Diezmos y sustento de los párrocos. Los memoriales de los obispados de Guadalajara y de Chiapa ante el Tercer Concilio Provincial Mexicano. 1585
Tithes and support of the parish priests. Memoriales from Guadalajara and Chiapa Diócesis to to the Third Mexican Provincial Council. 1585
Celina G. Becerra Jiménez
Universidad de Guadalajara
celina.bjimenez@academicos.udg.mx
https://orcid.org/0000-0001-8680-2108
Fecha de recepción: 26 de marzo de 2024
Fecha de aprobación: 27 de junio de 2024
RESUMEN: Los memoriales enviados al Tercer Concilio Provincial por pobladores de los obispados de Guadalajara y de Chiapa consiguieron que sus curas párrocos recibieran los cuatro novenos de los diezmos para su manutención. Los documentos analizados muestran las dificultades para establecer la manutención del clero secular ante la negativa de las catedrales para compartir el diezmo con las parroquias y la importancia que tuvo la creación de parroquias en el avance hispano hacia el norte en la segunda mitad del siglo XVI.
Palabras clave: Diezmos, Párrocos, Clero, Chiapas, Santa María de los Lagos, Guerra Chichimeca
ABSTRACT: The memoriales sent to the Third Provincial Council by the settlers of the dioceses of Guadalajara and Chiapa obtained that their parish priests receive the cuatro novenos of the tithe for their maintenance. The documents analyzed show the difficulties of establishing the maintenance of the secular clergy in the face of the refusal of the cathedrals to share the tithe with the parishes and the importance of the creation of parishes in the Hispanic advance northward in the second half of the 16th century.
Keywords: Tithes, Parish priests, Clergy, Chiapas, Santa María de los Lagos, Guerra Chichimeca
Cuando se menciona a la Iglesia en las Indias vienen a la mente imágenes de frailes y grandes conventos, de monumentales catedrales y retablos barrocos. En cambio, pocas veces se piensa en la organización de la economía que sostenía esas edificaciones, las celebraciones litúrgicas y el conjunto de individuos que formaron parte del clero regular y secular a lo largo de tres siglos. La figura del patronato real es a todas luces insuficiente para explicar el desarrollo y riqueza alcanzados por la que llegaría a ser una de las instituciones más poderosas de la Nueva España. Aunque las indagaciones respecto a los bienes y el funcionamiento económico de la Iglesia novohispana se han multiplicado en los últimos años, y de manera especial para los siglos XVII y XVIII, poco se conoce todavía un tema crucial para el establecimiento y posterior aumento del clero secular como es el que se refiere a las fuentes para su sostenimiento. Estas lagunas historiográficas son aún más grandes cuando se trata de los territorios ubicados en los confines del virreinato, como la frontera Chichimeca y el obispado de Chiapa. De aquí el interés que despiertan los materiales que aparecen entre los manuscritos del Tercer Concilio Provincial Mexicano que dan cuenta de los conflictos y negociaciones que existieron entre las autoridades reales, la jerarquía eclesiástica y los feligreses para definir los recursos que debían proporcionar el sustento de los curas párrocos.
Una historiografía que privilegió la actividad de las órdenes religiosas para la conversión de la población india, cuya labor fue sostenida por la Corona para cumplir con el compromiso de implantar la cristiandad en el Nuevo Mundo (Ricard, 1933; Gómez Canedo, 1977; Rubial, 1989) podría explicar la escasez de trabajos sobre los fundamentos de la economía y la organización de las primeras diócesis y sus parroquias que se presentó hasta finales del siglo XX. Si bien algunos autores incluyeron en sus análisis tanto al clero regular como al secular (Cuevas, 1928; Dávila Garibi, 1957; Porras Muñoz, 1966), ha sido en los últimos años cuando una historiografía renovada sobre la iglesia novohispana ha demostrado que el mantenimiento de los párrocos constituyó un problema complejo que fue materia de discusión en la Junta Magna reunida en Madrid en 1568, en los primeros concilios provinciales mexicanos realizados en 1555 y 1565 y en otras instancias a ambos lados del Atlántico, antes de lograr una definición clara (Schwaller, 1985; Lundberg, 2009; Mazín, 2010; Poole, 2012; Cano, 2017; Castillo, 2018; Aguirre, 2019).
Esta literatura señala que el problema fue abordado de nuevo en 1585 por el Tercer Concilio Provincial Mexicano y que fue entonces cuando se delinearon los principios rectores que se mantendrían hasta bien entrado el siglo XVIII. Asimismo ha destacado que, dada la complejidad de los intereses y circunstancias involucradas, resultó imposible construir un régimen unificado para su aplicación en toda la Nueva España. Por esta razón, se tomó la resolución de dejar en manos de los obispos la regulación y aprobación de los montos y tipos de dádivas que los pobladores debían entregar a sus pastores (Aguirre, 2014, p. 41). Así, la solución encontrada por los padres conciliares fue la diversificación de fuentes para el sustento de los curas beneficiados, siempre a partir de las contribuciones de los fieles, mediante un régimen flexible que permitiera a cada obispo hacer las modificaciones y adaptaciones necesarias (Aguirre, 2015b, pp. 44-45). Se afirma que, de esta manera, las autoridades conciliares encontraron la fórmula para sustentar a los curas sin recurrir a mayores contribuciones del real erario y sin contar con los diezmos porque sabían que en muchos lugares estos eran todavía insuficientes y que los cabildos catedralicios se resistían a entregar la fracción que correspondían a los párrocos, amparados en que, años atrás se había autorizado sirvieran para complementar los ingresos de esta corporación (Mazín, 1996, pp. 106-107; Aguirre 2014, pp. 15-16).
Las fuentes utilizadas hasta ahora se concentran en los obispados del centro novohispano. Por ello interesa ahora extender la mirada hacia otras latitudes. Los memoriales que feligreses de los obispados de Guadalajara y de Chiapa presentaron al Concilio muestran que los hallazgos no deben generalizarse antes de contar con trabajos sobre otras provincias eclesiásticas pues en algunas de ellas el sostenimiento de los clérigos se construyó con una lógica distinta e integró la recaudación decimal como base de este.
Los argumentos y debates que se dejaron oír en el Tercer Concilio respecto al sostenimiento de los ministros eclesiásticos dan cuenta de que, para entonces, habían surgido distintas prácticas, mismas que en ese momento resultaba difícil e inconveniente suspender. Tal era el caso de obispados como México y Oaxaca, donde los primeros evangelizadores habían construido acuerdos con los pueblos para que les proporcionaran alimentos, limosnas y servicio personal. Las autoridades conciliares terminaron por aceptar que se mantuviera ese sistema que se había convertido en uso y costumbre, si bien pidieron a los prelados establecer límites para evitar abusos por parte de los párrocos (Aguirre, 2014, p. 35).
La documentación aquí analizada da cuenta de situaciones diferentes surgidas en las zonas más alejadas de la capital virreinal, donde la escasez y dispersión de la población india y la violencia de la conquista había impedido la penetración de los evangelizadores y la implantación de contribuciones de ningún tipo. Estas fuentes se refieren especialmente a la frontera chichimeca, donde la presencia hispana apenas se abría paso a cargo de capitanes de guerra y empresarios mineros que sostuvieron conflictos con la jerarquía eclesiástica para exigir que los diezmos que ellos pagaban se emplearan en la manutención de los ministros que resultaban esenciales para la permanencia de reales mineros y estancias recién establecidos en aquella zona. Llama la atención que, en el extremo opuesto de la Nueva España, un clérigo y terrateniente de Chiapa enfrentara una situación similar, señalando que el obispo había dejado sin cura de almas a los habitantes de sus estancias antes atendidas por frailes dominicos.
La implementación de un régimen que garantizara la congrua sustentación del clero parroquial fue un aspecto más del complejo proceso que implicó la construcción de la Iglesia novohispana. Dentro de éste, el año de 1585 constituyó un momento clave, ya que fue la ocasión en que obispos y teólogos definieron las bases que habrían de regir a la institución durante los siguientes dos siglos. La guerra y el camino para la pacificación se hicieron presentes en el sínodo, junto con la preocupación por la disminución de la población india que afectaba a todo el territorio novohispano agravada por la epidemia de 1576, si bien la población española empezaba a crecer y había iniciado ya la llegada de esclavos procedentes de África.
El territorio novohispano que ocupó la atención de la reunión conciliar abarcaba una enorme extensión y estaba marcado por la diversidad de los espacios y del poblamiento, que revestían gran complejidad para la consolidación del poder eclesiástico y sus corporaciones. El costo del avance hacia el norte, tras los descubrimientos de plata en Zacatecas en 1546, fue un largo y violento conflicto -la Guerra Chichimeca- que se prolongó hasta finales de esa centuria.
Ante contextos tan diversos, es necesario estudiar y comparar el camino que siguió cada una de las iglesias diocesanas para garantizar la subsistencia de un clero secular que crecía a distintos ritmos y en diferentes condiciones. En este trabajo se busca mostrar que en los confines septentrional y meridional de la Nueva España hubo corporaciones y personajes que vieron en el diezmo la vía para garantizar la administración de los sacramentos a poblaciones recién establecidas.
Los primeros tiempos
Tras el descubrimiento de las Indias, fueron los integrantes del clero regular los primeros encargados de la evangelización de los naturales. Para ello, contaron con privilegios especiales de Roma, a través de diversas bulas -como la Alias felicis recordationis (1521) y la Exponi nobis (1522)- que les autorizaban para la administración de sacramentos sin someterse a la autoridad de los obispos. Estas circunstancias dieron lugar a una situación de excepción ya que, por un lado, se dejó en manos de los religiosos la cura de almas, que por derecho canónico correspondía a párrocos seculares bajo la autoridad de un prelado y, por el otro, se permitió que las doctrinas1 funcionaran como parroquias2 atendidas por regulares y dieron origen a una “iglesia de los frailes” (Ricard, 1986, 36).
Desde principios del siglo XVI, mediante la bula Real Patronato Universalis Ecclesiae (1508) el papado había reconocido a la Corona de Castilla el dominio sobre las nuevas tierras con el compromiso de implantar en ellas la fe cristiana y por ello le otorgó en donación la recaudación de los diezmos (Cuevas, 1928, pp. 46-48). Como patrono de la Iglesia, el monarca tenía la obligación de cubrir todos los gastos necesarios para para la conversión de los naturales, tanto en lo referente a la asignación y sostenimiento de los ministros, como en la edificación y funcionamiento de templos y conventos. Por ello, la Corona dispuso que parte de los tributos de los indios y de los diezmos pagados por los españoles se destinara a sostener esas actividades. Así se aplicó durante los primeros años, pero, a partir del establecimiento de la encomienda, la obligación de velar por la evangelización pasó a sus titulares. Cada encomendero debía ocuparse de que los pueblos a su cuidado tuvieran un misionero que enseñara la doctrina a los indios y de aportar lo necesario para su sostenimiento. Con la extinción de la institución los pueblos y sus tributos regresaron al dominio del rey lo que representaba nuevas exigencias para una real hacienda que se preocupaba por reducir cada vez más sus aportaciones al mantenimiento de la Iglesia de las Indias.
La llegada de Felipe II al trono y la conclusión del Concilio de Trento, generaron cambios importantes en el gobierno espiritual de los territorios de ultramar. Los problemas financieros de la expansión ibérica y los continuos conflictos bélicos llevaron al nuevo monarca a reducir los gastos destinados a la evangelización y el culto. En 1565, con las disposiciones del Concilio de Trento, quedó establecido que la figura episcopal debía ser el eje central en la estructura de la iglesia, principio en el que se apoyaría el monarca para limitar la creciente influencia de los frailes que escapaba del control de los obispos y para fortalecer al clero secular y a las parroquias diocesanas. Correspondió al arzobispo de México, Alonso de Montúfar (1554-1572), iniciar la aplicación de los mandatos de Trento, convencido de la necesidad de dotar a la Iglesia novohispana de una organización que garantizara el cumplimiento de las tareas pastorales y que contribuyeran a frenar la expansión del clero regular (Lundberg, 2009, p. 96). Con esos fines convocó al Primer Concilio Provincial Mexicano (1555), cuyos decretos establecieron los primeros fundamentos para avanzar en esa dirección.
A partir de la década de 1560 se produjeron avances significativos para la construcción de una organización diocesana a cargo las catedrales al mismo tiempo que el número de clérigos iba en aumento (Mazín, 2010). A pesar de la férrea resistencia que opusieron los provinciales y las repúblicas de indios, el proyecto de iglesia indiana centrado en la actividad evangelizadora de los frailes perdió terreno (Mazín, 2010, p. 162), si bien el proyecto de una Iglesia encabezada por prelados de nombramiento regio e investidos con potestad sobre ambos cleros no terminaría de imponerse hasta bien entrado el siglo XVIII.
En 1568, la Junta Magna convocada por Felipe II avanzó en esa misma dirección al limitar a los frailes las licencias para cruzar a Indias y al fortalecer el cobro de los diezmos para las catedrales (Mazín, 2010, pp. 157-158). Más adelante, la real cédula del “patronazgo real”, fechada en 1574, representó “un ataque frontal, aunque gradual al modelo de la Iglesia de las órdenes mendicantes” (Mazín, 2010, p. 161), al reivindicar el control de la corona en todos los aspectos del gobierno espiritual. Este ordenamiento estableció que los frailes debían sujetarse a la autoridad de los obispos y que todas las doctrinas y parroquias se convertirían en beneficios eclesiásticos con carácter perpetuo, cuya institución correspondía al patronazgo. En consecuencia, los curas llamados mercenarios,3 que hasta entonces habían sido nombrados por los encomenderos, los gobernadores o los obispos, sin claridad respecto a su permanencia en el cargo, desaparecieron o pasaron a ser títulos vitalicios otorgados por el monarca. Aunque la real cédula del patronazgo fortaleció la potestad espiritual del monarca y reforzó la autoridad de los prelados como sus representantes, no definió cuáles serían los recursos para sustentar a nuevos curas beneficiados. La novedad más importante al respecto fue que la real hacienda quedó liberada de contribuir a sus salarios, excepto en aquellos casos donde las aportaciones de los feligreses y los diezmos no alcanzaran los 200 pesos4 de oro anuales que se asignaron a cada uno (Aguirre, 2014, p. 17).
Ante el incremento del número de clérigos, y frente a la oposición del clero regular que argumentaba que las exigencias de los curas diocesanos a la población india eran más pesadas que las de sus conventos y doctrineros, la definición sobre la manutención de los nuevos beneficios se convirtió en uno de los temas centrales para el proyecto que buscaba fortalecer la presencia y el peso del clero secular. El camino para asegurar los ingresos de este sector no era sencillo porque involucraba intereses y corporaciones poderosas. En primer lugar, estaban las arcas reales, cuya prioridad era reducir su participación en los gastos eclesiásticos. Otro escollo era el que presentaban los cabildos eclesiásticos para la distribución del diezmo. Por Real Cédula de 1541 el monarca había establecido la distribución de los diezmos en todas las catedrales: una cuarta parte correspondía al obispo, otra cuarta parte al cabildo eclesiástico y el resto debía dividirse en novenos para destinar cuatro de ellos al sostenimiento de los curas (Recopilación de las Leyes de Indias, 1774, Libro I, Título 16, Ley XXIII). En razón de que en los primeros años la recaudación decimal era muy reducida, el cabildo catedral de México consiguió autorización para que los cuatro novenos de los curas se sumaran a la cantidad que se repartía entre los prebendados y a otros gastos del culto, una práctica que al parecer se extendió a los demás obispados (Schwaller, 1985, pp. 72-73). La Bula de Erección, documento que debía reglamentar la vida y gobierno de la corporación catedralicia avaló esta práctica, lo que habría afianzado aún más la visión de los capitulares acerca de su derecho para disponer de esos fondos.
Durante varias décadas la inconformidad de los párrocos dio lugar a reclamos y disputas. El punto más álgido llegó en 1566, cuando una nueva disposición confirmó la voluntad regia de que el sostenimiento de los pastores dependiera de las aportaciones de los feligreses, al ordenar a las audiencias que “a los curas se acuda con la parte de los diezmos que les pertenece y se les aplica por las erecciones de las iglesias y que realmente la hayan y gocen según y de la forma que los demás prebendados” (Recopilación de las Leyes de Indias, Libro I, Título 13, Ley XX). La reacción no se hizo esperar. El cabildo de la ciudad de México se dirigió al Consejo de Indias argumentando que lo mandado no respetaba lo que se había autorizado por la Bula de Erección. El juicio que se siguió determinó finalmente que no había lugar para la pretensión de los curas y el cabildo pudo retener la parte de la renta decimal disputada.5 Hay indicios de que incluso los curas de la parroquia de la catedral de México llegaron a quedar totalmente excluidos de los cuatro novenos (Mazín, 2010, p. 168).
Si bien una de las posibilidades para solucionar las penurias de los eclesiásticos pasaba por incrementar la recaudación decimal, los primeros intentos para lograrlo generaron nuevos conflictos. El obispo Zumárraga había introducido el cobro de este gravamen a los indios, aunque limitado a los productos de Castilla como trigo, ganado y seda. La medida encontró detractores importantes, especialmente entre los frailes, que temían que esa carga afectara las aportaciones que las repúblicas les proporcionaban y argumentaron que el sostenimiento de las doctrinas y los curatos era obligación de la Corona como había quedado establecido en las bulas de donación de las Indias (Aguirre, 2014, p. 14). El arzobispo Montúfar fue partidario de que los naturales pagaran el diezmo y el Primer Concilio Provincial discutió al respecto, pero finalmente en esa asamblea se mantuvo la exclusión de los naturales (Menegus, 2010, pp. 93-100). A partir del Segundo Concilio Provincial la norma que se aplicó fue eximirlos de esta contribución, excepto en productos “de Castilla” (Rubial, 2013, pp. 159).
Otro de los obstáculos en el camino de asegurar la manutención para los curas beneficiados tenía que ver con los usos y las costumbres que se habían instaurado entre las poblaciones y los primeros evangelizadores, sobre todo en el centro de la Nueva España. Con fundamento en el principio del derecho canónico de que todo cristiano estaba obligado a sustentar a sus ministros, los frailes habían solicitado a las repúblicas de indios trabajos y dádivas a cambio de la atención espiritual. Este fue el origen de un régimen mediante el cual los pueblos se hicieron cargo, tanto de la edificación de los monasterios, como de la subsistencia de los religiosos (Morales, 2010, p. 52; Aguirre, 2014, p. 13). Aunque se permitió la continuidad del régimen de limosnas, la transformación de las doctrinas en beneficios curados conforme al real patronato les obligaba a sujetarse a la autoridad de los obispos. Esto generó una fuerte oposición de las órdenes religiosas, quienes defendieron los privilegios papales que habían recibido para desarrollar la tarea de evangelizadora y emprendieron largas y costosas controversias. La reacción de las repúblicas de indios también se hizo presente mediante representaciones ante la Corona, en las que sostenían que eran menos gravosas las exigencias de los religiosos que aquellas de los clérigos (Menegus 2010, pp. 101-102). Entre los virreyes también hubo defensores de las órdenes religiosas, como Luis de Velasco, que emitió una opinión en 1558 señalando que éstas debían seguir su labor y que no era conveniente la presencia de los clérigos entre los indios (Menegus, 2010, p. 104).
En el norte novohispano la penetración del clero regular fue más lenta que en otros territorios debido, tanto a su lejanía con la capital virreinal, como por contar con una población menos numerosa y más dispersa y a causa de la guerra iniciada en 1541. Uno de los mayores problemas que enfrentaron los primeros prelados del obispado de Guadalajara fue la falta crónica de religiosos. Esto se debía a que la mayoría de los que pasaban a México se quedaba en las regiones del centro, mejor organizadas y densamente pobladas (Román, 1993, p. 182). Aunque los descubrimientos mineros atraían cada vez a más pobladores y el primer obispo había llegado en 1548 a Compostela, la construcción diocesana avanzó lentamente. Dos sedes vacantes y las dificultades para que la presencia hispana se consolidara en la región6 contribuyen a explicar que en 1578 hubiera solo treinta y nueve curatos para atender un territorio que llegaba por el norte hasta Culiacán y Saltillo. De ellos únicamente diez estaban a cargo de franciscanos y otros dos eran atendidos por agustinos.7 Los conventos se concentraban al sur y noreste de Guadalajara, mientras en la frontera chichimeca solo había tres casas de la orden seráfica, Juchipila, Zacatecas y Nombre de Dios, y otra agustina en el Real y Minas de Nuestra Señora de los Zacatecas.8
El tejido parroquial se volvía menos denso a medida que se avanzaba hacia el norte, donde zacatecos, guachichiles y tepehuanos amenazaban la sobrevivencia de estancias y minas y resistieron con violencia el avance hispano hasta principios del siglo XVII. En esos Llanos de los Chichimecas, de tierras semidesérticas donde el patrón de asentamiento de las naciones indias era disperso e inestable, los descubrimientos de nuevas vetas daban lugar a nuevas fundaciones que reclamaban víveres y atención espiritual para su subsistencia. A pesar de ello, la geografía parroquial avanzaba lentamente. En 1578, en un territorio aproximado al que hoy ocupan los estados de Durango y Coahuila, sólo existían tres curatos de clérigos: Santa Barbara, la villa de Guadiana y la villa de San Sebastián, así como tres doctrinas franciscanas, además del convento de Nombre de Dios.9
Las condiciones de vida fueron precarias en esos curatos de la frontera chichimeca, casi todos estaban ubicados en reales de minas o en estancias dedicadas a la producción de granos y ganados para su abasto, muy distantes unos de otros y alejados de las pocas villas o ciudades existentes (Álvarez, 2016, pp. 253-259). Su permanencia dependió, en buena medida, de la duración de las bonanzas y generalmente eran los dueños de las empresas mineras quienes se encargaban de cubrir los gastos del eclesiástico que se hiciera cargo de la atender a su familia y las de sus trabajadores. En sus inicios se había tratado de curas mercenarios, pero, para los últimos años del siglo XVI la mayoría de los titulares eran nombrados por los gobernadores de la Nueva Galicia y de la Nueva Vizcaya conforme a lo establecido por el Real Patronato (Mota y Escobar, 1940, pp. 157-181).
En algunos centros mineros la disminución de los rendimientos provocaba dificultades para completar el salario de un párroco, lo que ocasionaba que la feligresía se quedara sin pastor o bien que el ministro más cercano se hiciera cargo de la administración de los sacramentos. Ejemplo de lo anterior ocurrió a fines del siglo en La Pendencia, al oriente de Zacatecas, donde los franciscanos tenían casa “y así quedó la doctrina[sic] en depósito de frailes” (Mota y Escobar, 1940, p. 158). En una situación similar estuvieron las minas de Indé, uno de los sitios más distantes y alejados hacia el norte, “cuya doctrina es de clérigos, aunque al presente no hay porque los vecinos son pobres y él no se podría sustentar” (Mota y Escobar, 1940, p. 198). Para esa época regulares y seculares llegaron a turnarse en el mismo sitio en función de la voluntad de algún minero o terrateniente, en situaciones parecidas a los antiguos curas mercenarios: “No hay más que un solo minero, aunque tan próspero que tiene un grueso beneficio de metales, parte de fundición y parte de azogue; tiene doctrina a veces de frailes, a veces de clérigos, que en riñendo con los unos llama a los otros” (Mota y Escobar, 1940, p. 159).
Un número más corto de curatos de la frontera chichimeca fueron los ubicados en las villas de españoles que se fundaron para protección de la ruta de la plata y como puestos de avanzada, como ocurrió con Santa María de los Lagos (1563), Jerez (1569) y Aguascalientes (1575). La mayor concentración demográfica en todo el obispado, Nuestra Señora de los Zacatecas, mantenía a los dos ministros de su parroquia gracias a varias capellanías fundadas por sus vecinos y a los derechos que pagaban los feligreses por bautismos, entierros y celebraciones especiales. Se puede aquilatar así la importancia de la labor de los frailes de San Francisco, San Agustín, Santo Domingo y la Compañía de Jesús para atender a buena parte de los habitantes de la ciudad (Mota y Escobar, 1940, p. 143).
Cuatro memoriales ante el Tercer Concilio Provincial Mexicano
El nombramiento de Pedro Moya de Contreras como arzobispo de México en 1573, habría marcado el fin del periodo fundante de la iglesia novohispana, que había tenido como protagonista central la actividad evangelizadora del clero regular, para dar paso a una iglesia institucionalizada y jerárquica cuyo patrono era el monarca (Lundberg, 2009, p. 31). Es dentro de este proceso donde se inscriben los cuatro memoriales presentados ante los padres conciliares por distintas personas y corporaciones que reclaman a las autoridades de sus respectivos obispados haberles dejado sin cura de almas por periodos prolongados e incumplir el mandamiento regio de entregar a los párrocos los cuatro novenos de los diezmos para su sostenimiento.
Se trata de cuatro representaciones que pobladores de diversas condiciones y latitudes presentaron ante el sínodo reunido en la capital del virreinato desde el 20 de enero en 1585 y que fueron atendidas en fechas diferentes, tal vez correspondientes al momento de su arribo.
Los estancieros de Nieves
Según se lee en la anotación del secretario conciliar, doctor Joan de Salcedo, el 19 de febrero fue visto el memorial firmado por Juan Bautista de Lomas, Alonso López de Loys y Francisco de Pineda, quienes se presentaban como dueños de estancias de ganado y de haciendas de labor de pan llevar en Nuestra Señora de las Nieves10 (Hillerkuss, 2016, pp. 398-401). Los tres eran exitosos mineros, terratenientes y criadores de ganados en los límites de la Nueva Galicia y la Nueva Vizcaya, donde introdujeron trigo y ganados desde 1564 y atrajeron pobladores para mantener la explotación de sus tierras (Gerhard, 1996a, p. 148). El primero era dueño de la estancia de Nuestra Señora de las Nieves, mientras que López de Loys había poblado la de Santa Elena11 a orillas del Río Aguanaval y Pineda recibió tierras suficientes para establecer el latifundio que luego se convirtió en la hacienda La Pastelera.12 El capitán López de Loys llegó a tener cuatro ingenios de metales y varios molinos de harina gracias a que sus tierras estaban situadas a orillas del mismo río Aguanaval (Chevalier, 1975, p. 211). Los tres habían participado activamente en la guerra contra los guachichiles desde su llegada a esos territorios, así como en la defensa de las rutas que unían sus propiedades con los centros mineros de San Martín y Sombrerete y con la villa de Guadiana (Durango) a partir de la fundación de ésta, en 1562 (Cramaussel, 2006, p. 303).
Para ese momento el éxito de las empresas mineras y agrícolas de la frontera chichimeca dependía de contar con la mano de obra requerida para la extracción del mineral y para la producción de los cereales y ganados necesarios para su abasto. La presencia de un eclesiástico contribuía a la permanencia y arraigo de los pobladores y confería estabilidad a los nuevos asentamientos, de aquí que los tres personajes decidieran plantear sus inquietudes ante el obispo de Guadalajara, el dominico fray Domingo de Alzola. Pidieron su intervención ante lo que consideraban un trato injusto por parte del cabildo eclesiástico tapatío que, cuando enviaba algún ministro, obligaba a los feligreses a pagar su salario en lugar de cubrirlo con los productos del diezmo. El fraile, quien apenas había tomado posesión de su diócesis en diciembre de 1584, emprendió la visita pastoral que lo llevaría hasta Nieves (Carrillo, 2000, p. 368). A su llegada, el nuevo prelado había encontrado la diócesis en una situación crítica tras seis años de sede vacante y con gran parte de su territorio envuelto en la guerra chichimeca, que en 1581 había ardido en uno de sus momentos más violentos (Manuscritos, 2006, p. XXXV). No debía ser esta la primera noticia que recibía el obispo dominico sobre las actuaciones del cabildo acerca de la provisión y salarios de los párrocos, pues su respuesta fue elevar el asunto a una instancia superior. Para ello pidió a los tres estancieros de Nieves que dirigieran su petición al Concilio que estaba por iniciar. En consecuencia, estos dieron los pasos necesarios y el 29 de diciembre otorgaron su poder a Juan Bautista de Avendaño para que acudiera a la ciudad de México con la solicitud de eximir a la población de la responsabilidad de mantener a sus ministros mientras estuvieran al corriente con los diezmos y primicias.
En el memorial que enviaron Lomas, López de Loys y Pineda se advierte, no solo el conocimiento que tenían sobre la real cédula de 1541 que obligaba a las autoridades diocesanas a nombrar curas para los asentamientos que surgían en zonas de avanzada, sino también a asegurar su sostenimiento mediante la entrega de los cuatro novenos que les correspondían. Además, su comparecencia ante el obispo y la diligencia con la que actuaron para presentar su memorial ante el Concilio dan cuenta de la importancia que concedían al gobierno espiritual como factor de consolidación de la empresa de pacificación y poblamiento.
En el documento asentaron que sus haciendas y labores contribuían con “diezmos en mucha cantidad a la iglesia catedral de Guadalajara” y que a pesar de ello eran obligados a pagar el salario de los ministros enviados para la administración de los sacramentos. Puesto que uno de los fines de los diezmos era el sostenimiento de los clérigos que atendían a los feligreses, consideraban un agravio que el cabildo eclesiástico no hubiera cumplido lo dispuesto y les mandara a ellos correr con los gastos pues “los dichos diezmos bastan para su sustento y aun sobra mucha cantidad para iglesia catedral” (Manuscritos, 2006, p. 199). Alegaban que sus heredades y haciendas estaban lejos de cualquier otra parroquia a donde pudieran acudir sus habitantes y que existían numerosas dificultades en los caminos, por lo que era necesario que se les asignara un ministro y que, en caso de que la catedral tapatía no cubriera el salario de los curas y vicarios, se autorizara a los feligreses a retener de esa contribución la cantidad necesaria para hacerlo (Manuscritos, 2006, p. 205).
El memorial de Rodrigo Río de Losa
Tres semanas después, el 14 de marzo, los prelados y sus consultores recibieron el memorial suscrito por el general Rodrigo Río de Losa, teniente de capitán general del reino de la Nueva Galicia, para solicitar se le diera cura pagado de los diezmos que entregaba a la catedral, para sus haciendas y para la de Pedro de Minjares. En este caso se trata de uno de los hombres ricos y poderosos del norte que refiere la historiografía, que combinó tareas de guerra y gobierno, con la cría de ganados y la extracción de plata (Chevalier, 1975, pp. 191 y 197). En 1567 Francisco de Ibarra le había comisionado para repoblar los territorios al norte de Durango. Gracias a estas incursiones se había convertido en propietario de minas en Indé13 y fundador de Santa Bárbara,14 más tarde cabecera de la nueva provincia del mismo nombre. A esas primeras propiedades sumaría las minas de Guaceví,15 descubiertas en 1587 y que llegarían a convertirse en el principal centro minero de la Nueva Vizcaya antes de terminar el siglo XVI.
Sus dotes militares y su conocimiento de los territorios norteños y de sus indios bravos le valieron el nombramiento de teniente de capital general en la Nueva Galicia y de gobernador de la Nueva Vizcaya. En el verano de 1584 Rodrigo del Río de Losa había sostenido conferencias de paz con cinco o seis capitanes de los indios que se habían alzado en la comarca del Pico de Teira de Mazapil. El obispo Alzola, testigo en aquella ocasión, expresó que el militar había usado con ellos de medios tan cristianos y justos que evitaron una nueva confrontación que se hubiera extendido por toda la zona de minas desde Zacatecas hacia adelante (Carrillo, 2000, p. 368).
En 1585, el general Río de Losa estaba preocupado por asegurar para su gente, en la estancia de Santiago,16 los servicios y atenciones necesarias para garantizar la sobrevivencia de ese asentamiento. Dicha circunstancia explica su decisión de dirigir un memorial a los padres conciliares suplicando la provisión de un sacerdote que administrara los santos sacramentos, no solo en esa estancia, sino también en la de Pedro de Minjares, ambas localizadas a doce leguas17 de la villa de Llerena y a ocho de las minas de las Nieves, distancias que hacía muy difícil a sus pobladores acudir a esos lugares para recibir el pasto espiritual (Manuscritos, 2006, p. 202). Ambas estancias entregaban anualmente a la catedral de Guadalajara la cantidad de 1 400 pesos por lo que pedían “que de los diezmos y novenos se pague al tal sacerdote su salario”. Señalaron, además, que durante todo ese tiempo estas cantidades por concepto del diezmo de los ganados, maíces y trigo que producían, habían sido cubiertas a la catedral sin tener ministro que les atendiera. Al afirmar que los habitantes de esas estancias no podían asistir a las iglesias vecinas, no solo por la gran distancia que había que recorrer, sino también “por el peligro que existe por ser tierra de guerra muy frecuentada de chichimecas” (Manuscritos, 2006, p. 204), hacía alusión clara a las circunstancias que debían enfrentar para sobrevivir en la frontera chichimeca.
Al igual que los vecinos de Nuestra Señora de las Nieves, los estancieros Río de Losa y Minjares solicitaron que, en caso de que el cabildo no atendiera su petición se les permitiera retener la porción de los diezmos. De esta manera ellos, por su cuenta, podrían buscar y sostener un ministro.
El obispado de Chiapa
El 25 de julio tuvo lugar la presentación de otro memorial. Este llegaba desde el extremo opuesto de la Nueva España, pero con planteamientos similares. Se trataba de la petición firmada por el bachiller y presbítero Bartolomé Díaz de Pisa, para que el obispado de Chiapa pagara el salario del sacerdote que administraba los santos sacramentos a los moradores de las haciendas de ganados mayores que el bachiller y sus hermanos, todos residentes en la ciudad de Antequera,18 poseían en los valles de Xiquipila, en el obispado de Chiapas.19 Don Bartolomé relataba a las autoridades conciliares que mientras los frailes dominicos habían estado a cargo de la doctrina de Xiquipila, habían atendido también a los habitantes de sus estancias hasta que, dos años antes, el obispo de Chiapa, fray Pedro de Feria, había nombrado un clérigo beneficiado para el pueblo y estancias de ese valle, pero: “Señalándoles [sic] salario a costa de los señores de las dichas estancias, y esto es contra razón y derecho, y en ello se nos hace notable agravio, porque de los diezmos que pagamos puede y debe en conciencia el dicho reverendísimo dar la parte que le pareciere y bastare por su trabajo al dicho beneficiado” (Manuscritos, 2006, p. 197).
Esta provincia eclesiástica enfrentaba dificultades que le distinguían del resto de los obispados novohispanos. Sus ingresos por concepto de diezmos eran menores y los indios habían comenzado a deshacer las congregaciones y a regresar a sus antiguos asentamientos (Viqueira, 2002, p. 187). Las penurias de la catedral se reflejan en la descripción de su prelado, el dominico Fray Pedro de Feria, que en 1580 informaba al rey: “En esta iglesia no hay al presente prebendado alguno nombrado por vuestra majestad. Yo viendo la soledad de la iglesia y su falta grande de servicio, he nombrado Arcediano, Maestrescuelas y un Canónigo. Son personas beneméritas y dignas de que vuestra majestad les haga merced” (Cuevas, 1928, p. 113).
La región zoque, a la que pertenecía el valle de Jiquipilas, fue la cuarta y última zona donde se asentaron los dominicos (Viqueira, 2002, pp. 181-183). La secularización de la doctrina de Xiquipila en 1584 probablemente formó parte del largo conflicto que enfrentaba a propietarios españoles y religiosos franciscanos en contra de los prelados y los frailes de Santo Domingo (Gerhard, 1996b, p. 123). En su memorial el bachiller Díaz de Pisa insistía en que los religiosos habían acostumbrado visitar las haciendas varias veces al año sin exigir ningún salario, pero ahora el obispo había ordenado que fueran los propietarios quienes corrieran con el pago del cura, cuando él y sus hermanos contribuían con diezmos “que valen y suman cantidad de pesos en oro, que entran en la masa mayor del dicho obispado” y de los cuales se podía y debía dar la parte que se considerara justa por su trabajo al beneficiado (Manuscritos, 2006, p. 197). En consecuencia, solicitaba a los padres conciliares que declararan que el obispo no podía “señalar dichos salarios” ni forzar a los hacendados a pagarlos mediante ningún tipo de censuras y que, si por alguna razón consideraban que estaban obligados a contribuir con su párroco, pudieran hacerlo con algunos de sus productos y no en reales.
Para terminar, el memorial pedía que el párroco no obligara a los mayordomos, criados y esclavos de las haciendas a acudir a la cabecera del curato porque, según Díaz de Pisa, tal cosa era innecesaria en vista de que todos estaban “bien doctrinados”. Lo anterior gracias a que el bachiller mismo asistía muchas veces en las estancias y con frecuencia lo hacían también otros sacerdotes y frailes que, a su paso por el lugar, podían celebrar misa pues en todas las haciendas había capillas y ornamentos “bastantes y decentes”, mientras que la asistencia a la iglesia parroquial causaba inconvenientes, pérdidas y menoscabo por estar a distancias mayores a las “siete leguas mortales” (Manuscritos, 2006, p. 198).
La villa de Santa María de los Lagos
El último de los memoriales neogallegos sobre provisión de parroquias y aplicación de diezmos para la manutención de los curas fue el que remitió la villa de Santa María de los Lagos. Aunque los manuscritos del Concilio no consignan la fecha de su lectura ante la asamblea debió ocurrir hacia fines de julio, dado que el día primero de ese mes está fechado el poder otorgado a Hernando de Burgos, vecino y diputado de las minas de Zacatecas, para presentar el memorial y el testimonio que le acompañaba (Manuscritos, 2006, p. 221). El memorial presentado refería, que:
En la dicha Villa hay cantidad de vecinos labradores, y tienen y han tenido desde que la dicha villa se fundó, que habrá veinte y dos años, orden y forma de república e iglesia parroquial a donde se les han administrado los sacramentos, y de presente no tienen sacerdote, y todos o la mayor parte, han vivido y viven de sus labores y crianzas de sus ganados e continuamente han pagado sus diezmos y primicias de que se ha seguido y sigue mucho aprovechamiento a la iglesia catedral de la ciudad de Guadalajara de cuya diócesis es, y aunque por muchas veces se ha pedido se les dé sacerdote que les administre los sacramentos, y que esto se pague y quite de los novenos, conforme a lo dispuesto y ordenado por derecho canónico, no se ha hecho hasta aquí, de que se les ha seguido mucho daño por haberlo pagado de sus haciendas, y de presente estamos tan necesitados que por ninguna vía lo podemos sustentar ni tolerar, y de presente carecemos de doctrina, por no tener quien nos administre los santos sacramentos, atento a lo cual, a vuestra señoría ilustrísima pido y suplico, en el dicho nombre, se les mande dar sacerdote que les administre los sacramentos (Manuscritos, 2006, p. 207).
La fundación de Santa María de los Lagos se efectuó en el marco de la guerra chichimeca y constituyó uno de los esfuerzos de las autoridades neogallegas para asegurar su control sobre esos territorios y el paso hacia los centros mineros que se descubrían hacia el norte. Tras el primer levantamiento general de los indios de 1541-1542, que culminó en la guerra del Mixtón y que había logrado sofocar las tropas del virrey Mendoza y sus aliados indígenas, siguió un repliegue momentáneo. Sin embargo, los abusos de los esclavistas españoles y el rechazo a los recién llegados pronto dieron paso a un nuevo alzamiento con ataques sorpresivos contra viajeros, villas y rancherías, cuya defensa era imposible por la falta de medios para combatir este tipo de ofensivas en territorios tan vasto (Santa María, 1999, p. 214).
El descubrimiento de las primeras vetas en Zacatecas, en 1546, generó un nuevo empuje para la colonización hacia el norte y poco a poco empezaron a aparecer estancias ganaderas y labores en la meseta ubicada al este del río Verde, hoy conocida como Los Altos de Jalisco, hasta entonces zona de paso y frontera entre los guamares y guachichiles trashumantes y los cazcanes y tecuexes agricultores. A pesar de que los suelos eran semiáridos, de la escasez de trabajadores y de la constante amenaza de los chichimecas insumisos, las posibilidades que se abrieron para abastecer los reales mineros despertaron el interés de un número creciente de labradores por obtener mercedes, al mismo tiempo que se iban poblando las tierras del Bajío por el lado de la Nueva España. Sin embargo, a partir de 1550 los ataques chichimecas arreciaron y el arco de la frontera de guerra se fue extendiendo hasta que, en 1561 un nuevo alzamiento de las naciones chichimecas alcanzó grandes proporciones (Carrillo, 2000, p. 51).
A medida que avanzaban hacia el norte y bajo el argumento de la guerra justa, los españoles emprendían represalias que incluían incursiones contra pueblos recién establecidos por los misioneros, secuestro de infantes y captura de esclavos. Los religiosos, que después de una larga labor de convencimiento lograban atraer a los naturales a las nuevas congregaciones, denunciaron esas prácticas ante el rey (Santa María, 1999, p. 207). Al alzar la voz para argumentar que la verdadera pacificación no llegaría a través de la guerra y la captura de esclavos, misioneros y autoridades eclesiásticas iniciaron el debate sobre la guerra chichimeca en el que los mejores hombres del reino discutieron sobre la justicia que asistía a las acciones de los españoles contra los indios rebelados, atacando sus poblaciones sin distinguir a los insumisos de los pacíficos y esclavizando por igual a hombres, mujeres y niños (Carrillo, 2000, pp. 33-50). Fue justamente en el contexto del enfrentamiento entre los partidarios de la guerra a sangre y fuego y aquellos que preferían medios pacíficos, cuando la Audiencia de Guadalajara ordenó, en 1563, el establecimiento de una villa para protección a los pasajeros que tenían que cruzar uno de los parajes más expuestos entre el Río Lerma y las minas de Zacatecas (Becerra, 2008, p. 75).
Los primeros años de la villa de Santa María de los Lagos estuvieron marcados por la zozobra y la precariedad, tanto por el peligro que entrañaba la cercanía de los chichimecas, como por la escasez de trabajadores indígenas. Los veintiséis vecinos iniciales no pudieron recibir más que la ayuda de unos cuantos indios sedentarios que vivían a unas ocho leguas a la redonda (Chevalier, 1975, p. 84). En estas condiciones resultó muy difícil levantar la infraestructura básica para la villa. La prioridad había sido el presidio mientras se retrasó la construcción de otras obras. Los dueños de las estancias y labores de los alrededores se esforzaban también por conseguir mano de obra y habían logrado atraer algunos indios. Los obstáculos que presentaban para mantenerse como puesto de avanzada, alejados de cualquier establecimiento español que pudiera acudir en su socorro, debieron obligar a no pocos de aquellos primeros alteños a desistir de la empresa (Becerra, 2008, pp. 107-108). En lo que respecta a la administración de sacramentos en Lagos, la primera mención de un eclesiástico nombrado por el obispo de Guadalajara señala que Juan de Cuenca era cura y vicario en 1564 y hay noticias de que la villa tuvo otros tres párrocos antes del fin de esa década.20
Al prolongarse las hostilidades de los chichimecas, la situación para la villa no mejoró. Para 1585 el teniente de alcalde mayor de los Pueblos Llanos declaró que solo quedaban catorce vecinos (Acuña, 1988, p. 301). En estas circunstancias, la permanencia de una cabecera parroquial revestía especial importancia para la población, de aquí que fuera un asunto de la mayor consideración para su cabildo y regimiento que, ante la apatía de las autoridades diocesanas para nombrar cura beneficiado, decidió elevar su petición al Concilio.
La corporación no se limitó a enviar su solicitud, sino que consideró necesario fundamentarla con un documento de validez jurídica o información en la que aparecen reunidas las declaraciones de testigos juramentados, certificadas conforme a derecho. Esta pieza, incluida en el memorial, está integrada por el testimonio de seis informantes acerca de las circunstancias y los hechos referidos. Ante el escribano y los testigos requeridos para ello, presentaron su testimonio el alcalde del presidio de la villa mariana, un vecino de las minas de Tlapujahua, otro de las minas de Guanajuato y uno más de la villa de León, así como un soldado del presido de Aguascalientes y un carretero de bueyes que frecuentaba la zona. Todos ellos habían conocido y visitado Lagos desde tiempo atrás y fueron interrogados siguiendo el procedimiento establecido, con apego a las preguntas propuestas por el procurador del cabildo (Manuscritos, 2006, pp. 207-221).
Examinados entre el 2 de enero y el 16 de marzo de 1585, los testigos coincidieron en sus declaraciones al señalar que en sus primeros años Santa María de los Lagos contó con más de cuarenta vecinos, todos ellos gente honrada que había podido sobrevivir con el producto de sus labores y crianzas y que siempre habían pagado los diezmos a la iglesia mayor de Guadalajara. Los tres primeros señalaron que éstos rebasaban los 800 pesos anuales. El soldado de Aguascalientes declaró ignorar a cuánto ascendía esa contribución y los otros informantes dijeron que era “mucha cantidad de pesos en oro” y que con ellos se seguía “mucho provecho y aumento a la renta de la iglesia catedral”. También fue unánime su opinión al señalar las dificultades y la pobreza que enfrentaban los pobladores de la villa a causa de los constantes saqueos de los indios bravos y de las muertes que causaban, al punto que para esos momentos quedaban solo catorce o quince vecinos, en tan graves condiciones, que no podían sustentar a un sacerdote.
Los testimonios presentados insisten en dos cuestiones fundamentales, el emplazamiento de la villa en un sitio muy expuesto a los ataques chichimecas y, por esta misma razón, estratégico para la protección de viajeros y conductas sobre el camino a las minas del norte, y las constantes salidas que tenían que hacer sus pobladores para auxiliar a los pasajeros y ahuyentar a los rebeldes. Los argumentos presentados en el memorial quedaban así comprobados.
La corporación laguense, no solo defendía su derecho a contar con un ministro que le proporcionara el pasto espiritual, además estaba al tanto que la Corona y sus representantes faltaban a sus obligaciones, dado que ellos cumplían puntualmente con la obligación de pagar el diezmo.
Juan Becerra, vecino y procurador de esta villa de los Lagos, parezco ante vuestra merced y digo que habrá veinte y dos años o más tiempo, más de cuarenta vecinos, todos los más gente honrada y de calidad y cantidad, donde han hecho mucho servicio a Dios Nuestro Señor y a su Majestad, así en la resistencia y contradicción que a los chichimecas se han hecho en sus [a]saltos y robos, como en otras muchas cosas, y donde todos por la mayor parte han vivido y viven de labores, donde continuamente han pagado y pagan sus diezmos y primicias, de que se le ha seguido y sigue mucho aumento y provecho a la iglesia catedral de la ciudad de Guadalajara y aunque por nosotros ha sido muchas veces pedido nos den sacerdote y doctrina a costa de los dichos diezmos, como es uso y costumbre, y los señores de la dicha iglesia no lo han querido hacer, antes nos han hecho y hacen y a ello nos constriñen, que demos nuestras haciendas a los sacerdotes que nos administran los santos sacramentos, de que se ha seguido venir la dicha villa a tanta diminución y pobreza de vecinos y hacienda, que no nos podemos sustentar a nosotros ni menos podemos sustentar sacerdote cabildo (Manuscritos, 2006, p. 208).
La guerra y la disminución de los vecinos, entre otras causas, habían vuelto insostenible la situación de la villa. Circunstancia que se agravó por el abandono de las autoridades eclesiásticas, lo que dejó a sus habitantes sin un cura que administra los sacramentos con la consecuencia de que “hay muy pocos vecinos y los que están, con mucho deseo de irse de aquí, porque no pueden sufrir los trabajos y su[b]sidios que tienen” (Manuscritos, 2006, p. 214).
Cabe señalar que ni el memorial, ni los testigos apuntan que hubiera sido un prelado el culpable del desamparo de la feligresía, sino que se refieren a “la catedral” y “a los señores de dicha iglesia”. De esta manera se observa una clara alusión al Venerable Deán y Cabildo Sede Vacante, la corporación que desde la muerte del obispo Francisco Gómez de Mendiola, ocurrida en 1576, había asumido el gobierno de la diócesis. En ausencia de un pastor, los capitulares habían usufructuado todas las vías disponibles para aumentar sus ingresos, entre ellas retener los cuatro novenos de los curas. Tras siete años en esas circunstancias, al arribo del nuevo obispo se negaron a obedecer la orden de suspender esa práctica (Becerra, 2016, pp. 308-309). Así lo comunicó en 1583 fray Domingo de Alzola al rey en una de sus primeras cartas, en la que afirmó que los integrantes del cabildo rechazaban las disposiciones existentes para las catedrales, especialmente en lo tocante a no quedarse con la parte de los diezmos señalados para los párrocos:
en muchas cosas y especialmente en aquellas que más a ellos en el interés, trabajo o humildad tocan, no guardan la erección de estas iglesias… Muchas cosas he mandado guarden y cumplan, como en la dicha erección les está mandado, especialmente acerca de no llevar ellos la parte de los diezmos… señalada para los beneficiados y curas de las parroquias del obispado (Cuevas, 1928, p. 116).
Para concluir que los señores prebendados y canónigos tenían bien conocidos los recursos para eludir los esfuerzos del prelado mediante “apelaciones y pleitos perpetuos”, con lo que sólo se lograba que el obispo desperdiciara en ello el tiempo que podría invertir en la predicación y la conversión de los naturales. Desde el primer momento debió percibir el obispo las dificultades que entrañaría el trabajo con un cabildo que no había tenido pastor durante largos años. Probablemente esta había sido una de las razones que le llevaron a pedir a los vecinos de Nieves y al capitán Río de Losa, y tal vez a los regidores de Lagos, que enviaran sus peticiones los padres conciliares, cuya autoridad debería resultar más difícil de refutar.
Al regreso a su sede episcopal una vez concluido el Concilio, fray Domingo de Alzola puso manos a la obra para llevar a la práctica las disposiciones recién aprobadas. Para ello habría que superar las resistencias de los capitulares que, en sesión del 20 de marzo de 1586, acordaron apelar los estatutos “que el señor obispo ha publicado sacados del sínodo de México”, en cuanto a las penas y “en aquellas cosas que más convengan”.21
Diezmos y manutención de los curas en el obispado de Guadalajara
Tras debatir la cuestión y escuchar las intervenciones de los consultores, el Tercer Concilio Provincial, en apego a las disposiciones tridentinas respecto a que el sustento de los curas y ministros por derecho divino debía estar a cargo de aquellos a quienes servían, resolvió mantener lo establecido en cuanto a la obligación de los fieles de pagar diezmos y primicias (Decretos, 2009, p. 478). De esta forma las disposiciones mexicanas consideraron los cuatro novenos para dar solución al problema según los señalamientos de la real cédula de 1541 (Manuscritos, 2006, p. 697).
Sin embargo, los padres conciliares tenían claro que eso no bastaría para asegurar la subsistencia de los beneficiados y que las circunstancias tan dispares de las distintas diócesis y parroquias novohispanas no admitían una misma solución. La realidad indicaba que era imposible establecer un régimen unificado. Además de los memoriales aquí analizados, durante las sesiones de 1585 se habían presentado también las posturas de los curas beneficiados, de los representantes de las órdenes religiosas, de los cabildos catedrales y de las repúblicas de indios de distintas latitudes, cada una de ellas proponiendo arreglos diferentes con base en las prácticas y costumbres locales. Tal diversidad hacía muy difícil cualquier posibilidad de unificación. De aquí que las disposiciones finales se decantaran por la implementación de medidas en función de las necesidades de cada lugar (Aguirre, 2015a, p. 200).
Las solicitudes de las feligresías neogallegas y la de Xiquipila reclamando que con sus diezmos de cubrieran los salarios de sus curas confirman que la diversidad fue el rasgo dominante respecto al sostenimiento de los curas párrocos. Frente a esa postura, religiosos y repúblicas de indios del centro y sur de la Nueva España que llevaban ya varias décadas en la evangelización y la administración de sacramentos defendieron el sistema de trabajo y limosnas que habían creado. En los territorios chichimecas, sin una red de conventos ni doctrinas, no existía esta posibilidad, por tanto, el prelado tuvo que acudir a los recursos existentes, cuyos montos, de acuerdo con lo señalado en los memoriales, eran suficientes para cubrir las cantidades establecidas anualmente para los curas beneficiados.
La solución encontrada por el Concilio para evitar conflictos que hubiera resultado imposible resolver fue depositar en manos de los obispos la aprobación final respecto a las fuentes y montos que debían recibir los párrocos para su mantenimiento a partir de dos principios centrales: los ingresos de los curas dependerían de las aportaciones de los fieles y era el obispo el responsable de cuidar cualquier tipo de abuso por parte de los ministros (Aguirre, 2015a, p. 196). Con esta fórmula los cuatro novenos de los párrocos se aplicarían de manera distinta en cada lugar, para lo cual el juego de equilibrios entre feligresía, pastor y cabildo catedralicio resultaría crucial, mientras la real hacienda continuó con su política de reducción de sus aportaciones para conventos y doctrinas.
Considerando este marco, cobra especial relevancia la necesidad de nuevos estudios para atender a las condiciones que se presentaron en cada provincia eclesiástica y evitar caer en generalizaciones (Aguirre, 2015b, p. 45). Los casos aquí analizados apuntan en ese sentido al mostrar que no se puede extender a todo el territorio novohispano la afirmación de que el diezmo quedó relegado en el modelo que rigió los ingresos para el clero secular (Aguirre, 2015a, p. 201).
La única respuesta directa a los memoriales analizados que se ha podido rastrear es el nombramiento del presbítero Hernando de Pedroza como cura beneficiado de Santa María de los Lagos, el 28 de octubre de 1585. Pedroza era un personaje que contaba con experiencia en el norte novohispano. Había entrado a tierra chichimeca años antes, como capellán de la expedición de Francisco de Ibarra, enviada por el virrey Luis de Velasco (Cuevas, 1928, p. 375) y en 1583 había sido cura y vicario de “la villa de San Miguel y Santiago y Sinaloa”.22 Hay indicios, además, de que tras su estancia en la capital virreinal, el obispo Alzola retomó el itinerario de su visita pastoral, interrumpida para asistir a la al Concilio, y estuvo en Lagos el 15 de enero de 1586 (Dávila Garibi, 1957, p. 461). Se desconoce el número de párrocos nombrados por el obispo neogallego hasta su muerte, ocurrida cuatro años más tarde y tampoco hay información acerca de nuevas peticiones de parte de los feligreses. Lo que ha podido comprobarse es una marcada diferencia en la actividad del cabildo sede vacante anterior a la llegada del prelado dominico, cuando solo había expedido un nombramiento, y la desarrollada tras su deceso, cuando se observa una mayor preocupación por enviar clérigos a todos los beneficios. Entre el 2 de marzo y el 29 de diciembre de 1590 el cabildo tapatío nombró veintitrés curas para atender villas, pueblos y reales de minas, un número que rebasa con mucho las provisiones de años anteriores. De todas ellas solo tres, Etzatlán, Guachinango y Villa de Purificación, se ubicaron fuera de la frontera Chichimeca (Becerra, 2016, pp. 313-314).
Las decisiones adoptadas por fray Domingo de Alzola tras la celebración del Concilio se mantuvieron en los siglos siguientes. Al iniciar el siglo XVII el obispo de Guadalajara informó que entre las parroquias que disfrutaban los cuatro novenos estaban Santa María de los Lagos, el Asiento del Capitán Lois y la estancia del Comendador Rodrigo del Río (Mota y Escobar, 1940, pp. 122, 182 y 183). Respecto a la primera señalaba la entrega, además, del noveno y medio para la fábrica. “Tiene una sola iglesia que es la parroquial y un beneficiado clérigo, que se provee conforme a la cédula del Patronato Real por el presidente de este reino; su salario sale de los cuatro novenos de los diezmos de esta villa y la fábrica y gastos de la iglesia sale de su noveno y medio, que todo se paga por entero” (Mota y Escobar, 1940, p. 122).
La aplicación de los cuatro novenos para el sostenimiento de los párrocos en la frontera chichimeca no se limitó a aquellas feligresías que presentaron memoriales ante el Tercer Concilio. Entre las villas que contaron con este recurso estuvieron las de Nombre de Dios, Durango y la lejana Saltillo (Mota y Escobar, 1940, pp. 180, 192 y 163) e igual situación se presentaba en las minas de Guanceví (Mota y Escobar, 1940, p. 183) lo que constituye una notable excepción y vincula a la figura de Río de Losa en su calidad de propietario, pues en ese tipo de establecimientos eran los mineros quienes se hacían cargo del salario de los párrocos como ocurría en los reales de Nieves, San Martín, Fresnillo y Sombrerete cuyos beneficiados, nombrados conforme al real patronato, eran pagados por los mineros y vecinos (Mota y Escobar, 1940, pp. 173, 176 y 183). No todos los centros plateros tenían el mismo régimen, por ejemplo, las minas de Avino tenían capellán “con particular comisión del obispo”, sostenido por el minero del lugar (Mota y Escobar, 1940, p.194).
Conclusiones
Los memoriales con peticiones relativas a la provisión y sostenimiento de párrocos y al destino de los diezmos aportan nuevos elementos para comprender la complejidad que revistió la consolidación del gobierno espiritual en los mundos ibéricos. Al mismo tiempo, muestran un aspecto hasta ahora desconocido respecto a la presencia de curatos seculares en el finisterre norte y sur novohispano y su relevancia para el establecimiento y consolidación de nuevas pueblas, demostrando que conquistadores y colonizadores también solicitaban clérigos para la administración de los sacramentos ante sus prelados. Se trata de la participación de los hombres ricos y poderosos de la frontera chichimeca, así como de una república de españoles y de un clérigo y terrateniente del obispado de Chiapa, todos decididos a reclamar el cumplimiento de las disposiciones reales para el sostenimiento de los eclesiásticos. Los cuatro casos tuvieron como punto de partida la preocupación por asegurar la atención espiritual para núcleos recién establecidos, fueran estos villas o estancias en los confines septentrionales o en la provincia de Chiapa. Constituyen también testimonios acerca de las condiciones en que se configuraban los obispados y de las dificultades que afrontaron los representantes de la Corona y los pobladores para negociar un régimen parroquial que no podría sostenerse sin asegurar a los curas beneficiados ingresos suficientes para su manutención.
Los memoriales analizados fueron presentados ante las autoridades conciliares por autores no eclesiásticos sino legos que, sin embargo, estaban enterados de los temas que la monarquía y sus representantes en Indias debatían en esos momentos. Es este un sector de la población que refleja también la fisonomía de una Iglesia novohispana que dejaba atrás su etapa fundante para entrar a un nuevo periodo de institucionalización acorde con los decretos del Concilio de Trento y de la Ordenanza del Patronato, en dos temas esenciales: la atención de los fieles a través de la provisión de curas beneficiados y las dificultades para el avance de una iglesia de los obispos, que exigía contar con nuevas vías para el sostenimiento de los párrocos seculares.
Los cuatro memoriales se refieren a un aspecto poco tratado por la historiografía, el que no estuvo encaminado a la evangelización de los indios, y muestran una etapa temprana del proyecto de construcción de una iglesia jerárquica según los mandatos tridentinos y de la aplicación de las disposiciones de la Corona para su organización económica en la cual la administración de los diezmos era un elemento medular. Los cuatro hacen referencia a la atención de población no indígena. En ninguno de ellos aparece mención alguna a la evangelización de los chichimecas o de los zoques del valle de Xiquipila. El punto nodal radica en el agravio que reciben los feligreses al tener que contribuir dos veces para el mantenimiento de un párroco. Al mismo tiempo dan cuenta del proceso de poblamiento que tenía lugar hacia 1585 y muestran que a pesar de la guerra y de las difíciles condiciones prevalecientes, el número de almas en ambos confines de la Nueva España experimentaba un constante de aumento, lo que plantea ante los obispos otros aspectos que deben enfrentar, como la necesidad de atender a la población hispana al mismo tiempo que a los indios y los africanos, ahora como proyecto de las catedrales y con una menor presencia de órdenes regulares.
En cuanto a la puntual provisión de parroquias, la documentación señala la importancia del clero secular en la atención de los fieles, aun en el obispado de Chiapa, donde se ha considerado que la orden de los predicadores había logrado una importante presencia durante todo el siglo XVI. Por tanto, las solicitudes presentadas 1585 abren caminos para replantear y enmarcar en su justa dimensión la afirmación sobre la limitada participación del clero secular en el temprano mundo novohispano (Ricard, 1986, p. 36). En particular, el hecho de que tres de las peticiones fueran remitidas por habitantes de la frontera chichimeca, llama la atención sobre la importancia de los clérigos en los procesos de poblamiento y pacificación que tenían lugar en esa zona. Aunque desde el siglo XVIII el historiador neogallego Mota Padilla (1973) señaló que, una vez terminada la guerra del Mixtón, la mayor parte de los curatos en tierras chichimecas eran administrados por seculares, aún está por escribirse la historia de la Iglesia neogallega en la segunda mitad del XVI.
Por otra parte, los memoriales presentados ante las autoridades reunidas en 1585 corroboran los constantes señalamientos de los primeros prelados de casi todas las diócesis novohispanas sobre la escasez de ministros y sobre los efectos que acarreaban las frecuentes y prolongadas sedes vacantes, características de los primeros años virreinales, que se traducían en descuido de los cabildos para atender a la provisión de parroquias y que, combinadas con los malos manejos de las rentas decimales causaban serias preocupaciones a los prelados y el reclamo de los fieles. Si bien en general puede señalarse que los cabildos catedralicios lograron su objetivo al no haber un pronunciamiento claro del Tercer Concilio Provincial para volver obligatorio el reparto de los diezmos conforme a lo establecido por la real cédula de 1541 (Aguirre, 2014, p. 34), en el obispado de Guadalajara fueron varios los curatos que, como resultado de sus demandas ante el Tercer Concilio Provincial y de la decisión de fray Domingo de Alzola de limitar los espacios que habían gozado los capitulares, ganaron para sus beneficiados la entrega la parte que les correspondía y, además, aseguraron la presencia de un ministro a pesar de las condiciones de lejanía o conflicto que se presentaban.
Finalmente debe mencionarse que las peticiones al Concilio analizadas constituyen una muestra de que los conflictos y negociaciones para la construcción de la Iglesia novohispana no tuvieron como únicos participantes al clero regular y secular, sino también a otros grupos e intereses. Los feligreses, tanto indios como hispanos, no dudaban en hacer oír su voz ante lo que consideraban un descuido y un abuso del cabildo catedral respecto a la provisión y sostenimiento de sus pastores.
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AHCEG Archivo Histórico del Cabildo Eclesiástico de Guadalajara
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Notas
1 El término doctrina es utilizado en la historiografía colonial para señalar los pueblos cabecera donde residían uno o más religiosos que tenían a su cargo la catequesis y la administración de los sacramentos para sus habitantes. Una doctrina podía atender a varios pueblos circundantes a los que se denominaba visitas. Por tanto, el mismo término denomina a la cabecera (pueblo doctrina) donde se localizaba la iglesia o convento principal y también al territorio atendido desde allí (Real Academia Española, 1732).
2 La voz parroquia se define como un territorio con límites claramente establecidos, donde un pastor con la potestad espiritual de atar y desatar administra los sacramentos y ocupa el lugar del obispo en la cura de almas. Toda parroquia debía ser erigida con autorización papal o del obispo (Diccionario, 1853).
3 Se denominó curas mercenarios a aquellos clérigos nombrados para atender una parroquia por virreyes, gobernadores o encomenderos. Estos títulos no tenían condición de perpetuidad, ni un estipendio vitalicio (Mazín, 2010, p. 52).
4 En realidad, en las últimas décadas del siglo XVI los montos que recibían los párrocos variaban. En la mayoría de los partidos eran solo 150 pesos de minas, pero había algunos donde los titulares recibían únicamente 100 pesos, mientras que otros alcanzaban los 200 (Schwaller, 1985, p. 95).
5 Archivo General de Indias [AGI], Guadalajara, 355, Cuaderno 5.
6 La silla episcopal tuvo que trasladarse de Compostela a Guadalajara, por lo que no tuvo asiento definitivo hasta 1560. El mismo camino recorrió la Real Audiencia. La ciudad de Guadalajara tuvo tres emplazamientos anteriores antes de llegar a su ubicación final en 1542 en el valle de Atemajac (Becerra, 2016, pp. 266-267 y 297).
7 AGI, Guadalajara 55, Relación de Lorenzo López de Vergara, 1578. Véase Román, 1993, pp. 265-267. La relación señala cuáles eran los lugares atendidos por religiosos. Aparece una nota para indicar que el curato de Ávalos incluía otras diez cabeceras alrededor del lago de Chapala, también atendidas por franciscanos.
8 Aunque no aparecen mencionados en la información de 1578, los franciscanos recorrieron territorios zacatecanos desde la década de 1550. Hay datos que señalan atendían a los indios del pueblo de Analco, aledaño a Durango, desde 1565 además de tener presencia también en Topia, San Bartolomé y Sombrerete (De la Torre y Fuentes Jaime, 2016, pp. 334-335).
9 AGI, Guadalajara 55, Relación de Lorenzo López de Vergara, 1578. Véase Román, 1993, p. 269.
10 Distrito neogallego ocupado por rancherías dispersas de zacatecos y guachichles en los límites de los estados actuales de Zacatecas y Durango, sobre la cuenca del río Grande, hoy río Aguanaval. La mayor parte de su territorio pertenece hoy al municipio zacatecano Francisco R. Murguía (Gerhard, 1996a, p. 148).
11 Hoy en territorio del municipio de Río Grande, Zacatecas.
12 Al sur de Nieves, en el actual municipio de Río Grande Zacatecas.
13 Actualmente en el municipio del mismo nombre en la región norte del estado de Durango.
14 En los límites de los actuales estados de Durango y Chihuahua.
15 Hoy municipio Guanceví, al norte de Durango.
16 En el municipio de Sombrerete, Zacatecas.
17 Una legua equivale a 4.2 kilómetros.
18 Hoy ciudad de Oaxaca.
19 Actualmente Jiquipilas es la cabecera del municipio del mismo nombre, al oeste del estado de Chiapas.
20 Archivo General de la Nación [AGN], Inquisición, vol. 71, exp.1. Proceso contra Pedro Núñez de Villavicencio, cura de Lagos.
21 Archivo Histórico del Cabildo Eclesiástico de Guadalajara [AHCEG], Libros de Actas del Cabildo [LAC], vol. 3, f. 17v.
22 AHCEG, LAC, vol. 3, f. 3f.