Censura y autocensura en los primeros relatos de la conquista y la evangelización de México

Censorship and Self-censorship in the Early Chronicles of the Conquest and Evangelization of Mexico

Marialba Pastor
Universidad Nacional Autónoma de México, Facultad de Filosofía y Letras

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Censura y autocensura en los primeros relatos de la conquista y la evangelización de México por Marialba Pastor se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial 4.0 Internacional.

Fecha de recepción: 16 de septiembre de 2019

Fecha de aprobación: 18 de marzo de 2021

RESUMEN: En este texto efectúo una revisión general de la censura y la autocensura impuestas e inducidas por el Consejo Real de Castilla y el clero observante y reformado español en las primeras décadas del siglo XVI, para advertir las omisiones, los arreglos y las adaptaciones que los relatos de la conquista y la evangelización de México pudieron sufrir, en especial, lo relacionado con la religiosidad indígena. Todo ello lo escribo con la finalidad de subrayar la importancia de tener presentes estas omisiones, arreglos y adaptaciones cuando se estudian dichos relatos y, sobre todo, cuando se emplean como fuentes de primera mano.

Palabras clave: Censura española, crónicas indianas, conquista, evangelización, estereotipo del indio.

ABSTRACT: This text offers a broad review of the censorship and self-censorship imposed and induced by the Royal Council of Castile and the observant and reformed Spanish clergy in the first decades of the 16th century. It thus identifies the omissions, arrangements, and adaptations to which accounts of the conquest and evangelization of Mexico were subject, especially in relation to indigenous religiosity. The objective is to document these omissions, arrangements, and adaptations so as to ensure that scholars keep them in mind when studying those accounts and, above all, when using them as first-hand sources.

Keywords: Spanish censorship, chronicles of Indian America, conquest, evangelization, stereotype of the American Indian.

Introducción1

El arte de escribir adquirió gran importancia para la monarquía española desde que en el siglo XIII Alfonso X El Sabio planteara, en Las Siete Partidas, la necesidad de conservar la memoria de los hechos. Desde entonces, la monarquía buscó institucionalizar los oficios de escribano del rey y escribano público del número. Ambos funcionarios debían ser leales, buenos y entendidos; saber “escribir y leer bien y correctamente”; “ser sin codicia”; guardar los secretos; y “escribir los privilegios y las cartas fielmente según las notas que les dieran, no menguando ni creciendo ninguna cosa”.2 El mismo cuerpo de leyes estableció la obligación de los capitanes de los navíos de llevar a un escribano que redactara el diario de la expedición y diera fe de lo presenciado. La falsificación de un documento constituía un delito de lesa majestad por desobedecer el juramento con el cual el escribano había tomado posesión de su oficio. Su alteración (el cambio de fechas o nombres, o el uso indebido de los sellos que otorgaba el rey) se castigaba duramente, “incluso con la pérdida de la mano del escribano”.3

En los siglos XIV y XV, la importancia de lo escrito y de los escritos como instrumentos de dominio y centralización del poder fue, en buena medida, uno de los resultados de las discordias existentes entre el poder real y los poderes locales y regionales; es decir, entre la Corona, la nobleza y los señores de las ciudades. Así, la tradición de ver en los documentos escritos pruebas legales (pruebas de “verdad”) se promovió paulatinamente en las esferas burocráticas y de la administración para expandirse mundialmente y conservarse hasta hoy en día.

Tras la educación elemental en algún colegio religioso, los interesados en adquirir el oficio de escribano o notario acudían como aprendices (alrededor de los catorce años) a la oficina de algún maestro reconocido con quien iniciaban una relación de tipo gremial. Si bien no todos los escribanos alcanzaban la misma preparación y casi ninguno pasaba por la universidad, conocían obras de carácter general, sobre todo, las relacionadas con las leyes.4 En esas oficinas y en la práctica cotidiana se familiarizaban con un conjunto de criterios estrictos, tanto con los encaminados a disciplinarlos en su profesión, es decir, a restringir sus impulsos de inventar, innovar y modificar lo acaecido como los orientados a facilitar a las autoridades y a los funcionarios reales y eclesiásticos el acceso a los informes para tomar las decisiones adecuadas.5 Los profesionales de la escritura debían estar capacitados para adaptar “la infinita diversidad de lenguajes y acciones humanas a fórmulas y esquemas aprobados”.6 En este sentido, la relación de los escribanos con la “verdad” aparece hoy ante nuestros ojos como algo distinto de lo que comúnmente pensamos: en teoría, dicha “verdad” consistía en plasmar lo conveniente para la doctrina y la Iglesia católicas y para la monarquía española.

Desde que los Reyes Católicos ordenaron a Cristóbal Colón hacer entera relación de lo que viera, los capitanes de las expediciones de descubrimiento, rescate y conquista, así como los adelantados fueron obligados a hacer lo mismo, con base en formularios y cuestionarios. Estos moldes condujeron a sus autores -a pesar de las variantes subjetivas menores que pudiéramos encontrar- a poner atención en los mismos aspectos de la realidad y a seguir un modelo lógico-descriptivo análogo para observar, pensar y representar los nuevos mundos, y para organizar la narración de las experiencias que otros les transmitían en forma oral o escrita. El pensamiento libre aún no se desarrollaba completamente y los textos descuidados no se aceptaban.

Pese a las condicionantes, los escribanos que obligadamente acompañaron a los expedicionarios y conquistadores detentaron mucho poder. En realidad, lejos de atender a los reclamos de fidelidad al rey, frecuentemente, de manera disimulada, favorecían a su clan de amigos y parientes y acomodaban las cosas a su “buen parecer”. De este modo, incurrían en engaños y omisiones, pero cuidándose de no poner en peligro lo que consideraban el “valor probatorio” del escrito.7 Esto quiere decir que los escribanos no se distinguieron precisamente por sus virtudes, como numerosos proverbios y refranes lo revelaron. Ellos buscaron no trasgredir los marcos establecidos, pero respondieron más a sus intereses privados, principalmente a sus expectativas materiales, que a los del Estado español.8

Con el descubrimiento y la conquista de América, el Consejo Real de Castilla, primero, y el Consejo de Indias, después, trataron de que las crónicas se convirtieran en armas de propaganda o “narrativas de poder”, como habían sido las crónicas medievales de los Reyes de Castilla y Aragón.9 Para ello, estos órganos mantuvieron el taller historiográfico alfonsí, esto es, un conjunto de escritores a sueldo encargados de revisar y expurgar los documentos que recibía la Corona a fin de garantizar que se entregara a la imprenta solamente lo correcto y conveniente al reino. Es importante guardar en la mente este hecho, porque si los autores de las crónicas o las historias fueron cronistas reales, aspirantes a cronistas, escribanos de oficio (reales, numerarios, de consejo, de guerra o de marina) o simples soldados escritores, todos intentaron apegarse a los códigos legales y a las normas de la retórica aprendidas durante sus estudios y años de experiencia; pero, a fin de no perder sus privilegios, tampoco sacrificaron sus expectativas personales económicas, aún más, el texto escrito constituyó una herramienta de ascenso social.

Los relatos de los testigos presenciales

En el siglo XVI, la censura de los escritos que abordaron la historia de la Conquista de América avanzó en forma simultánea a ella, por contener hechos significativos o determinantes para el destino de la monarquía y la cristiandad hispanas. Si a la censura sumamos la autocensura, es decir, las restricciones a la propia libertad de expresión, debido al miedo, pero, sobre todo, a los intereses clientelares y particulares, lo dicho en esos escritos no puede ser aceptado ni transcrito literalmente, en cambio, reclama ser estudiado sin abandonar en ningún momento la actitud crítica y dubitativa. En apoyo de esta actitud, el conocimiento de aquello que debía silenciarse y la manera como la información debía consignarse o modificarse es imprescindible, ya que, además de dar luz sobre los distintos tipos de discurso y sus retóricas particulares, nos habla de la manera como los relatores alteraron la realidad.

Los documentos escritos, en particular las cartas, fueron “el vehículo normal de relación entre las autoridades y particulares residentes en Indias y los organismos de la administración central”.10 En teoría, su finalidad fue “dar a conocer la realización de las órdenes del soberano”. Las noticias trasmitidas constituyeron actos jurídicos11 y, como su protocolo lo estableció, debían desprenderse de una minuta. De esta manera, había tiempo para pensarlas, corregirlas o arreglarlas, antes de enviarlas al rey y a los funcionarios reales.12 Esto podía suponer que el escribano consultara y pidiera autorización a quienes quería mencionar en el documento, lo cual podía conducir a un arreglo de conveniencia con el personaje o el grupo, así como a la confección de una única versión que no cayera en inconsistencias ni contradicciones y fuera asumida colectivamente.

Por distintas razones, casi todos los escritos enviados al Consejo Real de Castilla, especialmente, las cartas y las crónicas civiles y religiosas escritas en la primera mitad del siglo XVI, no recibieron autorización para llevarse a la imprenta. Lo mismo ocurrirá en los dos siguientes siglos coloniales. Sin embargo, nuestro interés se centra en los primeros decenios del primer siglo, cuando la Conquista del Nuevo Mundo desplegó sus más violentas batallas. En consonancia con ello, el caso de la prohibición de las tres primeras Cartas de Relación de Hernán Cortés en 1527 resulta ilustrativo. Él había estudiado latín y gramática en Salamanca (no en la Universidad), había sido ayudante de escribano en Valladolid, primero, y en Sevilla, después, y, tras pasar a América, había solicitado al rey una escribanía en La Española (hoy Santo Domingo), que le fue negada: para luego recibir otra, la del ayuntamiento de Azua, en la misma isla antillana.13 Ahí practicó el oficio durante cinco años y siete más en la Cuba gobernada por Diego Velázquez, aunque no con dedicación exclusiva, ya que debía atender múltiples negocios relacionados con la explotación minera y la mano de obra indígena.

Con su experiencia, Cortés procuró no apartarse de los moldes escriturales impuestos oficialmente. De ahí que sus Cartas terminen proporcionando a los cronistas reales (Pedro Mártir de Anglería y Gonzalo Fernández de Oviedo) el relato fundante de la Conquista de México. Su estructura, la sucesión de los hechos y el acaecer narrado en cada uno de los episodios serían repetidos por estos y otros cronistas no reales (Francisco López de Gómara, Andrés de Tapia, Bernal Díaz del Castillo, Bernardino Vázquez de Tapia, Francisco de Aguilar)14 e inclusive por cronistas evangelizadores como Motolinia y Bernardino de Sahagún.

Además de seguir los protocolos notariales y respetar las reglas de la retórica épica y panegírica, los textos de Cortés denotan su preocupación por apegarse a lo establecido en Las Siete Partidas.15 Cuando escribe la segunda y tercera Cartas, entre 1519 y 1522, conoce los conflictos que existen entre los religiosos observantes, el clero secular, los encomenderos, los comerciantes, los funcionarios y las autoridades castellanas y aragonesas por el dominio de las Indias Occidentales, y tiene miedo de las consecuencias legales que supone haberse lanzado a “poblar” la tierra firme desacatando las instrucciones de su superior, Diego Velázquez. Por tales razones constantemente subraya (lo mismo harán sus fieles repetidores) que la motivación central de su expedición, de su inversión económica en la empresa expedicionaria y de todos los trabajos y peligros enfrentados por los suyos durante la guerra de Conquista, había sido el servicio al rey y la Iglesia. Enfatiza cómo siempre cuidó que se separara el quinto real del oro, la plata y las joyas obtenidas (aunque luego, en los episodios de la llamada Noche Triste, se perdieran), y cómo, cuando los indios rebeldes eran derrotados en las batallas, él iniciaba su cristianización instalando cruces y destruyendo ídolos.

La plena conciencia de la importancia de lo escrito acompañó a Hernán Cortés toda su vida. Como los demás escribanos, aprendió que no podía ofrecer sus impresiones libremente, que los escritos institucionales seguían esquemas diplomáticos y que la información debía disponerse, homologarse y hacerse jurídicamente válida.16 Pero también sabía que, en función de lo asentado en dichos documentos, el Consejo Real entablaría una relación con él, es decir, determinaría a qué honores y mercedes era acreedor.17 En tal sentido, cuando valoramos las Cartas de Relación, el peso de la censura y la autocensura no pueden minimizarse.

Por lo general, las descripciones de lo visto y lo vivido durante la Conquista de México se adecuaron a los intereses del autonombrado Capitán General y de su círculo cercano, pues, todos ellos fueron cómplices de mantener en secreto sucesos vergonzosos e inconvenientes (en este punto podemos creer en varias de las denuncias hechas por sus enemigos velazquistas), y todos ellos se cuidaron no delatar actos privados contrarios al interés del Reino. De ahí que Francisco López de Gómara (aspirante a cronista real), Gonzalo Fernández de Oviedo y Juan Ginés de Sepúlveda, los cronistas reales que apoyaron al “partido de los encomenderos”, y Andrés de Tapia, Díaz del Castillo, Vázquez de Tapia y Francisco Aguilar, capitanes y soldados cronistas, es decir, subalternos del Capitán General, repiten lo consignado en sus Cartas por su heroico caudillo a fin de defenderlo y defenderse.

Por otra parte, el imaginario castellano medieval, constituido por un conjunto de textos (mitos grecolatinos, pasajes bíblicos, hagiografías, crónicas, novelas de caballería) y por rumores, cuentos y leyendas que circulaban de boca en boca, al igual que la mente preformada para mirar lo que se debía, conducía a estos cronistas a echar mano, cuando les parecía oportuno, de imágenes, protocolos y estereotipos plasmados en escritos y noticias anteriores. Éste es el caso, por ejemplo, del Itinerario de Juan de Grijalva, redactado por Juan Díaz, el escribano que lo acompañó o, con más seguridad, por Benito Marín, el capellán de Diego Velázquez (o por el mismo gobernador de Cuba), quien en el relato de la primera expedición a México dio cuenta de las islas, las costas, los puertos, los ríos, las sierras, los montes, las provincias, la cualidad, la ley o la secta de sus habitantes, el tipo de tierras, sus frutos, sus animales y sus metales.18 Este Itinerario sigue un orden muy similar al de la Carta del Cabildo de la Villa Rica de la Vera Cruz, tal vez dirigida o escrita por Hernán Cortés, quien siempre estuvo atento a la geografía física y humana de los lugares que fue invadiendo. En esta Carta se afirma lo que se debe informar: cuántos y quiénes eran los indios, qué caracterizaba “la manera de su vivir y el rito y ceremonias, secta o ley que tienen”, si de ellos se pueden esperar servicios o trabajo gratuito, si sus tierras poseen metales, y si son aptas para las labranzas y los pastos para los animales, es decir, si son propicias para fundar nuevos feudos.19

Con sus escritos, los conquistadores incorporaron las Indias formalmente a la Corona española, razón por la cual tendieron a homogeneizar a la población americana borrando su diversidad étnica, lingüística y religiosa. Al mismo tiempo, ocultaron o justificaron plenamente la violencia empleada, e indultaron las culpas o los errores de sus soldados y capitanes.20 En tal dirección, es revelador que frecuentemente Cortés olvide dar a conocer el requerimiento a los pueblos indios con los que topa, es decir, comunicarles la opción de someterse al rey de España y a la religión católica para no ser atacados. Aún más revelador resulta que sean López de Gómara y Díaz del Castillo quienes cubran posteriormente esta laguna. Extraña parece también la poca importancia que el Conquistador concede a sus “lenguas” o farautes; que apenas mencione a la india de Potonchán, quien se conocerá después con el nombre de Marina o Malinche por otros cronistas. Asimismo, llama la atención que no destaque los problemas de traducción y los malos entendidos que seguramente enfrentó en sus supuestas pláticas e intercambios con los muy diversos pueblos durante su travesía. Éstos son asuntos que también López de Gómara y Díaz del Castillo procuraron enmendar años más tarde al abordarlos con detalle y extensión.

Cortés asevera que los papeles redactados por su escribano -quien debió haberlo acompañado durante toda la gesta, pero de quien casi no habla- se perdieron (junto con los tesoros rescatados y, por ende, el quinto real), a consecuencia de su obligada salida de Tenochtitlan para enfrentar a Pánfilo de Narváez (enviado por Diego Velázquez para deponerlo) y de su posterior trágica huida de la ciudad “imperial”. Según sus afirmaciones, él había conseguido una “idílica” Conquista de México, pero sus enemigos la echaron a perder.21 Mas si el escribano, el tesorero y el veedor casi no se citan y, en efecto, no dejan testimonio, los relatos del conquistador levantan dudas; porque al culpar en última instancia al gobernador de Cuba de la pérdida de los documentos, nos deja sin pruebas suficientes para afirmar la ocurrencia misma de la que él sostiene haber sido la primera conquista pacífica de Tenochtitlan. ¿O en realidad tras sus triunfos y alianzas con los de Zempoala, Tlaxcala, Huejotzingo, etcétera, tuvo dificultades para invadir la ciudad del “Imperio Culhúa”, e inventó la conquista pacífica? ¿Quedó así convertido en el único héroe y narrador? ¿Podría de esta forma ocultar los descalabros, las acciones indebidas y asegurar las mercedes esperadas? ¿A qué se debe que el escribano no volviera a redactar la fe de hechos en Segura de la Frontera (Tepeaca)? Como ha comprobado María del Carmen Martínez y Martínez en el caso de la antedicha Carta de Cabildo (la primera carta mal atribuida a Cortés), el capitán general colectivizó los hechos ocurridos entre la salida de Cuba y la llegada a Veracruz.22 Y, desde entonces, pudo haber colectivizado, si no todos, algunos otros hechos más.

Es probable que Cortés tomara nota meticulosa de todas sus acciones al grado de contar -al concluir sus andanzas conquistadoras- con una especie de archivo cuyo paradero es desconocido,23 y es posible pensar que tales apuntes fueran importantes para acomodar el relato de la Conquista de México convenientemente. De hecho, él insiste en que era imposible consignar todo lo acaecido cada día e informárselo al rey. Pero, de los más de novecientos días transcurridos desde su salida de Cuba, son demasiadas jornadas sobre las cuales no transmite algo (en especial, las que corresponden a los seis meses que vivió en Tenochtitlan). Además, estos vacíos coinciden con los testimonios que dejan sus capitanes y soldados, testigos presenciales de los hechos. ¿Aceptan o son obligados a aceptar lo dicho por su Capitán General? Si así fuera, se apegaría esto a la lógica de la época, para la cual lo asentado por la más alta autoridad -en este caso por Cortés, el autonombrado jefe militar superior con el aval de su clan- es reconocido por sus subalternos, allegados y admiradores.

En aquella época, la “verdad” se comprobaba con lo consignado previamente por las autoridades (magister dixit ) y las fuentes ganaban confiabilidad conforme la calidad de la persona y las jerarquías estamentales. Por eso, en algunas crónicas (por ejemplo, en las obras de López de Gómara y Díaz del Castillo) aparecen subcapítulos y párrafos que se apartan de la sucesión de los hechos y los acontecimientos proporcionada por Cortés. Son “novedades”, metáforas, recuerdos de antiguos pasajes, registradas como adendas o notas marginales, ajenas al relato de la Conquista, es decir, obedecen al “embellecimiento” y al afán compilatorio de los aspirantes a cronistas y de quienes -es el caso de Díaz del Castillo- escribían probanzas de méritos para obtener beneficios.

Cortés era consciente del gran interés que la tierra firme -aún no delimitada geográficamente-24 despertaba en la Península, en virtud del oro, la plata y las múltiples riquezas que esperaba extraer de ella. Para él y su clientela, el reconocimiento de sus hazañas los conduciría a alcanzar buenos ingresos más un estatus de nobleza. Ambas cosas significaban un cambio radical de vida. Por eso, aunque los indios no hallaran los tesoros esperados o no los entregaran (dado su poco interés en las minas y la colecta de oro), los conquistadores debían asegurar que la tierra era rica en oro, que los indios les entregaban tesoros (que a menudo se perdían) y, para no caer en inconsistencias, debían afirmar que todas las ciudades estaban construidas de casas de cal y canto, con calles bien trazadas, plazas para el mercado, templos, etcétera.

Desde nuestro actual punto de vista, las partes de las crónicas que medievalizan los paisajes urbanos y las instituciones políticas mesoamericanas resultan contradictorias o, por lo menos, no corresponden a la estructura mental de los usos y las costumbres indígenas descritos. Por ejemplo, el emperador Moctezuma y su corte se guían por protocolos y presentan gestualidad, modales y vestimentas análogas a las castellanas. Del mismo modo, los valores que permiten establecer alianzas dinásticas (mediante el matrimonio de los españoles con las hijas de los señores naturales) pertenecen al mundo europeo. Por otra parte, si atendemos a los restos arqueológicos, las referencias al gran Imperio Culhúa y a la ciudad de Tenochtitlan; la islamización de su arquitectura y la ornamentación de sus edificios y “mezquitas” no se acercan a lo que conocemos como “mesoamericano”, tampoco las formas indígenas de hacer la guerra ni la religiosidad descritas.

Las primeras crónicas de la Conquista de México no dan cuenta de la variedad de sacrificios que hoy sabemos eran propios de las sociedades mesoamericanas. Tampoco dan cuenta de los largos y complejos rituales ni de los cantos y las danzas que los precedían y acompañaban; porque probablemente los conquistadores no los presenciaron. Si acaso los conquistadores vieron algo, no estaban preparados para comprenderlo, porque todavía no había llegado ese momento histórico. Las variadas religiones indígenas cumplían múltiples funciones asociadas a la guerra, la fertilidad, la reproducción física y económica de la comunidad, etcétera, es decir, para entender una parte era necesario entender todo el complejo social (las relaciones de parentesco, entre los sexos, entre los grupos, las relaciones de producción, intercambio y consumo, etcétera). Además, estas religiones encerraban secretos heredados de los antepasados. Por otra parte, en la medida en que estas prácticas articulaban y cohesionaban a las comunidades indígenas y eran el motor de su defensa y supervivencia, seguramente, no las efectuaron frente a sus enemigos. Sin embargo, las crónicas insisten en que, tras los numerosos sacrificios humanos, los indios procedían compulsivamente a la antropofagia. Algo posiblemente afirmado con la intención de promover la esclavitud que convenía a los futuros encomenderos, porque la Corona española, con base en sus experiencias de conquista y colonización en África y las islas atlánticas (sobre todo para la producción de la caña de azúcar en las Canarias), había autorizado convertir en esclavos a los caníbales y a quienes se resistieran a aceptar el requerimiento de someterse al rey y a Cristo.

Los estereotipos como fuente de credibilidad

Las hazañas de Cristóbal Colón -antecedidas de la expulsión masiva de judíos de España y sumadas a la quema de cientos de herejes en la hoguera pública y el castigo de miles de ellos- fueron consideradas señales providenciales para que los españoles abanderaran la expansión de la cristiandad hasta su triunfo final, es decir, hasta la eliminación completa de los enemigos de Cristo. Desde hacía siglos, los estereotipos del pagano y del hereje habían formado parte de la mentalidad medieval y se difundían en forma oral y escrita. Su núcleo central eran los pecados de infidelidad, de idolatría y de la carne; los vicios relacionados con la fe en un falso dios o en ídolos, y con el uso y el tratamiento del cuerpo, la sangre y la carne (sacrificios sangrientos, antropofagia, sodomía, poligamia, promiscuidad, adulterio, etcétera). Estos pecados se asociaron con la transmisión de fórmulas mágicas, poderes demoniacos y saberes ocultos que frenaban la expansión del cristianismo.25

Ante lo extraño de las nuevas comunidades descubiertas en América, las primeras crónicas recurrieron al estereotipo del pagano grecorromano difundido en los textos cristianos y, junto con él, a algunas imágenes del estereotipo de los herejes. Con este material en mente, los cronistas civiles y evangelizadores fueron configurando, a lo largo del siglo XVI, un “estereotipo del indio”. Una de las figuras retóricas más repetidas de este estereotipo fue la extracción del corazón del cuerpo de un ser humano en lo alto de un templo, su presentación a los ídolos, el rodamiento del cuerpo sacrificado gradas abajo, su descuartizamiento e ingesta bestial por parte de sus receptores. Para probar su ocurrencia, los cronistas remitieron (con o sin referencia textual) a textos de los autores clásicos, a historias generales, historias sagradas y a textos elaborados o autorizados por los teólogos que se estudiaban en los colegios y las universidades castellanas, cuyos discípulos debían memorizar, para -entre otras cosas- diferenciar con claridad lo cristiano de aquello perteneciente a otras religiones “inferiores”.

La construcción de imágenes fijas o clichés de la alteridad (sarracenos promiscuos y sodomitas, judíos que matan y devoran a sus hijos, brujas que vuelan y pactan con Satanás, etcétera) no sólo se reprodujo entre los letrados, también la gente analfabeta de los pueblos europeos (inclusive los soldados mercenarios y los frailes) contribuyeron a su abultamiento y divulgación. Por tales motivos, cuando se inició la Conquista y el poblamiento de América por los europeos, éstos observaban lo que estaban preparados para observar, esto es, su cabeza estaba llena de prejuicios. No podían reconocer las particularidades del “otro” por no estar familiarizados con sus códigos morales. Algo que les impedirá desarrollar sentimientos de empatía o piedad hacia los “ajenos” o “extranjeros” y les ayudará a animalizar al otro y justificar la guerra.

Lo anterior no quiere decir que los estereotipos se presentaran como imágenes monolíticas. Por regla general, los intereses materiales (mercantilistas y dinerarios) de quienes buscaban el enriquecimiento rápido (los civiles y el clero secular) chocaron con los intereses de los teólogos y los frailes observantes y reformados. Los primeros estaban interesados en los indios como mano de obra para la extracción de riqueza y los segundos como fuente de manutención para realizar el proyecto providencial de conversión al cristianismo y salvación universal. La diversidad de intereses propició una disputa en todo lo relativo a los usos y las costumbres prehispánicas de los indios, la cual condujo a su revisión. Esta revisión la hicieron especialmente los teólogos, porque ellos jugaban un papel de primer orden como aliados de la monarquía, eran los encargados de dirimir las contiendas religiosas y ser los funcionarios del gobierno con mayores facultades para censurar las ideas peligrosas e interpretar las leyes divinas.26

Es bien conocido cómo, desde el famoso sermón pronunciado por Antonio de Montesinos en La Española en diciembre de 1511, ante Diego Colón y un conjunto de encomenderos y letrados del rey, la Corona confirmó los informes acerca del maltrato indígena.27 El rey y sus consejeros sabían que los indios trabajaban en forma inhumana en las minas para extraer el oro y la plata, en las pesquerías de perlas, en la agricultura y el servicio doméstico, y eran ocupados como bestias de carga. También sabían que los conquistadores actuaban con codicia y que algunos peninsulares, como Juan Rodríguez de Fonseca y su secretario Lope de Conchillos, recibían jugosos ingresos procedentes de los negocios y de los indios de repartimiento que trabajaban para ellos.28

En virtud de que los franciscanos y dominicos eran (como frailes observantes y reformados) más sensibles a los principios del cristianismo primitivo y procuraban no consentir los abusos, el 23 de marzo de 1512, el padre provincial de la orden de los predicadores en España, Alfonso de Loaysa, prohibió que las cuestiones relacionadas con el trato de los indios se abordaran en el púlpito.29 Por su parte, Fernando el Católico se vio obligado a reunir a los más destacados juristas y teólogos en la ciudad de Burgos (1512-1513) para determinar la naturaleza de los indios y decidir si debían ser esclavos o libres. De ello dependería el permiso a los conquistadores de ocupar sus tierras, convertirlos en servidores y obligarlos a tributar.

Como ha sido extensamente analizado, con las Leyes de Burgos y el reconocimiento de la universalidad del derecho natural, que resultaron de una serie de reuniones, se rechazó la justificación del uso de la violencia a causa de los pecados de los nuevos vasallos del rey.30 Se exigió a los encomenderos (muchos de ellos antiguos conquistadores) dejar de ver en ellos a idólatras incivilizados sin remedio y merecedores de severos castigos; se dio al trabajo forzado una apariencia de legalidad, y se estableció que el repartimiento de los indios proseguiría, pero como una merced real.31

Las decisiones no convencieron a los dominicos, y el fraile Pedro de Córdoba, compañero de Montesinos y de Bartolomé de Las Casas, consiguió una leve rectificación en las Leyes de Burgos en Valladolid (1513), con lo cual abrió la posibilidad de fundar pueblos indígenas autónomos del poder civil, supervisados por el clero regular.32 El conflicto entre encomenderos, autoridades peninsulares, funcionarios de la corte española que vivían en el Caribe y frailes se avivaron, lo que trajo repercusiones en el proyecto imperial de colonización y evangelización. Por esta razón, principalmente, los cronistas reales encargados de preparar la versión oficial de la Conquista de América empezaron a censurar los pasajes comprometedores y a ajustar la retórica.

En las denuncias que meses después, en 1515, presentó Bartolomé de Las Casas al cardenal Francisco Jiménez de Cisneros, destacó las largas jornadas de trabajo impuestas a los indios por los españoles para extraer el oro de las minas, pues, no los dejaban labrar sus tierras y no tenían qué comer. Ésta era para él la razón principal de la elevada mortandad indígena registrada en las nuevas tierras. Según sus experiencias en las Antillas, los españoles forzaban a los niños a trabajar, se amancebaban con las mujeres, no permitían a los indios el descanso dominical, y les aplicaban crueles castigos. La destrucción de la población se operaba porque a esta sobreexplotación se sumaban las epidemias, el miedo y el desgano para la reproducción humana.33

Al conocer el caso, Cisneros -un franciscano reformado, antiguo inquisidor, obispo, cardenal y regente de España junto con Adriano de Utrecht tras la muerte del rey Fernando- pidió enseguida a Las Casas la redacción de un memorial de remedios, es decir, una propuesta de la manera de gobernar a los indios y tutelar su libertad. A su redacción contribuyeron Montesinos y, uno de los redactores de las Leyes de Burgos, Juan López de Palacios Rubios, para darle un carácter jurídico.34 Este documento propuso la fundación de comunidades indias libres que trabajaran para sí y, del producto de ese trabajo, una vez cubiertas sus necesidades, se asignaran “rentas a los cristianos que antes tuvieron dichos indios repartidos”, a condición de que permanecieran en las islas, pues, de otro modo perderían el interés en la colonización.35

Cisneros nombró a Las Casas “procurador e protector universal de todos los indios de las Indias”36 y, como buen reformado, concibió con él un proyecto colonizador para dar pie a la efectiva expansión del cristianismo mediante el establecimiento de una teocracia eclesiástica donde se pretendía convertir a la encomienda en un “señorío patrimonial de tipo monástico”. En este proyecto, la población indígena sería “dotada de casas, tierras, salarios y bienes propios de consumo” que a los naturales les permitieran “formar con normalidad una familia” y pueblos con cultivos y ganados, mercado, plaza mayor con iglesia, y municipios propios con un concejo bajo la autoridad del cacique y la administración de un español. Se procedería a la alternancia de trabajos agrícolas para no consumir a los indios, y la educación popular estaría a cargo de un sacristán que promovería la moral pública. Asimismo, el clero se encargaría del cobro de los diezmos, de la organización religiosa y asistencial, y de la erección de un hospital para enfermos, viejos y huérfanos.37 Además, la reforma Las Casas-Cisneros pretendía crear colonias estables de labradores donde se promoviera “la fusión de razas”. Éstas contarían con un protector de indios y un juez de residencia para castigar los abusos de los españoles y cuidar la expansión de la “buena doctrina”. Según Las Casas, los indios no necesitaban la tutela de los colonos ya que eran seres superiores a los castellanos, no cultural, pero sí moralmente y, en cuanto conocieran el Evangelio, fundarían un reino cristiano nunca visto.38

Las medidas lograron aplicarse como experimento a un número pequeño de comunidades indígenas,39 pero, al morir Cisneros, a fines de 1517, la continuación del proyecto del franciscano quedó interrumpida.40 Este proyecto constituyó un antecedente de las utopías americanas y, en su momento, una amenaza a las empresas organizadoras de expediciones (generalmente costeadas por los grandes mercaderes radicados en Sevilla) que otorgaban privilegios señoriales a sus capitanes (el título de adelantado, tierras, solares, repartimiento de las poblaciones sometidas, y cargos u oficios públicos).41

Contrario a las capitulaciones establecidas entre la Corona y los descubridores y conquistadores que buscaban fundar reinos y pretendían encomiendas hereditarias,42 como puede advertirse en las primeras crónicas, el proyecto de los mendicantes motivó la defensa de los caballeros castellanos y de la incipiente burguesía comercial. Una muestra de ello fue la insistencia de Cortés -plasmada en su segunda y tercera Cartas de Relación- en sus labores de destrucción de los ídolos y “mezquitas”; de conversión de los indios al cristianismo; y de celebración de misas matutinas, sin casi mencionar a los sacerdotes que supuestamente lo acompañaban (Bartolomé Olmedo, Juan Díaz y Pedro Melgarejo de Urrea), como si no hubiera necesitado de ellos. Estas omisiones fueron corregidas por López de Gómara, quien como religioso, hizo el intento de elaborar una biografía de Cortés que no descuidara su faceta religiosa cristiana.

Lo anterior nos permite arribar a la particular coyuntura en la cual se encontraba la Península Ibérica cuando, en septiembre de 1517, Carlos V llegó a España procedente de los Países Bajos, pues, el gobernador de Cuba, Diego Velázquez, competía con los exploradores de la tierra firme americana organizando expediciones, y la imagen de los indios americanos, vertida en las crónicas reales, resultaba contradictoria: ¿eran bárbaros e irracionales? o, con base en la escolástica aristotélico-tomista y lo que los dominicos empezaban a difundir, ¿eran un modelo de pagano tan religioso que contenía el “ser cristiano en potencia”?

La segunda imagen resultaba más conveniente a los intereses imperiales, entre otras cosas, porque el rey temía la pérdida de las Indias por distintas causas: los crecientes sentimientos autonomistas existentes entre los encomenderos antillanos, en especial, entre los cristianos nuevos más interesados en las operaciones mercantiles que en la institución de feudos; las reticencias de las noblezas castellana y aragonesa a reconocerlo como monarca y someterse a su política de centralización; los hábitos señoriales adoptados por las altas jerarquías de la Iglesia; la salida de las rentas eclesiásticas de la península; las presiones de los enemigos de España; y la expansión de la herejía, dadas las nuevas ideas reformistas de los alumbrados y erasmistas que acusaban al clero español de haber perdido la espiritualidad cristiana e inclinarse por la ignorancia, la simonía y las debilidades de la carne.

Tras la Dieta de Worms y el inicio del cisma más importante de la historia de la cristiandad, un mes antes de la caída de Tenochtitlan, Carlos V detonará su política de control de los impresos al dar a conocer un edicto oficializando la censura en España (julio de 1521).43 El motivo central del retiro, la pérdida y la mutilación de la mayor parte de la producción escrita de los primeros cronistas civiles y evangelizadores (los libros de Motolinia y Andrés de Olmos44) por parte del Consejo Real y más tarde del Consejo de Indias será, principalmente, la “mala imagen” que ofrecen de los indios, en quienes la Iglesia y la Corona han depositado una parte del devenir de España y de la cristiandad. La difusión del “estereotipo del indio” (sacrificador cruento, antropófago y “depravado” sexual), el maltrato y el consiguiente exterminio de la mano de obra dañaban seriamente los ingresos reales y eclesiásticos. Por otra parte, la “mala fama” de los indios reducía el reclutamiento de misioneros y sacerdotes, porque pensaban que eran bárbaros peligrosos, sin remedio, y nadie los podría evangelizar.45

Es muy conocido cómo, en Salamanca, tras largos debates teológicos y pronunciamientos de los frailes predicadores (Francisco de Vitoria y Domingo de Soto), así como la insistencia de Las Casas, el proceso de humanización del indio se fue imponiendo y sentó las bases para la defensa de sus derechos. Esta idea (cuyos orígenes se remontan al siglo II, a la obra del jurista romano Domicio Ulpiano) se marginará muy pronto para retomarse en el futuro y pasar a la historia universal. Lo que trasciende en este momento en los escritos es la concepción del indio como un protocristiano cuya única falta grave consiste en haberse dejado influir por el Demonio en la práctica de los sacrificios humanos. En todo lo demás, sus conductas, teñidas, inculturadas o inoculadas de judeocristianismo, aparecen como modélicas en los escritos. De esta forma, en su Apologética historia sumaria, Las Casas justificará la práctica del sacrificio humano por corresponder a todos los pueblos de la antigüedad (griegos, persas, romanos, etcétera) en los tiempos cuando aún no se les había revelado la verdad divina. A diferencia de Vitoria, el protector de los indios no reconoce la práctica de la antropofagia ni los pecados carnales -prácticas que veremos cómo se irán borrando de la historiografía- y, en general, anula las referencias a su falta de templanza.

La reconstrucción del pasado prehispánico, con un indio hecho a la medida del proyecto monárquico-católico, no acabará de definirse hasta la celebración del Concilio de Trento y la adopción de la política contrarreformista. Entonces, la “historia oficial”, vertida en las crónicas de fines del siglo XVI y del siglo XVII, avanzará notablemente en su intento de conciliación con el pasado español para incorporar y “civilizar” a ambas partes en torno al proyecto imperial de los Habsburgo. Poco a poco, en esta “historia oficial”, el pasado mesoamericano relatado en las crónicas se corresponderá mejor con aquellas instituciones de corte medieval que los cronistas civiles les habían asignado a los pueblos indígenas cuando querían convencer a la Corona española del valor y la grandeza de los reinos sometidos y de sus hazañas para someterlos. No se dudará, por lo tanto, de la civilidad, del orden y la policía; de la profunda religiosidad, de la bondad y sabiduría; tampoco de la estructura patriarcal, la monogamia, la castidad y la virginidad como códigos morales característicos de las comunidades mesoamericanas. Crónicas de evangelización como las de Bernardino de Sahagún y Diego Durán se encargarán de asignar todas estas características a los nuevos vasallos y una buena parte de la historiografía elaborada a partir de ellas las dejará sin cuestionamientos.

Conclusión

He tratado de ofrecer un conjunto de reflexiones con el objetivo de contribuir a afinar los procedimientos de análisis de las primeras crónicas civiles y de evangelización. Me he concentrado en destacar las posibles presiones y orientaciones seguidas por los primeros constructores de la “imagen del indio” y del pasado prehispánico. He dejado de lado la referencia a las numerosas obras que analizan dichas crónicas como construcciones singulares y subjetivas, para intentar penetrar en sus lugares y contextos de producción, en particular, en los protocolos dictados desde los órganos de gobierno de la monarquía española y su estrecha liga con los sabios teólogos que dilucidaron el destino de la cristiandad católica. He tomado en cuenta cómo, si bien estos protocolos se procuraron atender, las narraciones cuidaron no poner en peligro los intereses de la compañía militar, el clan o la orden religiosa a la cual pertenecieron los cronistas y redactores de los escritos. Es decir, he planteado cómo las impresiones subjetivas estuvieron condicionadas por las circunstancias, por la necesaria colectivización de los relatos para unificar las versiones y ocultar lo que pudiera no estar bien visto, en un proceso donde la censura y la autocensura jugaron papeles determinantes para elaborar el relato “verdadero” de la Conquista y evangelización de México y la imagen del indio adecuada a ella, en virtud de la importancia de los nuevos vasallos como fuente de riqueza y expansión de la cristiandad.

A la revisión general antedicha será necesario agregar que tras de ser ajustados por la autocensura y enmendadas por los censores, los documentos permitidos se transcribieron muchas veces de nuevo y pasaron por las manos de varios editores antes de su publicación. Así, sufrieron cambios múltiples: los de los testigos oculares en sus impresiones y testimonios orales; los de los escribanos o recopiladores; los de los capitanes o frailes autores, sus compañeros de viaje o de orden, sus ayudantes y discípulos; los de la censura; y los de los editores coloniales y poscoloniales.46 Algo que da por resultado distorsiones tan numerosas que impone tomar estos escritos o fuentes primarias con pinzas cuando tratamos de reconstruir tanto la realidad mesomericana como las gestas de la Conquista y la evangelización.

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Notas

1 Este artículo es resultado del apoyo que recibí de la Dirección General de Asuntos del Personal Académico y la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México en el año 2018 para realizar una estancia sabática de investigación en la Biblioteca Nacional de España y en los institutos Iberoamericano de la Preussischer Kulturbesitz y Latinoamericano de la Universidad Libre de Berlín (Alemania).

2 “Partida Segunda, Título 9, Leyes VII y VIII”, Las Siete Partidas del rey don Alfonso el Sabio cotejadas con varios códigos antiguos por la Real Academia de la Historia, 3 vols. (Madrid: Imprenta Real, 1807): II, 64-65. Kathryn Burns, “Notaries, Truth and Consequences”, The American Historical Review 110(2) (abril 2005): 358. Richard Kagan, Los cronistas y la Corona. La política de la Historia en España en las Edades Media y Moderna (Madrid: Centro de Estudios Europa Hispánica, Marcial Pons, 2010), 23-29.

3 María del Carmen Martínez Martínez, Veracruz 1519. Los hombres de Cortés (México y León: Instituto Nacional de Antropología e Historia, Universidad de León, 2013), 72, nota 14.

4 Jorge Luján Muñoz, “La literatura notarial en España e Hispanoamérica. 1500-1820”, Anuario de Estudios Americanos (38) (1981): 103; Ivonne Mijares Ramírez, Escribanos y escrituras públicas en el siglo XVI. El caso de la Ciudad de México (México: Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Históricas, 1997), 36-43.

5 Burns, “Notaries”, 360.

6 Burns, “Notaries”, 351-352.

7 Burns, “Notaries”, 353; Martín Wasserman, “Protocolos notariales e investigación histórica. Apuntes metodológicos para un margen hispanoamericano (s. XVII)”, Americanía. Revista de Estudios Latinoamericanos, Nueva Época (4) (julio-diciembre 2016): 200; Reyes Rojas García, “La literatura notarial castellana durante el siglo XVI y su difusión en América”, Nuevo Mundo Mundos Nuevos, Débats (30 de enero de 2012). En línea. URL: http://journals.openedition.org/nuevomundo/62407 DOI:10.4000/nuevomundo.62407 (Fecha de consulta: 16 de junio de 2018).

8 Burns, “Notaries”, 353.

9 Kagan, Los cronistas, 28-29.

10 Las cartas se ocultaban en barriles y tocinos en las travesías. Muchas se robaban o desaparecían. A veces se escribían con caracteres cifrados para el cohecho o el soborno. María del Carmen Martínez Martínez, “Estudio introductorio”, en Cartas y memoriales, Hernán Cortés, 26-28 (León y Valladolid: Junta de Castilla y León, Universidad de León, Universidad de Valladolid, 2003).

11 José Joaquín Real Díaz, Estudio diplomático del documento indiano (Sevilla: Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1970), 269-270.

12 Burns, “Notaries”, 355-357.

13 Martínez, Veracruz, 14-15.

14 La idea de que el relato de Cortés sirvió como molde y relato fundante la desarrollé en Marialba Pastor, “Hernán Cortés y sus fieles repetidores”, Historia y Grafía (47) (julio-diciembre 2016): 91-114.

15 Viktor Frankl, “Hernán Cortés y la tradición de las Siete Partidas”, Revista de Historia de América (junio-diciembre 1962): 53-54.

16 Miguel Ángel Segundo Guzmán, “Retóricas legales de la Conquista. Hernán Cortés y la simbólica del vencido”, Arqueología Mexicana (142) (noviembre-diciembre 2016): 51-55.

17 Reyes, “La literatura”, 200.

18 Juan Díaz, Itinerario de la armada del rey Católico a la isla de Yucatán en la India en el año 1518, en la que fue por comandante y capitán general Juan de Grijalva, en la conquista de Tenochtitlán (Madrid: Historia 16, 1988).

19 Hernán Cortés, Cartas de Relación (México: Porrúa, 1985), 7; Martínez, Veracruz.

20 Bernal, “Monarquía”, 320-325

21 Cortés, Cartas, 75-87.

22 Martínez, Veracruz.

23 Martínez, Veracruz, 32.

24 Salvador Álvarez, “Cortés, Tenochtitlan y la otra mar: geografías y cartografías de la Conquista”, Historia y Grafía (47) (julio-diciembre 2016).

25 Victoria Howell Williams, “Los orígenes de la Inquisición española. A propósito de un libro nuevo”, en El Olivo. Documentación y Estudios para el Diálogo entre Judíos y Cristianos XXII (48) (julio-diciembre 1998): 81; Helen Rawlings, Church, Religion and Society in Early Modern Spain (Hampshire: Palgrave, 2002), 8; Luis Gil, Censura en el mundo antiguo (Madrid: Alianza, 2007), 52, 277, 384, 376.

26 Francisco Tomás y Valiente, El derecho penal de la monarquía absoluta (Siglos XVI XVII-XVIII ) (Madrid: Tecnos, 1969), 84-87.

27 Teófilo Urdanoz, “Las Casas y Francisco de Vitoria. (En el V centenario del nacimiento de Bartolomé de las Casas, 1474-1974)”, Revista de Estudios Políticos (198) (noviembre-diciembre 1974): 115-120. http://www.cepc.gob.es/gl/publicaci%C3%B3ns/revistas/revistas-electronicas?IDR=3&IDN=578&IDA=9364 (Fecha de consulta: 11 de julio de 2019).

28 José García Oro, El Cardenal Cisneros. Vida y empresas I (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1992), 680; Joseph Pérez, Cisneros, el cardenal de España (Madrid: Taurus, Fundación Juan March, 2014), 164-169.

29 Joseph Höffner, “Ein Bruch in der christlichen Eigentumslehre? Vom jus gentium zum jus naturae”, Gesammelte Aufsätze zur Kulturgeschichte Spaniens, vol. 19 (1962): 238-241; Juan Cruz Monje Santillana, “Las Leyes de Burgos de 1512, precedente del derecho internacional y del reconocimiento de los derechos humanos”, en Repositorio Trabajos Académicos, 9 (Burgos: Universidad de Burgos. Departamento de Derecho Público, 1985). https://studylib.es/doc/7914269/las-leyes-de-burgos--2---repositorio-institucional-de-la-...#

30 Venancio Carro, La teología y los teólogos-juristas españoles ante la Conquista de América (Madrid: Universidad de Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1944), 153-256.

31 Joseph Pérez, Cisneros, 170.

32 José García Oro, El Cardenal, II, 682.

33 Bartolomé de Las Casas, “Representación a los regentes Cisneros y Adriano (1516)”, “Memorial de remedios (1516)”, en Obras escogidas. Opúsculos, cartas y memorias V, CX, 3-27 (Madrid: Biblioteca de Autores Españoles Atlas, 1958).

34 Manuel Giménez Fernández, Bartolomé de Las Casas. Delegado de Cisneros para la reformación de las Indias (1516-1517) (Madrid: CSIC, Escuela Superior de Estudios Hispanoamericanos, 1984), 126; Pérez, Cisneros, 172; Guillermo Céspedes del Castillo, “Los Austrias. Imperio español en América”, en Historia social y económica de España y América, 5 vols., dir. Jaime Vicens Vives, III, 477 (Barcelona: Editorial Vicens Vives, 1988).

35 Giménez, Bartolomé, 126

36 Pérez, Cisneros, 174.

37 García Oro, El Cardenal, 680-688; Karl Josef von Hefele, El Cardenal Jiménez de Cisneros y la Iglesia española a fines del siglo XV y principios del siglo XVI (Barcelona: Imprenta del Diario de Barcelona, 1869), 320; Mónica Cerda Campero, El proyecto indiano de fray Bartolomé de las Casas: la historia de la Indias revisada (México: Tesis de Licenciatura en Historia, Universidad Autónoma de México, Facultad de Filosofía y Letras, 2018).

38 Giménez, Bartolomé, 142.

39 Céspedes, “Los Austrias”, 478.

40 Hefele, El Cardenal, 116-117.

41 Viktor Frankl, “Hernán Cortés”, 24.

42 Marcel Bataillon, “Hernán Cortés, autor prohibido”, en Libro jubilar de Alfonso Reyes, 81 (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1956).

43 Juan Friede, “La censura española y la ‘Recopilación historial’ de fray Pedro Aguado”, en Boletín Cultural y Bibliográfico VI(2) (1963): 47-50. En 1527, por ejemplo, se retiran los escritos de Hernán Cortés por quejas de Pánfilo de Narváez. Antonio Sierra Corella, La censura de libros y papeles en España y los índices y catálogos españoles de los prohibidos y expurgados (Madrid: Imprenta Góngora, 1947), 62-73; 172-173; José Pardo Tomás, Ciencia y censura. La Inquisición española y los libros científicos en los siglos XVI y XVII (Madrid: Consejo Superior de Investigación Científica, 1991), 24-25.

44 Georges Baudot, “Introducción”, en Tratado de hechicerías y sortilegios, Fray Andrés de Olmos, XII (México: Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Históricas, 1990).

45 Pedro Borges Morán, El envío de misioneros a América durante la época española (Salamanca: Universidad Pontificia de Salamanca, 1977), 185-237.

46 Friede, “La censura”, 83 y 94.