera derecha. Con la del hocico de la bestia suman siete, alusión numerológica a las siete cuevas, o a los siete alveolos de la cueva Chicomoztoc, en la Historia Tolteca Chichimeca [ver Figura 16]. Dos biznagas teocomitl, con sus raíces, destacan en el monte. La mandíbula inferior del animal tiene un trazo que recuerda el formema tetl “piedra”. Una línea desdobla la falda del monte y reitera dicho formema.
Huitzilopochtli
Frente al monte, en la mencionada línea se encuentra un ave, un colibrí en cuyo pico está un rostro humano. Se trata de Huitzilopochtli, como lo indica la glosa que figura encima. Con la pata izquierda está sacando fuego con el palo macho y la base-hembra de los instrumentos tlecuahuitl.
Una cabeza humana y un arco y una flecha están a proximidad de la imagen del colibrí-Huitzilopochtli. Una nota alfabética escrita entre la cabeza y la cuerda del arco: cuahuit icac? relaciona la escena con el nacimiento de Huitzilopochtli. Sin embargo, la grafía de esta nota interrogativa, así como la que identifica a Huitzilopochtli, son distintas de las glosas contemporáneas a la elaboración del códice: ymauh y Chicomoztoc, en esta lámina.
Sea lo que fuere, esta secuencia corresponde a la entrega del arco y la flecha a los aztecas por un águila solar (Huitzilopochtli), en la lámina IV del Códice Boturini [ver Figura 9]. En esta versión, con dicha entrega y el sacrificio de los mimixcoas entre los cuales figura Teoxahualli, la luna, hermana de Huitzilopochtli, los aztecas cambian de nombre y de estado, por orden del dios: se vuelven mexicas.
El ojo de agua
Un ojo de agua dulce atlacomolco o mexco, o un río atoyatl, ocupa la parte central de la lámina. En él se encuentran dos personajes desnudos, dos petates, y lo que parece una caja toráxica atravesada por un intestino cuitlaxcolli. Una imagen del Códice Fejérváry-Mayer [ver Figura 14] echa una luz tenue sobre lo anterior. La caja toráxica y el intestino están relacionados con la espalda baja cuitlapan, y riñones yoyomoctli o cuitlacaxiuhyantli de Tezcatlipoca como dios joven del fuego mediante un chorro de sangre. En el contexto cardino-temporal de este códice, está relacionado con el oeste cihuatlampa y el año calli “casa”.
Figura 14. Cuitlaxcolli “los intestinos”
Fuente: Códice Fejérváry-Mayer, lámina I (León-Portilla, 1992).
Los petates petlatl remiten a la gobernanza. En cuanto a los dos personajes en el agua, están desnudos petlauhqui; su espalda cuitlapantli o tepotztli descubierta se lee cuitlapampetlauhqui. Ahora bien, el cuitlapaneh o teputze, “el que tiene una espalda” era el gobernante. El hecho que se desnudara correspondía al ritual de su entronización.
El árbol en el río
En el manantial, figura una planta o un árbol. El hecho que esté arraigado en el agua podría aludir al tipo de árbol ahuexotl, por ejemplo, “sauce de agua”. La expresión in ahuexotl totomolihui “el sauce de agua retoña” era una metáfora de la abundancia. Sin embargo, dicho arraigo podría ser simbólicamente más críptico y corresponder a un esquema de acción pictórico-narrativo.
Las glosas alfabéticas
Una glosa, en la orilla del agua, dice:
Oncan motetzahuique nauhxihuitl. Oncan oquizaya cintocoyan. In tlaca cuitlaxcolli petlatl, oncan quincauh inteuh (Códice Azcatitlan, 1995, lámina 4v).
Allí permanecieron encantados durante cuatro años. De allí salían a Cintocoyan.7 Los intestinos humanos (y) los petates, allí los dejó su dios.
La pareja
Un hombre y una mujer, al lado de una casa, representan el barrio azteca. Corresponden a la pareja Chimalman/personaje anónimo de la lámina I del Códice Boturini.
El templo
En la orilla del agua, se eleva un templo teocalli, con dos escalinatas y un adoratorio en cuyo techo está la parte trasera de un dardo tlacochtli o una flecha mitl así como dos motivos en forma de caracol. Un personaje, yuxtapuesto al árbol, está sentado detrás del templo. Una glosa alfabética ymauh “su agua” está escrita en el espacio frente al templo.
En la versión oral de la Historia de los Mexicanos, en Chicomoztoc nacieron tres “personas principales”: Y nacieron en él Tlacuzqui, y Mazamoyahual y Minaquicihuatl, que fueron dos varones y una hembra, personas principales (Garibay, 1985, pp. 42-43). La imagen de Chicomoztoc que presenta el Códice Mexicanus [ver Figura 15] para esta secuencia proporciona indicios que puedan orientar la lectura de la secuencia del Códice Azcatitlan.
Figura 15. Chicomoztoc
Fuente: Códice Mexicanus, lamina XXII (Mengin, 1952).
Observamos a unos personajes sobre un petate, lo que corresponde a los dos hombres desnudos y a los dos petates arrastrados por la corriente del río. El colibrí que desciende en 12-tochtli “12-conejo”, corresponde al colibrí que está sacando el fuego nuevo en la lámina 4v (tres años después en 2-acatl “2-caña”). El árbol enhiesto en la cueva refiere al árbol arraigado en el agua. La raíz del árbol coincide con lo que parece un omitl. El hueso-jade que Mictlantecuhtli atesoraba en el Mictlan, llevado por Quetzalcóatl a Tamoanchan y molido por Quilaztli en su barreño-jade chalchiuhapazco (“Leyenda de los soles”, en Lehmann y Kutscher, 1974, pp. 330-338), fue la materia prima a partir de la cual se hizo el ser humano.
La imagen de Chicomoztoc dentro del monte Colhuacan, en la Historia Tolteca-chichimeca [ver Figura16], es asimismo reveladora. El carácter matricial de Chicomoztoc es claro. En la parte superior, al lado de la espiral que representa la cima del monte, un sacerdote desnudo, revestido con una piel de lobo cuetlachtli está sacando el fuego. En la parte inferior derecha de la lámina están un arco y una flecha. En la esquina, se observa una corriente de agua que brota de un monte; en dicha corriente está un hombre desnudo.
Figura 16. Chicomoztoc
Fuente: Historia Tolteca-chichimeca, lámina 16r (Kirchhoff, Odena Güemes y Reyes García, 1989)
Lámina 5r
Dos secuencias narrativas deberían haber ocupado las dos láminas en blanco que separan la 4v de la 5r [ver Figura 13].
Las glosas alfabéticas
Dos mujeres figuran en el camino. Una anotación alfabética glosa la imagen de la que camina en segundo lugar:
Oncan mixpoloque tepetla, cuauhtla, texcalco; cancanin nehnenca mexica.
Allí, se perdieron en las montañas, en los bosques, en los peñascos, en todas partes anduvieron los mexicas.
Tres glosas alfabéticas refieren las montañas tepetla, las rocas texcallo y los bosques cuauhtla. La mujer que va adelante tiene un bastón en la mano y carga al dios. Una glosa le corresponde: Quimama inteuh “carga(n) a su dios (de ellos)”.
Los hombres en el camino y en las montañas
Lo tortuoso del camino denota la incertidumbre en la orientación. Dos hombres van caminando, con sus bastones de peregrinos, y uno de ellos con un escudo.
Situados entre las montañas, las rocas y los árboles, están tres hombres pintados de espalda, y otro, con una flecha en la mano, se perfila entre las rocas. El camino se pierde en la parte superior de la lámina. La siguiente estancia será Coatl ycamac, en los años 12-acatl y 13-tecpatl, como lo indican los glifos calendáricos de la lámina 5v.
El paisaje
Observamos montañas de perfiles distintos, bosques con una variedad pintoresca de árboles y pedregosos despeñaderos.
Plantas y animales
Las montañas, los bosques y los despeñaderos están poblados de animales: dos jaguares, uno de los cuales está aullando como si fuera un coyote y está parado sobre dos personajes extendidos en el suelo; un coyote, agarrado de la roca; un conejo; dos aves, una que vuela y otra parada en la roca, que parece picotear al conejo.
En cuanto a las plantas, un tunal tenochtli se perfila sobre el fondo que constituye una roca. Un maguey, unos cactos “órganos”, una biznaga y flores completan el paisaje.
Conclusión
Los códices nahuas contenían relatos pictóricos de índole mítico-histórica o mitológica, en los que las acciones se “tramaban” con hilos hechos de trazos y colores sobre un telar estructural de láminas en cuyos marcos se definía el sentido.
Si la comparamos con el relato pictórico-narrativo del Códice Boturini, la versión de la salida de Aztlan-Chicomoztoc de los aztecas/mexicas que ofrece el Códice Azcatitlan, además de diferir parcialmente en cuanto a los contenidos, manifiesta una lógica asociativa de enlaces narrativos de consecución y de consecuencia difícilmente legible, es más anecdótica que compositiva, y es “rudimentaria” en términos formales.
La falta de rigor sistémico que revela la distribución algo incoherente de las unidades pictóricas en el marco de las láminas, el carácter aleatorio de rasgos semiológicamente pertinentes como lo son la posición, los espacios, el tamaño, el trazo, el color, los números y la composición, así como detalles superfluos en un contexto pictórico-narrativo, sugieren que esta versión no es la copia de un original pictográfico, sino que podría haber sido pintada a partir de un relato oral.
En las ocho primeras láminas del Códice Azcatitlan, los personajes, las casas, los barrios, el templo, los animales y las plantas que se integrarían lógicamente en una sintaxis narrativa en un contexto oral, parecen haber sido “salpicados” en el papel sin que un orden compositivo restableciera su narratividad en una dimensión pictográfica.
La influencia del alfabeto fue sin duda determinante al mermar considerablemente la funcionalidad narrativa de rasgos formales y compositivos en aras de una transparencia referencial que empobreció el relato pictórico-narrativo.
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Notas
1 Episteme: “Conjunto de conocimientos que condicionan las formas de entender o interpretar el mundo en determinadas épocas” (Real Academia Española, 2001).
2 Unidades semiológicas correspondientes a la forma.
3 Unidades semiológicas correspondientes al tacto.
4 Traducción de Miguel León-Portilla (1979).
5 Isotopía. En un contexto semiológico: repetición de elementos formales o de contenidos que establecen una línea de interpretación. La reiteración de un mismo color en un relato, por ejemplo, establece una isotopía cromática que confiere a dicho color una pertinencia a niveles semiológicos o narrativos, en la producción del sentido.
6 Otztic significa “embarazada” en náhuatl.
7 Cintocoyan es “lugar donde está sembrado el maíz”.