¡A las armas! Milicia cívica, revolución liberal y federalismo en México, 1812-1846. Por José Antonio Serrano y Manuel Chust. Madrid: Marcial Pons, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 2018, 176 p.
Mariana Terán Fuentes
Universidad Autónoma de Zacatecas
marianateranuaz@gmail.com
https://orcid.org/0000-0003-3602-9115
En términos generales, en la cultura política de la sociedad mexicana el vocablo revolución se asocia con tres grandes momentos en la historia nacional: independencia, reforma y el movimiento armado de 1910. Hechos que se volvieron emblemáticos y que forman parte del ADN de nuestra memoria común en la medida en que se constataron transformaciones económicas, sociales, jurídicas, políticas y culturales. El último de estos eventos se concretó en la carta constitucional de 1917, y aun con el revisionismo de las últimas décadas del siglo XX, mantiene ese canon que colocó al movimiento armado como un movimiento revolucionario.
El filósofo mexicano Abelardo Villegas, advirtió el contrasentido del uso que se le dio al término “revolución” en la cultura política mexicana del siglo XX a partir de las guerrillas semiológicas: para el argot político nacional, revolución institucionalizada se convirtió en la carta de naturalización del partido de Estado que gobernó a la república al menos los primeros ochenta años del siglo XX. Abelardo Villegas se preguntaba por la coexistencia de este incómodo oxímoron como la búsqueda por cuadrar el círculo. Si la revolución se institucionalizaba, entonces dejaba de ser tal. En ese sentido, se encuentran al menos dos universos que ubican el término en cuestión: la asociada a la guerra que culmina con una constitución y, por otra parte, un partido político que se aseguró de pasar a la historia como el protagonista y heredero de la verdadera revolución. Revoluciones con periodos cortos y un partido revolucionario oficial que se prolongó a lo largo del siglo. ¿Revolución oficial?
A esta imagen habrá que agregar otra que también pesa en nuestra comprensión de la historia de las revoluciones y, en particular, del largo siglo XIX mexicano. Se trata de una interpretación que usó el vocablo en sentido negativo, “la era de las revoluciones” que puso en evidencia una imagen del México caótico, ingobernable y violento. Una vez consumada la independencia en 1821 se dio inicio al primer imperio del Anáhuac encabezado por Agustín de Iturbide al que le sucedería la forma republicana federal de gobierno pocos años después. La visión crítica del primer federalismo encabezada por Lucas Alamán se detuvo en los excesos de aquellos once años de república como lo fueron el desequilibrio de poderes o la ausencia de un centro político rector. Entre ensayos constitucionales, pronunciamientos militares, amenazas exteriores e invasiones, el México negro se interpretó como una república azarosa, con dictaduras encabezadas por el temible Antonio López de Santa Anna. México gobernado por un solo hombre, que en las postrimerías de aquella centuria seguiría siendo gobernado y ordenado por otro, Porfirio Díaz.
José Antonio Serrano y Manuel Chust decidieron en esta ocasión regresar a personales experiencias historiográficas que habían elaborado décadas atrás para enriquecer su visión, problematizar con nuevas preguntas, reunir información, contrastarla y abrir nuevos debates en donde aquella canonización del término revolución y aquella imagen del México caótico del siglo XIX serían desmanteladas. Su perspectiva está colocada en un escenario contrapuesto en el que comparten con generaciones de historiadores la pregunta por la revolución, pero también por el liberalismo y por el federalismo.
En el volumen ¡A las armas! Milicia cívica, revolución liberal y federalismo en México, 1812-1846, sus autores destacan el sentido revolucionario del liberalismo, no aquel entendido y ajustado como una doctrina de Estado para impulsar el libre mercado, la propiedad privada y colocar a naciones como la mexicana en calidad de subdesarrolladas que tienden al desarrollo, pero se encuentran impedidas para alcanzarlo. El tratamiento que los autores dan al liberalismo está en otro sentido: en el conjunto de transformaciones que se derivaron de la Constitución Política de la Monarquía Española de 1812 donde la soberanía no residiría más en el rey, sino en la nación; donde el concepto de vasallaje pasaba a ser parte de los anales del antiguo régimen para ser considerado en su lugar el de vecino-ciudadano; donde se tendría una estructura articulada de representación a través de Cortes, diputaciones y ayuntamientos constitucionales.
Y en efecto, una gran cantidad de investigaciones ha arrojado novedosas contribuciones sobre las transformaciones vividas en Hispanoamérica a propósito de 1812 a través de los cambios en las formas de gobernar los territorios, los canales de representación, los nuevos procesos electorales, los mecanismos y estrategias de participación ciudadana o las maneras de vivir una constitución, que han terminado por superar las tradicionales interpretaciones sobre la existencia de tres revoluciones en el proceso de su génesis y consolidación como Estado nación.
Los autores reconocen la contribución de Nettie Lee Benson, quien explicó hace más de seis décadas que el federalismo mexicano era el resultado de la creación y establecimiento de las diputaciones provinciales, institución propuesta por un diputado novohispano en las Cortes, Miguel Ramos Arizpe. José Antonio Serrano y Manuel Chust analizan el periodo que va de 1812 a 1846, al explicar la complejidad institucional, política, cultural, económica y social derivada del código liberal gaditano y continuada por el constitucionalismo federalista concretado en un acta, en una constitución federal y en las constituciones de las entidades federativas. Además, destacan para el periodo el carácter revolucionario que se prolongó con el establecimiento de la república federal.
Su interés es explicar esa revolución liberal de las primeras décadas del siglo XIX en el juego de competencias que le dio vida al sistema federal mexicano. Su universo de análisis se concentró en el estudio de la milicia cívica como una derivación de la Milicia Nacional diseñada por los diputados en Cortes generales, institución concebida con el propósito de preservar la tranquilidad pública de los habitantes de la nación con un reglamento para su funcionamiento aprobado en 1820. Así, la revolución liberal que armó tres instituciones como fueron los ayuntamientos constitucionales, las diputaciones provinciales y la Milicia Nacional, encarnarían a la postre en la trinidad federal: los ayuntamientos, las autoridades estatales y los ciudadanos en armas.
El primer federalismo mexicano, caracterizado por la concentración de poder en las autoridades estatales, la centralización de éstas hacia la vida municipal, frente a un débil poder nacional, es analizado por los autores a través de estos cuerpos milicianos creados, reglamentados, auspiciados y controlados por diputados y gobernadores de las diferentes entidades. El combate por la soberanía no solo se dio en el diseño constitucional que definió a las entidades como libres, federadas y soberanas, o en la doble soberanía fiscal, sino al seno de la estructura de las fuerzas armadas: las milicias cívicas representaron el resguardo de la soberanía de los gobiernos estatales, la organización que garantizaría el orden público de enemigos exteriores e interiores. En las constituciones de las entidades, como la zacatecana, un capítulo se dedicó a la milicia cívica, donde se daba cuenta de quiénes la compondrían, los tiempos de su servicio activo, su reglamentación a cargo del congreso, su propósito: la conservación del orden interior y en otros casos, como la constitución yucateca, “la defensa exterior en caso de ser necesario”.
Gobernadores como Francisco García Salinas tuvieron con qué sostener un discurso soberanista con sello confederal. Los autores colocan como su primera cita las palabras del zacatecano quien consideraba que las milicias cívicas debían ser el “apoyo de la libertad y no del despotismo, la conservación de la paz y no la promotora de las revoluciones, la protectora y no la opresora de los conciudadanos”. El combate por la soberanía que caracterizó al primer federalismo mexicano se fue radicalizando en la medida en que las autoridades estatales pretendieron asegurarla y ampliarla, mientras que el poder central buscaba acotarla para imponer su dominio pretendiendo fortalecer al ejército permanente. Así, el sentido de la milicia cívica pasó de la conservación del orden a la defensa y sostenimiento de la soberanía estatal.
El volumen se detiene en el análisis de los casos de Guanajuato y Zacatecas a través de la integración y composición de los milicianos, el continuo conflicto entre la población por el alistamiento, las pérdidas humanas en las batallas como la del Gallinero en 1832, la falta de recursos para sustentar a las familias de los fallecidos. No fue fácil para el gobierno zacatecano, por ejemplo, sostener su discurso soberanista en medio de las tensiones que diputados y gobernadores vivieron con los ayuntamientos por la onerosa carga que representaba mantener en funcionamiento a la milicia cívica. Una revisión por el presupuesto estatal ubica el incremento del gasto de la milicia cívica y guerra en Zacatecas alcanzando el 50%, mientras que ni siquiera el gasto educativo estaba en la cabeza de los diputados.
Conocida y lastimosamente recordada por los locales fue la batalla del 11 de mayo de 1835, en que el ejército bajo el mando del general Antonio López de Santa Anna derrotó en una mañana a la poderosa milicia cívica zacatecana dirigida por quien nunca había sido entrenado en el arte de la guerra, Francisco García Salinas. Hay un consenso en que esta fue el acta de defunción de aquella primera etapa del federalismo mexicano para dar paso a la república central, en la que sus diseñadores y principales promotores sancionaron la desaparición de la milicia cívica y la consolidación de un solo ejército. José Antonio Serrano y Manuel Chust muestran con una excelente información que esto no fue así: la vida al interior del Departamento no se dio como lo hubieran imaginado quienes diseñaron las Siete Leyes y las Bases Orgánicas. Esa sociedad compuesta por vecinos ciudadanos que se habían acostumbrado a contar con cuerpos de defensa en sus localidades, siguió promoviéndolos durante el centralismo, así lo muestran los autores con el caso de la organización de distintos cuerpos en el Departamento de Guanajuato.
Si esto fue así con el tema de la milicia, los otros temas como el de la representación político-territorial, la defensa de la autonomía para la administración de la vida pública, el fortalecimiento del derecho de petición, la participación de diputados en el congreso general exigiendo la promoción de las libertades de expresión, reunión e impresión, hacen que se ponga en tela de juicio aquella sentencia decimonónica de que el centralismo fue un antiliberalismo.
El volumen es una invitación al estudio del federalismo mexicano desde las regiones para explicar sus particularidades, así como sus contrastes tomando como foco de análisis la milicia cívica. Sin embargo, quedan en el aire una serie de reflexiones que bien pueden alentar nuevas búsquedas: ¿cuándo el federalismo mexicano dejó de ser revolucionario? ¿por qué durante la instalación de la república central algunas prácticas heredadas tanto del liberalismo doceañista como de la república federal se prolongaron como el caso analizado por los autores para el Departamento de Guanajuato? ¿por qué la disparidad entre el discurso político oficial de las autoridades estatales de Zacatecas respecto a la consolidación de su milicia como arma para la soberanía estatal respecto de las condiciones materiales en las que se encontraba aquella corporación?
Regreso a las categorías que arman este libro: revolución liberal y federalismo mexicano a través del universo de las milicias cívicas. Una revolución promovida por el liberalismo doceañista que se fue trasminando en la vida pública y en la cultura política de la sociedad hispanoamericana a través de potentes instituciones como ayuntamientos, diputaciones y después congresos estatales, milicia cívica que le dieron singularidad y, a la vez, viabilidad a la república en México. Singular en tanto que aleja fantasmas norteamericanos como si la república mexicana se encargara de copiar modelos extranjeros, y viable porque en medio de la vida álgida de pronunciamientos e invasiones, su constitucionalismo y los ensayos de vivir distintas formas de gobierno republicano, le dio la posibilidad de configurarse como Estado nación.