Utopía, mesianismo y milenarismo en Tomóchic y Canudos

Utopia, messianism and millenarism in Tomóchic and Canudos

Rogelio E. Ruiz Ríos
Instituto de Investigaciones Históricas
Universidad Autónoma de Baja California


Fecha de recepción: 16 de enero de 2023

Fecha de aprobación: 6 de marzo de 2023

RESUMEN: En este artículo planteo una revisión historiográfica sobre algunos enfoques y perspectivas en torno a los acontecimientos ocurridos en Tomóchic, Chihuahua (México) y Canudos, Bahía (Brasil), a fines del siglo XIX. Se trata de dos eventos históricos en que las fuerzas gubernamentales masacraron a esas comunidades configuradas por motivos de índole religiosa e inconformidades sociales. A través de diversos escritos y estudios elaborados al respecto, se han abierto discusiones acerca de su carácter utópico, mesiánico y milenarista. Parto de un punto de vista historiográfico comparativo, de algunos elementos vertidos en esas discusiones, en tanto que propongo analizarlos y reflexionarlos desde ciertos conceptos y posiciones relacionadas con las preocupaciones contemporáneas acerca de la memoria, las relaciones sociales con el tiempo y las temporalidades, así como vislumbrar los conflictos desde las ontologías políticas.

Palabras clave: Tomóchic, Canudos, milenarismos, mesianismos, rebelión

ABSTRACT: In this paper, I propose a historiographical review of some approaches and perspectives on the events that took place in Tomóchic, Chihuahua (Mexico), and Canudos, Bahia (Brazil), at the end of the 19th century. These are two historical events in which government forces massacred these communities based on religious reasons and social nonconformities. Through various writings and studies on the subject, the following discussions have revolved around their utopian, messianic, and millenarian traits. On the ground of a comparative historiographic point of view, I display some elements of these discussions looking to analyze and reflect on them from certain concepts and positions, in relation to contemporary concerns about memory and social relations with time and temporalities, as well as to focus on the conflicts from the political ontologies.

Keywords: Tomóchic, Canudos, millenarism, messianisms, rebellion

Introducción: paralelismos entre Tomóchic y Canudos

En el verano de 1993, José Emilio Pacheco abordó los sucesos de Tomóchic en la columna “Inventario” que publicaba en la revista Proceso. De consabido ingenio, pulcra prosa y vastos conocimientos histórico-literarios, el poeta revisó los hechos acontecidos en la sierra occidental de Chihuahua entre los primeros días de diciembre de 1891 y octubre de 1892. Con buen tino, Pacheco relacionó los sucesos de Tomóchic con los de Canudos, estos últimos desarrollados en el nordeste brasileño entre junio de 1893 y octubre de 1897, haciendo hincapié en sus paralelismos literarios y fácticos (Pacheco, 2018, pp. 41-61). Aunque el escritor sólo se refirió a la épica brasileña al inicio de su ensayo, dado que el centro de su interés estaba puesto en Tomóchic y en la serie de personajes y acontecimientos relacionados con dicho evento, se tomó un breve espacio para hacer una semblanza del contexto de las obras literarias Tomóchic y Los sertones (Os sertões en el original en portugués), y de sus respectivos autores Heriberto Frías y Euclides da Cunha, a quienes en buena medida debemos el posterior conocimiento y popularidad de esos conflictos. Un detalle observado por Pacheco fue que, en términos literarios, el libro mexicano no podía compararse con el brasileño, pero halló “asombrosas” similitudes entre ambos (Pacheco, 2018, p. 42). Por lo general, hay coincidencias en que el libro de da Cunha presenta mayor complejidad y atributos literarios que el de Frías. Cabe mencionar que Andreas Doeswijk consideró el texto brasileño como un libro difícil de catalogar, al transitar entre “la novela no ficcional, ensayo historiográfico, indagación sociológica sobre la identidad brasileña”, sin restarle su “absoluta unicidad” en el mundo literario e intelectual brasileño (Doeswijk, 2016, p. 57). El carácter camaleónico de Los sertones también fue percibido por José Emilio Pacheco, definiéndola como una “novela épica, relato histórico, tratado sociológico, tan indefinible respecto a su género como el Facundo de Sarmiento” (Pacheco, 2018, p. 41). Sobre este último punto, cabe mencionar que Doeswijk relacionó Los Sertones con el canónico texto argentino.

Una vez que hizo el énfasis entre los aspectos comunes de la obra mexicana y brasileña, Pacheco se centró en la naturaleza de la novela Tomóchic y de su autor Frías, a fin de asentar las causas y el curso de esa rebelión, aunado a las motivaciones personales del escritor. De particular interés para Pacheco fue la deriva intelectual y política de Frías, en tanto partícipe de la campaña militar contra la población tomochiteca y las vicisitudes que le trajo haber escrito dicha novela. En sintonía con la tragedia que se ocupó de narrar, el poeta acentuó el sino trágico del autor objeto de su semblanza (Pacheco, 2018, p. 59). Cabe señalar que el infortunio de Euclides da Cunha fue mayor al de su contraparte mexicano, puesto que a la edad de 43 años el intelectual brasileño pereció abatido en un duelo a manos del joven amante de su esposa. El atractivo que para escritores y académicos sigue provocando el destino de Frías y de da Cunha, es parejo al halo bohemio y romántico que acompaña la fama de escritores y artistas contemporáneos al cambio de siglo entre el XIX y el XX.

Tomóchic y Canudos son hitos en sus respectivas historias nacionales modernas; condensan elementos míticos, históricos y políticos que han servido para reforzar manifestaciones identitarias a escala regional y nacional. La tragedia que marcó esos eventos se inscribió en el futuro de los mismos, una vez valorados como acontecimientos del pasado, alimentados con fuertes dosis de misticismo, fe, esperanza, heroísmo y de martirologio palpables en las maneras de ser evocados, recordados, rememorados, institucionalizados e, incluso, en los intentos por sepultarlos en el olvido. Las obras de Frías y de da Cunha son referenciales, constituyen acontecimientos literarios en el contexto de sus respectivas historias literarias nacionales. Cada una a su manera, las colectividades de Tomóchic y Canudos experimentaron su particular “fin del mundo”.

En el presente texto continúo la dinámica comparativa entre Tomóchic y Canudos apoyado en la revisión de un puñado de textos, para proponer un escrutinio historiográfico desde conceptos y enfoques alternativos, aunque no necesariamente divergentes, a los utilizados con anterioridad al momento de plantear estos tópicos.1 Considero que plantear un análisis historiográfico desde las políticas del tiempo, las tensiones entre memoria e historia, reconociendo las diversas ontologías políticas confrontadas en situaciones de conflicto, puede arrojar explicaciones e interpretaciones más comprensivas, distintas a las de corte excesivamente racionalista y pragmática como suelen tratarse a menudo las creencias y motivaciones religiosas populares. En el siguiente apartado presento una breve relación de los sucesos de Tomóchic y Canudos, así como de los efectos de sus memorias en el tiempo y el espacio.

Memoria y relación de los hechos de Tomóchic y Canudos

Paul Vanderwood fue autor del estudio que a la fecha es el más completo y meticuloso sobre Tomóchic. En opinión del historiador, “los problemas en el pueblo coincidieron con la gran conmoción y el enorme cambio evidente en todo Chihuahua, donde el auge de la minería había abierto las oportunidades y a su inevitable compañera: la competencia” (Vanderwood, 2003, p. 148). Entre el cúmulo de causas señaladas por Vanderwood como agravantes para la rebelión, mencionó el auge minero ocurrido en la zona del Papigochic, ubicada en la sierra occidental de Chihuahua, donde se localiza Tomóchic. Si bien ya era una región minera desde el siglo XVII, a partir de 1890 hubo un incremento de la explotación minera que trajo consigo una mayor actividad comercial y aceleró la codicia de autoridades y empresarios locales, regionales y federales, de las compañías estadounidenses y de un sinfín de aventureros.

En su afán de dar sentido sociológico a los hechos y de encadenar factores de orden estructural y fenomenológico (un procedimiento característico en sus investigaciones), Vanderwood otorgó relevancia al imaginario social de la población local forjado en sus constantes luchas contra las incursiones apaches. En esa línea, adujo que esto “consolidó el sentido de independencia del Papigochic”, el cual mantuvo a esa zona “geográfica y psicológicamente aislada de la autoridad formal de la iglesia y del Estado, lo que los hacía especialmente sensibles y desconfiados ante intromisiones institucionales en sus asuntos” (Vanderwood, 2003, p. 167). Por ello, este historiador consideró que el orgullo nacionalista, regionalista y católico de la gente del Papigochic descansaba en tales premisas, en un lugar donde sus pobladores “no eran pacientes y preferían las acciones directas a los términos y negociaciones. No es que quisieran vivir aislados, más bien querían priorizar sus propios intereses e insistir en hacer valer sus puntos de vista” (Vanderwood, 2003, p. 168).

Después de presentar los rasgos idiosincráticos de la gente de la región, Vanderwood se dispuso a explicar la relación de sucesos que desencadenaron el conflicto en Tomóchic y la campaña de exterminio de que fueron objeto por parte del gobierno mexicano. Conviene aclarar que, a diferencia de Canudos, en la rebelión tomochiteca sólo se involucró una parte del pueblo, a quienes se sumaron algunas personas foráneas bajo el liderazgo de Cruz Chávez, integrante de una familia con cierta prominencia en la comunidad. El principio de la rebelión tomochiteca fue rechazar la obediencia a cualquier autoridad que no proviniera de Santa Teresa de Cabora y de Dios, no obstante que en las primeras negociaciones sostenidas con los enviados del gobierno manifestaron que sólo luchaban por “libertad religiosa” (Vanderwood, 2003, pp. 187 y 311). En los hechos, la comunidad rebelde de Tomóchic profesaba una amplia devoción popular a Teresa Urrea, la “Santa de Cabora”, además de venerar a un santo regional conocido como “El santo de Chopeque”, al que, según Vanderwood (2003, p. 201), le otorgaban un carácter mesiánico. Vanderwood señaló que en la región de Sonora donde residía Teresa Urrea, habitada sobre todo por los indígenas mayos, era habitual que pulularan personajes con reputación de santidad (2003, p. 268); un fenómeno compartido con la región del Papigochic.

A este factor hay que agregar la cuestión de que, tanto en Sonora como en Chihuahua, las rebeliones armadas en las que participaba la población local se sucedían cada cierto tiempo.2 De nuevo, se trata de un denominador común con el sertón bahiano en Brasil, donde se ubica Canudos. La influencia de Teresa Urrea sobre la rebelión tomochiteca era un hecho probado; por ese motivo, al inicio del conflicto un contingente rebelde acudió a visitarla en Cabora. Algunas versiones señalan que no consiguieron verla, mientras que otros testimonios aseguran que sí cumplieron su cometido. De cualquier manera, el hecho de que hayan efectuado ese peregrinaje, aun a costa de su seguridad, habla del ascendente que su figura tenía en Tomóchic. Durante ese peregrinaje, en las cercanías de Cabora, la expedición tomochiteca fue emboscada por las fuerzas gubernamentales, pero salió victoriosa de la escaramuza.

La primera batalla entre las tropas rebeldes y las del gobierno tuvo lugar el 7 de diciembre de 1891. A raíz de ello, con ánimo de disminuir la alarma en la capital del país, el gobernador de Chihuahua informó al presidente Porfirio Díaz que se trataba de una zona “poco poblada”, cuyos habitantes eran principalmente “indios”, cuando en realidad eran principalmente mestizos (Vanderwood, 2003, p. 193). Lo que siguió fue una andanada de descalificaciones por parte de diferentes autoridades acusando a la población rebelde de facinerosa, ignorante y fanática. Los epítetos que les endilgaron eran importantes porque, como apuntara Vanderwood, “Indio, bandido y fanático tenían mensajes especialmente fuertes para la idiosincrasia mexicana en el siglo XIX”, además de que el ser “indio” tenía tintes denigrantes (Vanderwood, 2003, p. 195).

Durante el año de 1892 la tensión y antagonismo entre las fuerzas rebeldes de Tomóchic y las del gobierno fue en aumento, hasta que, finalmente, el 1 de septiembre de ese año se estableció un cerco militar sobre el pueblo y, al día siguiente, fueron atacados. Al grito de “¡Viva la Santa de Cabora!” la población rebelde resistió con éxito y obtuvo un resultado favorable en la batalla (Vanderwood, 2003, pp. 339-340). A decir de Vanderwood, la victoria elevó el fervor religioso de las fuerzas tomochitecas (2003, p. 363) y confirmó su disposición al martirio en defensa de sus creencias, con lo que se acentuaron sus rasgos milenaristas:

Reconocían que el Todopoderoso en Su Sabiduría escogería el momento de su resurrección y de la inauguración de la Edad de Oro. Este tipo de resolución raya con la creencia de que se debe morir para que llegue el nuevo milenio -la ruta predestinada hacia la justicia y la plenitud-. Muy probablemente Chávez se veía a sí mismo y a los otros como mártires bajo las órdenes de Dios que resucitarían en cuerpo propio en un nuevo mundo terrenal -incluso en una nueva era de la historia mexicana- donde no existía el pesar y el tormento de la época actual (Vanderwood, 2003, p. 368).

El 20 de octubre de 1892, las fuerzas gubernamentales integradas por efectivos federales, estatales y locales atacaron por segunda ocasión el bastión rebelde, superándolos en proporción de 15 a 1 combatientes. El 25 de octubre las tropas oficiales avanzaron sobre el pueblo, quemando lo que toparon a su paso; además, capturaron a hombres, mujeres e infantes. El 29 de octubre quedó sellada la derrota tomochiteca (Vanderwood, 2003, p. 378-391). Aunque el mito sobre la resistencia y el martirologio de Tomóchic nació casi a la par de que se generaban los acontecimientos, difundidos por la prensa en la capital mexicana y en Estados Unidos, a partir de su caída el mito fue creciendo a través de las memorias, la impronta testimonial y las elucubraciones teleológicas de escritores, historiadores y cineastas. En la perspectiva de Vanderwood, ese tipo de sucesos “siempre tienen sus repercusiones, más o menos predecibles, así como sus más sorprendentes consecuencias; nunca se olvidan”. El mencionado autor agregó que, en la actualidad, “quienes saben lo sucedido ahí se acercan al valle de Tomóchic con asombro y respeto”, y aseguró que todavía pueden encontrarse ahí balas o cartuchos de hace 100 años. Además, en el lugar donde estuvo la iglesia, que fue el último bastión de la resistencia tomochiteca y, por lo tanto, también fue incinerada, hoy se erige otra (Vanderwood, 2003, p. 392). En tono reflexivo, Vanderwood señaló: “Estos asuntos no terminan nunca. La memoria histórica está destinada a evocar este gran drama por la sencilla razón de que sus apasionados temas no tienen edad y pueden servir para muchas cosas” (Vanderwood, 2003, p. 441).

Respecto a Canudos,3 habrá que decir que, en el verano de 1893, bajo la guía de Antonio “El Consejero” (Conselheiro en su original en portugués), comerciante y maestro rural convertido en líder religioso, cientos de personas se asentaron en una hacienda abandonada en Canudos, ubicada en tierras interiores al norte del estado de Bahía, Brasil. La naciente comunidad fue bautizada por sus propios integrantes con el nombre de Belo Monte. Durante más de tres años creció notablemente su número de moradores (se mencionan cifras de entre 15 y 25 mil), dedicados a la agricultura, la ganadería y a diversos oficios que hicieron su economía autosustentable. La existencia de esta comunidad causó un conflicto con las autoridades regionales y federales de Brasil, debido a su rechazo al sistema republicano recientemente adoptado en ese país. Por esta razón, se les acusó de ser pro monárquicos y sebastianistas, en referencia a la creencia del eventual retorno de Sebastián (rey de Portugal caído en combate en el Sahara a fines del siglo XVI) para restaurar su reino (Doeswijk, 2016, p. 39). Otra forma de descalificación fue el señalarles como yagunzos, un término usual para designar a las personas dedicadas a cometer fechorías.

Entre las medidas derivadas de su rechazo al sistema republicano, se encontraban su negativa a pagar impuestos al Estado y a comparecer ante oficinas gubernamentales, como el registro civil, para acreditar sus matrimonios y otros eventos existenciales de trascendencia. Por otra parte, se negaban a obedecer a las autoridades de gobierno y a algunos ministros de la iglesia católica. Doeswijk (2016, p. 36) apuntó que el proyecto comunitario en Canudos también supuso sustraerse del “sistema de dominio social de los coroneles latifundistas”, entendiéndose por lo último a los grandes propietarios de tierras dentro de la estructura agraria brasileña.

Hubo varios intentos disuasivos contra la comunidad rebelde por parte del gobierno brasileño asociado a las élites regionales. Fueron cuatro campañas militares contra Canudos hasta su abatimiento. Euclides da Cunha atestiguó el desenlace de estos acontecimientos en su rol de corresponsal enviado por un diario de São Paulo. La infausta experiencia quedó plasmada en su libro Los sertones, publicado en 1902, donde expuso los hechos de manera analítica, en la que asumió una postura crítica hacia el Estado. En el texto denunció el “error que comete la República, la cual, en nombre de la libertad, igualdad y fraternidad, masacra a sus ciudadanos sertaneros” (Doeswijk, 2016, p. 56).

Considero que el asunto de la memoria y el de la “paseidad” son de utilidad para comprender las representaciones que a través del tiempo han ido forjándose sobre Tomóchic y Canudos. En virtud de ello, es plausible concebir que cumplen funciones de “lugares de memoria”,4 que son fuente palpitante de un pasado que no acaba de pasar (Nora, 2008). En ese tenor, es viable revisar las siguientes palabras de Vanderwood:5 “En fechas recientes algún excavador azaroso cavó un hoyo a orillas de esa estructura y sacó algunos trozos de vida carbonizados, los restos, sin duda, de la construcción previa. Conservo conmigo un pedazo de esa pieza carbonizada en una bolsa de plástico, y cuando es expuesta al aire, cruje como si estuviera viva” (2003, p. 393). La apuesta por categorizar a Tomóchic y Canudos como lugares de memoria se sustenta en que responden a una de las dos clases de acontecimientos que Pierre Nora estimó reconocibles dentro de esa noción espaciotemporal: “los acontecimientos a veces ínfimos, apenas advertidos en el momento, pero a los que el futuro, por contraste, les confirió retrospectivamente la grandeza de los orígenes, la solemnidad de las rupturas inaugurales” (Nora, 2008, p. 37). Aunque lo cierto es que los casos de Tomóchic y Canudos de ninguna manera pueden considerarse ínfimos.

La popularidad contemporánea de la que gozan conceptual y materialmente los “lugares de memoria”, guarda relación con la relevancia que desde mediados de la década de 1990 han adquirido las memorias y, pese a tener procedencias distintas, en ese lapso se ha vinculado con otras tendencias académicas como la paseidad, el nuevo realismo y el resurgimiento de las materialidades. En estas vertientes se advierten manifestaciones espectrales, hauntológicas (del inglés hauntology), proyecciones y experiencias del pasado persistentes en el presente. Estas perspectivas se han retroalimentado con las formulaciones originadas en los enfoques poscolonialistas e interseccionales. En palabras de Marta Bronislawa Duda: “La orientación hacia una actitud más realista, coincide con la reciente e intensa revaloración de la memoria, noción rectora en el continuo afán de llegar a reconstrucciones y recuperaciones étnicas, políticas y culturales que caracteriza al mundo contemporáneo” (2014, p. 70). De acuerdo con Duda, “La expresión ‘lugar de memoria’ ha entrado en la lengua común para designar todo aquello que es importante salvar del olvido o de la destrucción” (2014, p. 72). Uno de los más audaces defensores del constructivismo que todavía persisten en la disciplina histórica, ha calificado de “anhelo fenomenológico” las pretensiones de experimentar el pasado en el presente mediante la escucha de sus voces viendo en ello un “apego emocional” detectable en “los recientes debates sobre la presencia del pasado” (Pihlainen, 2019, p. 93).

A 130 años de transcurridos, el peso y uso de la memoria de los sucesos de Tomóchic ha sido constante y variable, según los fines políticos y sociales para los que ha sido considerado. En la actualidad, en uno de los sitios principales de ese poblado se yergue un conjunto de estatuas memoriales de aquella gesta. En la última parte de su libro, Vanderwood tocó el tema y proporcionó algunos ejemplos de cómo esas memorias han sido empleadas como recurso en diferentes periodos con fines distintos, como defender o exigir tierras, para remarcar el orgullo regional identitario y para fundamentar su herencia como “precursores” de la revolución mexicana: “De esta manera la historia y la memoria, tan maleables siempre, se reelaboran para adecuarse a los tiempos modernos” (Vanderwood, 2003, p. 440). De acuerdo con este autor, “La tragedia de Tomóchic forma parte de un pasado vivo que está arraigado en el presente y que abre las puertas del futuro” (Vanderwood, 2003, p. 443). En lo que bien pudiera ser un digno ejemplo de uso práctico del pasado (según la famosa propuesta de Hayden White), Vanderwood sostuvo que, a fines del siglo XX, “la intranquilidad de las almas de numerosos mexicanos se refleja en sus atormentados recuerdos de Tomóchic”. Desencantada con el incumplimiento de las promesas de la Modernidad, observó que la gente de Tomóchic “todavía esperaban algo desconocido del siguiente milenio y cada vez con mayor impaciencia aguardaban su llegada” (Vanderwood, 2003, p. 451).

Tocante a Canudos, pese a que el lugar en el que se desarrollaron los hechos ya no existe, hoy en día hay un poblado homónimo situado a unos kilómetros del sitio original donde fue exterminado el primer asentamiento. En los años de 1920 se formó un segundo pueblo con el mismo nombre, pero en 1969 la dictadura militar lo inundó al construir la presa de Cocorobó. En ese lugar, cuando las aguas bajan de nivel, aún sobresale la torre de la iglesia. Por causa de la reubicación del poblado, derivada de la obra hidráulica, surgió un tercer Canudos y, más tarde, se formó un cuarto poblado del mismo nombre en las inmediaciones de la presa (Doeswijk, 2016, p. 86). En 1986 se creó el Parque Estatal de Canudos, ubicado al sur de ese cuerpo de agua donde todavía se preservan algunas reliquias relacionadas con esa guerra. De acuerdo con Doeswijk, como parte de sus políticas de reforma agraria, el Estado brasileño repartió entre la población local las tierras situadas en las inmediaciones de la presa (2016, p. 87). De la misma manera que ha sucedido con Tomóchic, en las décadas posteriores, las memorias de Canudos han emergido mediante reivindicaciones o reclamos de quienes asumen su legado y herencia. En 1947, en ocasión del 50 aniversario de la masacre que puso fin a esa comunidad, el escritor brasileño Odorico Tavares recabó testimonios entre sobrevivientes, los cuales publicó a manera de crónica contextualizada añadiendo una revisión de los sucesos (Tavares, 2016). Un esfuerzo parecido realizó el historiador José C. Valadés en los años de 1930, cuando entrevistó sobrevivientes y testigos de la guerra en Tomóchic (citado en Pacheco, 2018, p. 52).

¿Utopías, mesianismos y milenarismos?

Los fatales desenlaces de Tomóchic y Canudos fueron resultado de la feroz resistencia de sus pobladores contra el autoritarismo y la arrogancia gubernamental, aunado a una férrea defensa de su forma particular de concebir y hacerse en el mundo, siendo objeto de una violencia desmesurada por parte del Estado. Concurrieron en estos eventos el fervor religioso, liderazgos de raigambre mística, la inquietud social, el desfase o asincronía de formas de existencia particulares que pueden reconocerse como ontologías políticas confrontadas entre sí, el desafío al status quo, aunado a la concurrencia de sucesos dispares y de contingencias propias de cada contexto. Ambos eventos han merecido numerosas revisiones e interpretaciones desde puntos de vista académicos, literarios, periodísticos y audiovisuales. En una época como la actual, marcada por las tendencias a memorizar y patrimonializar diversos aspectos, lecturas y materiales del pasado, ambos sucesos siguen siendo relevantes.

En buena medida estas dinámicas pueden formularse desde la noción die Gleichzeitigkeit des Ungleichzeitigen,6 traducido del alemán de modo no literal como la contemporaneidad de lo no contemporáneo, la simultaneidad de lo no simultáneo, la sincronía de lo no sincronizado o la negación de lo coetáneo (a la manera del antropólogo Johannes Fabian). En opinión de Helge Jordheim, el término permite reflejar lo que considera una condición básica de la historicidad: los múltiples tiempos o temporalidades que funcionan en cualquier momento o evento histórico a diferentes velocidades, ritmos o intervalos (2022, p. 48). Hay eventos del pasado capaces de producir ecos e inquietantes reverberaciones que abarcan infinitas posibilidades de mezclas de temporalidades y ritmos ralentizados o acelerados. En términos musicales, son como una especie de dub7 (Moskowitz, 2006, p. 94), ondas sonoras que resuenan en el presente a veces como pasado, otras con proyección futurista. El dub emanado de eventos como los de Tomóchic y Canudos se enmarca en el resurgimiento del interés en los círculos académicos y literarios acerca de las posibilidades de futuro, la latencia de las utopías y la proliferación de narrativas milenaristas, apocalípticas y catastrofistas vinculadas a la creciente conciencia sobre el Antropoceno que irrumpe en nuestra actualidad.

Un cuestionamiento constante cuando se plantean temas a escala comunitaria que involucran creencias religiosas y liderazgos con fuerte ascendente espiritual, es si se trata de formas de organización colectiva sustentadas en principios utópicos, es decir, con un estilo de vida apegado a ciertos valores y normas denodadamente diferentes al resto de su entorno social y que, por lo tanto, desafían el orden social hegemónico. Una muestra es que, a propósito de Canudos, Doeswijk convino en que se trató de una “utopía agraria”, “amalgamada” (2016, pp. 40 y 76) por la ideología religiosa. Por su componente religioso, estos movimientos suelen verse como sectas, atribuyéndole la condición de heresiarcas. En tanto hitos históricos, acontecimientos como los de Tomóchic y Canudos cruzan los intersticios del mito, la memoria y la historia por su fuerte carga de misticismo, devoción, heroísmo, martirologio y utopía.

En buena medida, contribuyen a estas caracterizaciones las representaciones tejidas sobre los liderazgos al frente de esos proyectos existenciales. Por ejemplo, a Antonio “El Consejero”, personificado con un aura catártica y de rasgos místicos, se le ha descrito como una figura de aspecto sobrio y frugal, contrastante con su vehemencia verbal en asuntos de fe, que lo mismo asumía una actitud extática que una conducta meditabunda. Este tipo de personajes son indexados como mesiánicos, encarnaciones mundanas de los imaginarios milenaristas y apocalípticos transmitidos socialmente. Dado el ascendente social y espiritual de estos personajes sobre los movimientos religiosos que guiaban, la noción de mesianismo se hace extensiva a sus adherentes.

Con respecto a Canudos, al analizar la novela La guerra del fin del mundo, de Mario Vargas Llosa, Doeswijk encontró una continuidad de la “versión mesiánica” que, dice, surgió en el libro de da Cunha y que ha permeado una considerable porción de los estudios posteriores (2016, p. 51). Doeswijk lamentó que este tipo de criterios se aplicaran de manera laxa, sin ni siquiera determinar si se trataba de un “movimiento mesiánico, sebastianista o milenarista” (2016, p. 40). Para entender si era acertado designar como mesianismo lo ahí ocurrido, Doeswijk retomó una definición donde se le establece como la “expectativa de una comunidad de creyentes, de la llegada de un mesías, salvador o redentor”. Después, anotó que en la práctica historiográfica “se admite como mesianismo cualquier movimiento político-religioso fundamentado en la creencia de un enviado divino que anuncia y prepara la abolición de las condiciones de vida vigentes para instaurar, o reinstaurar, una era de plena felicidad y justicia” (2016, p. 62). Es notorio que esta acepción se acerca mucho a la de utopía. Con ello compartió las propuestas que revisten de un propósito utópico al movimiento bajo el liderazgo de un “salvador”, mientras que rechazó la existencia de algún tipo de exaltación colectiva de tipo milenarista,8 en el entendido de que los movimientos religiosos milenaristas tienen en común “socavar las instituciones eclesiásticas” (Doeswijk, 2016, pp. 73-74).

Desde luego, por tratarse de un tópico del que se ha escrito y estudiado bastante, hay varios textos que etiquetan el movimiento de Canudos como mesiánico y milenarista. Se ha dicho que el discurso de Antonio “El Consejero” tenía un contenido carismático, mesiánico, apocalíptico y “salvacionista” (Rabelo y Rabelo, 2015, p. 10). Por su parte, José Emilio Pacheco (2018, p. 41), basándose en sus lecturas sobre el tema, no titubeó en pergeñar al personaje de Antonio “El Consejero” como un “dirigente mesiánico y milenarista” que predicaba “la salvación de las almas a multitudes que soportaban la miseria, el hambre, el desempleo y la sequía”. En contraste, Pacheco (2018, p. 48), no dijo nada sobre alguna caracterización mesiánica de Cruz Chávez, el líder de Tomóchic, pero sí se ocupó de describir en términos controversiales la supuesta santidad de Teresa Urrea.

En efecto, aun tratándose de Tomóchic, la figura de Teresa Urrea ha acaparado más atención que la de Cruz Chávez. Aunque la llamada Santa de Cabora es un personaje periférico a ese movimiento, es tal vez su fama de mística y taumaturga, aunado al rol político revolucionario en contra del Porfiriato que algunas personas le asignan junto al de precursora del movimiento chicano y del feminismo,9 lo que la ha hecho tan atractiva para la literatura y la academia. Al margen de esos excesos teleológicos, lo evidente es que Teresa Urrea generó devoción entre la gente rebelde de Tomóchic, algo que no resulta extraño dada su popularidad entre amplios sectores de la población mexicana y de los pueblos originarios localizados en la zona fronteriza compartida por México y Estados Unidos. En vista de la profundidad con la que estudió el tema, Vanderwood sí trató a detalle el personaje de Cruz Chávez, a quien describió de manera elocuente como “un hombre alto, fuerte y musculoso, de piel relativamente clara, como de treinta y cinco años” (2003, p. 21). El historiador relató el carisma de Chávez en tanto organizador de los “ritos místicos, desde una pequeña mesa de madera colocada al frente del altar principal de la iglesia”, desde donde era escuchado con atención por sus seguidores:

Durante la ceremonia Chávez parecía estar poseído por una fuerza mística, los espías después lo describieron como movido por la Divinidad. Quizá se trataba de un papel que el dirigente actuaba deliberadamente, pero era obvio que agradaba a sus seguidores y hasta los enardecía. (Como sucede con frecuencia en estos asuntos, quizás hasta hayan presionado a Cruz para adoptar tal papel.) Los espías seguramente reconocieron algunas de las oraciones que decía el grupo -un Ave María y un Padre Nuestro-, pero Chávez periódicamente saltaba a pronunciar una serie de palabras desconocidas para los dos extraños; ahora podríamos decir que Chávez “hablaba en lenguas” (Vanderwood, 2003, p. 21).

Por añadidura, comparemos la anterior puesta en escena de Chávez con la que hizo Vargas Llosa sobre Antonio “El Consejero” en La guerra del fin del mundo. No obstante que esta última pertenece al orden de lo ficticio, pasaría sin problemas como relato histórico fidedigno, si se toma como medida el estilo vehemente empleado por Vanderwood:

El hombre era alto y tan flaco que parecía siempre de perfil. Su piel era oscura, sus huesos prominentes y sus ojos ardían con fuego perpetuo. Calzaba sandalias de pastor y la túnica morada que le caía sobre el cuerpo recordaba el hábito de esos misioneros que, de cuando en cuando, visitaban los pueblos del sertón bautizando muchedumbres de niños y casando a las parejas amancebadas. Era imposible saber su edad, su procedencia, su historia, pero algo había en su facha tranquila, en sus costumbres frugales, en su imperturbable seriedad que, aun antes de que diera consejos, atraía a las gentes (Vargas Llosa, 2008, p. 6).

De regreso al texto de Vanderwood, es perceptible que su estrategia metodológica consistió en tejer explicaciones de índole general para probarlas ante evidencias de hechos concretos, mediante procedimientos como el examen de sucesos similares acaecidos en la misma región, contemporáneos a Tomóchic o de épocas anteriores. Así, a partir de una insurrección indígena en la región del Papigochic ocurrida en 1690, Vanderwood señaló: “los líderes de los movimientos de inspiración religiosa a menudo prometen a sus miembros inmunidad contra las armas de sus adversarios y una pronta resurrección. Todos, incluyendo al chamán tarahumara, parten de esa promesa primigenia que asegura el advenimiento de un mundo mejor y hace realidad el sueño milenario para aquéllos que tienen fe” (2003, p. 157). Al respecto, Vanderwood mencionó que la población de esa región tendía a buscar la intercesión divina a través de sus santos patrones y de la virgen, siendo sus creencias espirituales una fuente de esperanza y de motivación para “la acción en el nombre del señor” con su protección (2003, p. 169).

La seguridad de Vanderwood en sus propios criterios metodológicos hizo que se auto acreditara con una especie de “licencia para matar” que lo llevó a postular puntos de vista audaces. Por ejemplo, al momento de analizar la devoción popular hacia Teresa Urrea, advirtió que sus seguidores “la elevaban a nuevas alturas y la cubrían de una creencia milenaria. Para ellos se había prometido regresar algún día para crear un mundo sin tristeza ni injusticia, un mundo en el que ellos reinarían en paz y gozando de buena salud”. Enseguida agregó: “El mito del dios tolteca Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, es una parte importante de la cultura mexicana” (Vanderwood, 2003, p. 424).

Varias de las afirmaciones de Vanderwood le provocaron controversias con sus colegas Alan Knight, Gil Joseph y Eric Van Young, acerca de si podía clasificarse como milenarista la rebelión en Tomóchic, además de que se le hicieron cuestionamientos sobre el carácter de las prácticas religiosas ahí observadas y su conexión con asuntos materiales. En suma, el debate puso a discusión las limitaciones y excesos de la interpretación historiográfica (la síntesis de las críticas y de las respuestas se hallan en Vanderwood, 1999). Alan Knight cuestionó que no había suficientes datos para catalogar esa rebelión como milenarista. Vanderwood replicó que la noción de milenarismo defendida por Knight era reducida, toda vez que existían varios tipos de milenarismos. Desde la óptica de Vanderwood, la gente de Tomóchic vislumbró una sociedad equitativa, libre de jerarquías y de clases sociales, en las que la moralidad privaba por encima de los intereses económicos.

Este énfasis en el bienestar colectivo como un componente de los movimientos milenaristas es compartido por Doeswijk, aunque, en su caso, para negar esa condición en Canudos al subrayar su ausencia. A diferencia de Doeswijk, que se concretó a asumir los orígenes del milenarismo en el “Apocalipsis” de Juan en el Nuevo Testamento, Vanderwood fue más atrás al ubicarlo en el libro de Daniel del Antiguo Testamento, de donde el cristianismo retomó la creencia de la proximidad del fin del mundo (el Apocalipsis), tras lo cual vendría un mundo de justicia y abundancia. Esta idea la relacionó con la espera de una segunda llegada del Mesías para instaurar durante mil años un reino de paz y equidad antes del Juicio final.10 Vanderwood relativizó el concepto, al plantear que en términos populares el milenarismo refiere a una edad dorada de prosperidad y felicidad en la Tierra, pero que con el paso del tiempo ha adquirido connotaciones diversas, por lo que es más preciso señalar de qué tipo de milenarismo se habla (2003, p. 396).

En la réplica a sus críticos, Vanderwood insistió en los visos estructurales del pensamiento mesiánico milenarista arraigado en México, del cual vio continuidad en el siglo XX valiéndose de ejemplos como el de la Nueva Jerusalén que, a la fecha, persiste en el estado de Michoacán (Vanderwood, 2003, p. 398). Esta presencia perenne en el imaginario religioso lo ligó con una religiosidad práctica y ecléctica que consideró usual en las devociones populares (2003, p. 401). Otro argumento de Vanderwood fue que la mayor parte de la población mundial, la gente de Tomóchic incluida, no vive su cotidianidad haciendo distinciones dicotómicas como lo propone la cultura de la Ilustración entre lo secular y lo sacro, racional e irracional, espiritual y material; por el contrario, día a día mezclan cuestiones sacras y mundanas (Vanderwood, 2003, p. 404).

Tanto Doeswijk como Vanderwood apelaron a categorías históricas y sociológicas que fungen como estructuras generales que someten a prueba ante hechos particulares. De esa manera dan sustentabilidad a sus comparaciones y fundamentan la pertinencia de conceptos aplicados a experiencias concretas. Estos procedimientos metodológicos permiten, incluso, como propusiera Koselleck (2003), aventurarse en la prognosis debido a la persistencia o repetibilidad de ciertas condiciones estructurales.11 Las disertaciones de Koselleck en este sentido brindan criterios conceptuales propicios para las comparaciones entre eventos situados en espacio-temporales diferentes entre sí: “Cada historia particular en la que estamos involucrados la vivimos como única, pero las circunstancias bajo las cuales aparece esa singularidad, no son ellas mismas nuevas en absoluto” (Koselleck, 2003, pp. 78-79).

Llegados a este punto, queda reiterar que, a menos que nos pongamos necios acerca de que categorías sociológicas como utopía, mesianismo y milenarismo tienen acepciones fijas, inamovibles y que sólo existe un modelo o parámetro estrecho para encajar en ellos un conjunto reducido de experiencias, sin duda los sucesos de Tomóchic y Canudos pueden inscribirse en esos campos semánticos. En el siguiente apartado abordaré el contexto social en el que se gestaron esos acontecimientos, así como sus secuelas y efectos a través de su estudio, las memorias y el sentido patrimonial que han conseguido. En ese entendido, plantearé brevemente cómo algunos conceptos en boga pueden contribuir a ampliar la comprensión y explicación de este tipo de eventos históricos.

Contextos, inquietudes existenciales y legados

Tanto en Tomóchic como en Canudos, el Estado empleó la fuerza de manera desproporcionada contra comunidades estigmatizadas como facinerosas, díscolas, fanáticas, acusándolas de irracionales, enemigas de los modelos de sociedad basadas en la modernidad y el progreso que las élites liberales pugnaban por instaurar en las aún frágiles repúblicas. En ambos conflictos colisionaron formas de existencia distintas que constituyen modos específicos de ontología política. Este concepto híbrido de herencias perspectivistas y constructivistas, resulta apropiado al momento de revisar y replantearnos los conflictos entre cosmovisiones y formas de existir, así como de relacionarse en y con el mundo y el planeta. Hay que precisar que el concepto de ontología política tiene un carácter provisional, según han expresado desde la disciplina antropológica sus proponentes Arturo Escobar, Marisol de la Cadena y Mario Blaser. Por un lado, se asume que “toda ontología o visión del mundo crea una forma particular de ver y hacer la política; por el otro, da por sentado que muchos conflictos políticos refieren a premisas fundamentales sobre lo que son el mundo, lo real y la vida, es decir, a ontologías” (Escobar, 2014, p. 13). Bajo tales previsiones, “La ontología política busca entender el hecho de que todo conjunto de prácticas enactúa un mundo, aun en los campos de la ciencia y la tecnología; los cuales se presuponen neutrales y libres de valores, además de universales” (Escobar, 2014, p. 13).

La revisión historiográfica de eventos como los de Tomóchic y Canudos, puede ser un ejercicio enriquecedor desde el punto de vista analítico y reflexivo, si se enfocan a través de conceptos y postulados como el de la simultaneidad de lo no simultáneo (die Gleichzeitigkeit des Ungleichzeitigen) y las ontologías políticas, toda vez que ayudan a salvar las tradicionales explicaciones e interpretaciones que plantean posiciones de atraso y progreso como suelen evaluarse este tipo de acontecimientos. Así, se introduce una comprensión plural del tiempo y de las temporalidades, dando lugar a la concepción de que la humanidad y la naturaleza misma viven y transcurren por la coetaneidad de modos diversos. De importancia en la materia son las consideraciones de Koselleck cuando señaló que, si bien la historia concreta “sigue siendo única en cada caso, hay diferentes estratos de velocidad de cambio que debemos distinguir teóricamente para poder comparar entre sí unicidad y persistencia, singularidad y duración” (2003, p. 79).

En lo relativo a temas como los aquí planteados, es relevante tomar en cuenta la relación directa que éstos tienen con los ritmos y formas variadas de coexistir en el presente, así como las distintas maneras en que las sociedades se relacionan con el tiempo. En un exquisito estudio sobre la concepción cristiana del tiempo, François Hartog discurrió sobre el papel que en sus respectivas comunidades y sociedades tienen los liderazgos espirituales de corte profético y apocalíptico, a lo cual podríamos agregar el carácter mesiánico, que son fundamentales en tanto tropos para definir los modos sociales de establecer relaciones con el tiempo: “La misión del profeta o del apocalipsista es, precisamente, lograr que aquellos a quienes se dirigen perciban que los ‘tiempos (ya) han cambiado’” (Hartog, 2022, p. 36). Continúa Hartog: “Los apocalipsis insisten también en una aceleración del tiempo: Dios acelera los tiempos” (2022, p. 36). Este campo de experiencias es auxiliar para comprender y explicar algunas aristas cuando diferentes ontologías políticas se confrontan. Mientras para una parte de la gente rigen los tiempos y ritmos de Dios, revelados por medio de la figura del profeta, la advocación de la santidad o la manifestación del milagro, para otras personas un tiempo nuevo marca su derrotero: “Con la aceleración moderna, la de los tiempos modernos, ya no será Dios, sino el tiempo, convertido él mismo en fuerza motriz, el que propagará una aceleración que los actores modernos percibirán como cada vez más rápida” (Hartog, 2022, p. 37).

Para el caso de Tomóchic, Vanderwood apuntó que ahí entraron en pugna dos visiones dicotómicas existentes en gran parte del mundo en el siglo XIX: cómo es el mundo y cómo debería ser (2003, p. 187). Por su parte, el cineasta bahiano Glauber Rocha expresó, a propósito del nordeste brasileño, que ahí: “el misticismo es la fuerza más viva del pueblo, y aunque negativa como fenómeno sociológico […] desde el punto de vista subjetivo e inconsciente es una fuerza muy positiva porque significa una permanente rebelión del pueblo contra la opresión tradicional en esa región” (Burton, 1991, p. 152). Los mundos en pugna, las contemporaneidades no simultáneas, coexistencias dispares, son conflictos que develan realidades desincronizadas.

Si se comparan las repercusiones de Tomóchic y Canudos más allá de sus propios ámbitos nacionales, se evidencia que los sucesos del segundo han tenido mayor trascendencia literaria e historiográfica. Doeswijk observó que son notables los efectos e impacto del legado de Canudos en los imaginarios intelectuales, académicos y sociales: “pocos acontecimientos históricos brasileños merecieron tantos escritos, reflexiones y análisis como Canudos, y esa producción rebasó ampliamente el episodio de finales de siglo en el sertón bahiano, para comenzar a indagar sobre temas tan diversos como la identidad nacional y racial brasileña y la cuestión agraria” (Doeswijk, 2016, p. 38). Las referencias a Canudos son abundantes, de las que quizá la más conocida sea la novela de Vargas Llosa, La guerra del fin del mundo, publicada en 1981. La principal inspiración literaria del escritor peruano provino de su lectura de Los sertones, que cabe reiterar, es uno de los libros emblemáticos fundadores de la literatura moderna brasileña. En La guerra del fin del mundo concurren varios tropos sociológicos. A distancia de intenciones bucólicas, Vargas Llosa situó en Canudos un ecosistema de seres arrojados por la arrogancia modernizadora a la condición de otredad, con paisajes poblados por una serie de subalternidades, encarnaciones del Antiguo Régimen, representativas de todo aquello que se buscaba desterrar en nombre del orden y progreso: salvajes, irracionales, analfabetas, atávicos, anegados en sus saberes primitivos. A través de sus personajes, el novelista pergeñó un ethos mágico, supersticioso, habitual, al borde de las situaciones límite.

Canudos también inspiró una novela a Sándor Márai (2002). Se dice que el interés del afamado escritor húngaro exiliado en Estados Unidos surgió después de que en los años de 1960 leyera una traducción al inglés del libro de Euclides da Cunha (Ciclo Literario, 2014). Ese acercamiento lo llevó a escribir Itelet Canudosban, publicada en Canadá en su idioma nativo hacia 1970. La obra fue traducida al portugués en Brasil hasta el año 2002 con el título de Veredicto em Canudos. La apuesta literaria de Márai intentó responder a una inquietud: ¿Por qué la fe y la idea siempre pueden fanatizar más al hombre con el asesinato? La trama transcurre en las últimas horas de la toma de Canudos (Ciclo Literario, 2014). La complejidad de las motivaciones y la diversidad de agentes involucrados en Canudos, aunado a su posterior trascendencia, le han convertido en el referente por antonomasia, que ilustra la colisión entre la razón práctica y la fe religiosa. De un lado, se acogen a las acciones en nombre de la ley, la ciencia y los valores universales; mientras que de lado opuesto se les descalifica por su fanatismo, credulidad e ignorancia.

En sus ensayos sobre las rebeliones y el bandidaje social ocurridos entre fines del siglo XIX e inicios del XX en el nordeste brasileño, Doeswijk analizó las causas de orden estructural, como fueron las transformaciones agrícolas realizadas por la integración a los mercados internacionales, el fin de la esclavitud y la transición de la monarquía a la república, junto a disputas regionales por el control político, económico y social que confrontaron a los grupos hegemónicos entre sí y con sectores populares resistentes a esos cambios. Parte de sus conclusiones apuntaron a la sensación de crisis, a la percepción de un mundo cambiante, como combustible para la de por sí constante carga mística de corte mesiánico y milenarista persistente en esa región.

Una práctica común en la búsqueda de explicaciones e interpretaciones de acontecimientos que entreveran religión y política, se basa en ponderar el influjo de aspectos estructurales y contingentes, exógenos y endógenos, racionales y mágicos, de conocimientos positivos y sabiduría popular. Desde esa óptica, los movimientos con etiqueta de milenaristas, mesiánicos y utópicos son evaluados como fuera de tiempo, desfasados de los tiempos y espacios ocupados por la modernidad. En ese sentido, José Emilio Pacheco denotó los visos ideológicos perceptibles en la postura de da Cunha:

Brasil acababa de abolir la esclavitud, derrocar al emperador Pedro II y establecer la república cuando Euclides da Cunha (1866-1909) salió de la Academia militar y se dedicó a la ingeniería civil. En 1897 escribió para O Estado de Sao Paulo dos artículos contra la rebelión de Canudos […] El movimiento de Antonio Conselheiro apareció ante aquel hijo del siglo como antiprogresista, antidemocrático, antirrepublicano. Se proponía restaurar el imperio y el viejo orden colonial. Era un remedo anacrónico de los chuanes de la Vendée que se habían alzado contra la Revolución francesa en una resistencia admirada por Víctor Hugo, Balzac, Barbey d’Aurevilly y López Velarde (Pacheco, 2018, p. 41).

La prensa hegemónica de la época comulgaba con esa dualidad de avance y retroceso que sirvió para excluir de la coetaneidad todo lo que no se apegara a las políticas del tiempo establecidas en la modernidad. Con motivo de la agitación causada por Teresa Urrea en el norte de México, el periódico Monitor republicano consignó lo siguiente: “Los santos no pertenecen a esta época; su época ya pasó y, afortunadamente por el bien de la civilización y el progreso, nunca regresarán” (citado en Vanderwood, 2003, p. 242). La firmeza ideológica que motivaba este tipo de exclusiones veía riesgosas las creencias y devociones populares que se sustraían de la sanción institucional de la iglesia y el Estado. En su búsqueda de respuestas y explicaciones a los impulsos religiosos que estaban detrás de las insurrecciones contra el orden establecido, es decir, de sustrato utópico, Vanderwood rastreó episodios similares. Ello lo condujo a aventurar conclusiones como la de que había cierta predisposición de la gente serrana de Chihuahua para encauzar su descontento o defender una particular forma de vida por la vía de la insurrección. Desde esa perspectiva, puso el acento en las posibles motivaciones personales y locales de la rebelión tomochiteca, articuladas con causas de orden más estructural: “la sequía, la interferencia oficial en los ritos religiosos, el robo de íconos religiosos, la imposición de un presidente de afuera, las acusaciones falsas de complicidad en actividades de delincuencia, un cacique que les fue desleal, la competencia comercial reforzada por oportunidades económicas, la aparición de mensajeros de Dios, políticos temerosos que protegían sus privilegios personales a costa de los demás” (Vanderwood, 2003, p. 187).

En esta caracterización se asoma una combinación de elementos “positivos”, seculares, esto es, por la incidencia de fuerzas que escapaban al control y voluntad de la gente, junto a cuestiones de índole más local y personal atribuibles a enconos personales, ambiciones, rencores. Por último, no quiero concluir este apartado sin dejar de aludir a otro elemento en el que Doeswijk y Vanderwood repararon: el influjo geográfico y su correlación con los imaginarios sociales. Por ejemplo, en las representaciones sobre los sertones, Doeswikj comparó la percepción y sentimientos que suscitaba en Brasil con las referencias que en Argentina se le ha dado al desierto y su brutal conquista por parte del gobierno central. Doeswijk matizó que la acepción del sertón (traducción del portugués sertão derivada a su vez de desertão), alude a un desierto grande, que adquiere los sentidos de tierra del “interior” o “hinterland12 (Doeswijk, 2016, p. 37). Por lo tanto, el sertón connota “una región geográfica alejada del litoral, es decir, de la civilización”. Para el caso argentino, Doeswijk acotó: “Ese desierto no significa tanto un vacío demográfico o un Sahara, sino que expresa la idea de una región bárbara, alejada de la civilización” (2016, p. 38). Existen varias similitudes entre esas representaciones del sertón brasileño y el desierto argentino con las que, al menos desde fines del siglo XVIII, se han elucubrado sobre el vasto norte mexicano. No podría ser de otra manera, puesto que tienen la misma matriz y directrices ideológicas. La conexión entre esas representaciones y vivencias geográficas con las presunciones identitarias es un tema bastante sugerente que, por razones de espacio, no tocaré en este momento.

Consideraciones finales

Una explicación común de los acontecimientos de Tomóchic y Canudos es situarlos en un momento crítico de transición, de un mundo tradicional en proceso de desaparición a uno moderno, definido por un sistema capitalista y un régimen liberal cada vez más hegemónico. Las políticas de modernización se impusieron, sobre todo, en las regiones periféricas con altas dosis de autoritarismo, centralización, obligada laicización y encomio nacionalista en menoscabo de los regionalismos. Esta impronta dio continuidad y, en algunos casos, aceleró las prácticas de despojo y abusos cometidos por las autoridades de todos los niveles, de terratenientes y de clases propietarias, en detrimento de los grupos subalternos. Las campañas de exterminio instrumentadas por el Estado en Tomóchic y Canudos muestran la parte más dramática y lo lejos que pueden llegar los grupos en el poder para imponer sus anhelos políticos e ideológicos en comunión con la codicia económica. La ferocidad con la que resistieron las poblaciones atacadas revistió sus luchas de un tono épico. La trama de misticismo, resistencia, martirologio, mesianismo, milenarismo y utopía que amalgaman esas historias han atraído hacia su estudio a una significativa cantidad de intelectuales, creadores y personal académico.

En buena parte, el atractivo por estudiar e investigar sobre estos tópicos se debe a que combinan factores que escapan a las explicaciones racionalistas y estrictamente políticas que fueron dominantes desde fines del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX en las ciencias sociales y humanidades. Como es bien sabido, las transformaciones acontecidas al interior de este conjunto de disciplinas, a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial, abrió un campo de autoridad epistémica al personal intelectual y académico para discutir las relaciones entre lo espiritual y lo secular, el pensamiento mágico y el pragmático, con un afán que, más allá de conformarse con explicar y dictaminar las formas de vida de comunidades situadas en la encrucijada de una vida tradicional y una moderna, buscaron interpretar el por qué y el cómo se combinan distintas maneras de existir en el mundo.

Por otro lado, para quienes estudian estos temas, los liderazgos tienen un valor axial en tanto síntesis de creencias, ideas, sentimientos y emociones aupadas por motivaciones personales y colectivas, religiosas y políticas cristalizadas en formas específicas de habitar el mundo. En Tomóchic el desencanto, originado en parte por la expoliación de tierra y el autoritarismo con el que se conducían los personajes con poder político y económico, tomó como inspiración a la enigmática Teresa Urrea. Bajo la guía de Cruz Chávez, el coraje y la fe impulsaron a sus fieles a oponerse contra las afrentas de los poderes hegemónicos con el funesto desenlace que tuvieron. Heriberto Frías, como partícipe de esas campañas, plasmó la desigualdad de la lucha en su novelaTomóchic. De igual modo, Canudos tuvo en Euclides da Cunha a su propio juglar. Considerado un reducto monárquico opuesto a la recién instaurada república brasileña, en su rol de corresponsal de un diario de São Paulo, él registró el conflicto e impulsó las letras brasileñas modernas. Del legado de estos violentos eventos se deriva que en Tomóchic y Canudos, con los valores y conocimientos modernizadores, se trató de desterrar formas de vida más tradicionales, una vez que chocaron con los intereses de los grupos dominantes.

La seducción despertada por los liderazgos de esos movimientos, categorizados como utópicos, mesiánicos y milenaristas, se mezcló con el interés por las causas sociales y políticas implícitas en esas explosiones de rebeldía, resistencia, convicción y disposición al martirio, aunado a la constelación de personajes excéntricos deambulantes en su derredor, estimulando, además, la imaginación geográfica que coloca sus acciones en paisajes propios de la obra de Juan Rulfo.

En la actualidad, una apuesta renovadora consiste en revisar tales hechos históricos desde la óptica del llamado giro temporal y de las ontologías políticas como posibilidad crítica ante el desborde memorial y patrimonial al que asistimos, que parece teñirlo todo de nostalgia. A lo anterior se agrega el agudizamiento de las tensiones entre proyectos de gobierno y sociedad que desarrollan sus disputas en el campo de la memoria histórica, a la par del agotamiento de los modelos identitarios que fueron determinantes en la vinculación de los estados nacionales con los espacios regionales y locales bajo su control. Por ello, no es cuestión menor que las memorias de esas luchas persistan y además se fortalezcan. Incluso los Estados mexicano y brasileño han incorporado en sus propias memorias y narrativas nacionales el relato de esas gestas, imprimiéndoles un sello patrimonial. Dadas estas condiciones, es previsible que el dub de Tomóchic y Canudos, de Cruz Chávez y Antonio “El Consejero”, de Teresa Urrea y de otras evocaciones espectrales del pasado, seguirá interpelando a la historiografía y otras disciplinas sociales y (post)humanísticas. El reto para las y los historiadores ante las irrupciones del pasado en el presente, estriba en saber comprender y lidiar con las caprichosas formas plurales del tiempo y sus temporalidades. Nuestra propia historicidad exige ciertas pertinencias.

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Notas

1 Esto será abordado en el apartado previo a las consideraciones finales, en tanto que algunos de los criterios usuales con los que se han analizado estos temas quedan explícitos en la revisión que hago de las obras en las páginas posteriores.

2 Es notable que uno de los conflictos bélicos de mayor impacto social y militar en la región se gestara en los años de 1880, cuando la población yaqui y mayo se rebeló contra el gobierno mexicano. El conflicto condujo a la ejecución en 1886 de Cajeme, uno de los líderes más significativos en la memoria histórica en Sonora (Vanderwood, 2003, p. 272). Después, en mayo de 1892, a la par del conflicto en Tomóchic, hubo otra rebelión mayo que tomó a Teresa Urrea como bandera (Vanderwood, 2003, p. 321).

3 En lo general me baso en Doeswijk (2016), salvo cuando especifique una procedencia distinta.

4 Aún y con las reservas que implica la dicotómica distinción asumida por Pierre Nora entre historia y memoria, y al margen de -ahora lo sabemos- su fallido pronóstico sobre el desplazamiento de la memoria a manos de la historia como advirtiera en su famoso texto (publicado en los años de 1980 en francés), la categoría de “lugares de memoria” ha adquirido autonomía conceptual e, incluso, presume un carácter polisémico, lo cual le ha dado cierta flexibilidad, popularidad y pertinencia aplicado a contextos variables. Hay que decir que Nora reconoció los lugares de memoria como un acto de memoria, en tanto rememoración, como una forma de enfocar y comprender la persistencia del pasado en el presente de una manera distinta a como lo hace la historia. Así, el lugar de memoria emerge en un momento de ruptura, de desgarre, de alejamiento con la historia y, por ende, de repliegue hacia ciertos lugares, nichos donde se cristaliza y refugia. Nora advirtió que “Si aún habitáramos nuestra memoria, no necesitaríamos destinarle lugares […] no habría memoria arrastrada por la historia”. En esta perspectiva, se le confiere a la memoria una vocación afectiva, emotiva que posibilita su concreción en espacios, imágenes, objetos. Los lugares de memoria cumplen con tres características: son materiales, simbólicos y funcionales. Son sobre todo restos que nacen y se recrean por la voluntad de no olvidar, están a distancia de ser “una memoria espontánea”. Los lugares de memoria son duales, ambivalentes, “abiertos inmediatamente a la experiencia más sensible y, al mismo tiempo, fruto de la elaboración más abstracta” (Nora, 2008, pp. 19-39).

5 Vanderwood publicó la primera edición de su libro sobre Tomóchic en 1999, en un momento en que a nivel global se vivían diversas expectativas por la proximidad del nuevo milenio. Por supuesto, él no dejó pasar la oportunidad de pronunciarse sobre el asunto, “la gente en todas partes parece estar hambrienta de una experiencia con un ser superior y, especialmente a finales del siglo XX existía una enorme expectativa en muchos lugares de una llegada prometida, no sólo entre los cristianos de Estados Unidos, sino entre gran parte de la humanidad” (Vanderwood, 2003, p. 454).

6 De acuerdo con Yvonne-Denisse Opferkuch, se trata de un concepto moderno (2020, p. 3), retomado con diferentes acepciones en los años de 1920 por el historiador del arte Wilhelm Pinder y el sociólogo Karl Mannheim. Más tarde se sumaron el filósofo Ernst Bloch en los años de 1930, en el decenio de 1960 el historiador Reinhart Koselleck y el antropólogo Johannes Fabian en los años de 1970 (Jordheim, 2022, p. 50; Hölscher, 2013, p. 144). Helge Jordheim ha señalado la recurrencia en la fenomenología alemana y del historicismo para analizar los casos de desincronización. Según Opferkuch, fue Koselleck quien con su investigación histórica fijó los estándares científicos esenciales para dicha categoría (2020, p. 4). El concepto ha alumbrado discusiones antropológicas, historiográficas y de la filosofía de la historia para discernir sobre los desencuentros coetáneos entre puntos de vista y prácticas existenciales que responden a lógicas, racionalidades y un telos divergentes entre sí, a menudo, incompatibles ante ciertas cuestiones de gobernanza, de maneras de relacionarse con la naturaleza, de aspiraciones vitales y de fundamentaciones ontológicas.

7 Pienso estas evocaciones del pasado como algo similar a los sonidos del dub, un género instrumental basado en mezclas y fragmentos extraídos de otros registros melódicos, cargado de efectos electrónicos y una base rítmica de bajos y percusiones. En el dub los instrumentos de mezcla, los ecualizadores y sintetizadores tienen un agenciamiento notorio, como sucede en general con los géneros de música electrónica. Los sonidos del dub tienen un perfil íntimo que se expande atmosféricamente y, al mismo tiempo, sus propiedades ambientales son subjetivadas de formas diversas por quien escucha. El dub tiene una capacidad de sinestesia que traslapa temporalidades, “presentifica” sonidos pasados, pergeña sonoridades futuristas mientras se sostiene en una monotonía rítmica que pareciera prolongarse indefinidamente. La voz inglesa dub refiere a un doblaje o a algo etiquetado con un nombre específico, mientras que dubbed implica en términos de edición sonora la manipulación de pistas de audio. En su acepción como subgénero musical, el dub fue creado en Jamaica a inicios de los años de 1970 a partir de cortes, mezclas y secuencias que alteran los tiempos de canciones previamente grabadas. En la crítica musical del reggae se ha manejado, entre varias versiones, como origen del concepto que proviene del patois jamaicano duppie, que significa “fantasma” o “espíritu” (Jamaican Patwah, 2023). Para una breve entrada sobre este género o subgénero musical (véase Moskowitz, 2006, p. 94).

8 Para Doeswijk el milenarismo es una creencia sustentada en el “Apocalipsis” de Juan en el Nuevo Testamento, que supone un reinado divino de mil años en la Tierra (Doeswijk, 2016, p. 63).

9 Vanderwood (2003) trató estos aspectos de manera extensa en la última parte de su libro.

10 Esta lectura coincide con la de François Hartog (2022, p. 78), quien refirió que la noción de un periodo de mil años (que es lo que dio lugar a hablar de milenarismos) se originó en el evangelio de Juan en el Nuevo Testamento, a partir del anuncio de un ángel de que durante mil años Satanás permanecería sujetado, pero una vez pasado ese periodo sería liberado “por poco tiempo”. Durante ese lapso tendrían lugar varios eventos: un juicio, una primera resurrección de aquellos que hubieran sido fieles a Dios y que compartirían el reinado de mil años; después, al desatarse a Satanás, éste volvería a engañar a las naciones en la Tierra para reunir un ejército poderoso antes de ser devorados por el fuego; eso marcaría el momento del juicio final.

11 Según el historiador alemán: “los pronósticos son sólo posibles porque hay estructuras formales en la historia que se repiten, aun cuando su contenido concreto sea en cada caso único y sorprendente para los afectados”. De tal forma, es plausible extraer conclusiones “del pasado con miras a su aplicación al futuro, basadas en una repetibilidad estructural” (Koselleck, 2003, pp. 80-81).

12 Término alemán que señala una tierra situada detrás, al interior de un señorío o reino.