Legados controvertidos. La venta y conflictos sucesorios del oficio de tesorero de la Real Casa de Moneda de México

Controversial legacies. The sale and succession conflicts of the office of treasurer of the Royal Mint of Mexico

Felipe Castro Gutiérrez
Instituto de Investigaciones Históricas
Universidad Nacional Autónoma de México

Fecha de recepción: 4 de enero de 2024

Fecha de aprobación: 7 de marzo de 2024

RESUMEN: Este artículo aborda las situaciones derivadas de la venta y sucesiones del oficio de tesorero de la Real Casa de Moneda de México entre 1581 y 1732. Examina las enajenaciones en pública almoneda, las disputas entre herederos y acreedores, así como varios alegatos sobre el carácter de los oficios, los derechos de propiedad y las relaciones entre el rey y sus súbditos. Asimismo, discute la forma en que la Corona procuró mantener un difícil equilibrio entre sus intereses fiscales y las ambiciones particulares, hasta llegar finalmente a la confiscación de la tesorería de la ceca. Concluye que la venta de oficios representa un espacio fluido, de transacciones y negociaciones entre el gobierno y las elites locales, que debe ser estudiado “desde abajo” para su más completa comprensión.

Palabras clave: Venta de oficios, Casa de Moneda, Real Hacienda, Nueva España, Gobierno y justicia

ABSTRACT: This article addresses situations arising from the sale and successions of the office of treasurer of the Royal Mint of Mexico between 1581 and 1732. It examines the sales in public auctions, disputes among heirs and creditors, and various arguments regarding the nature of offices, property rights, and the relationships between the king and his subjects. It also discusses how the Crown sought to maintain a delicate balance between its fiscal interests and private ambitions, leading finally to the confiscation of the treasury of the mint. The article concludes that the sale of offices represents a fluid space of transactions and negotiations between the government and local elites, which must be studied 'from below' for a more comprehensive understanding.

Keywords: Sale of offices, Royal Mint, Royal Treasury, New Spain, Government and Justice

Este artículo se ocupa de los complejos conflictos que conllevó la venta y sucesiones del oficio de tesorero de la Real Casa de Moneda de México. Se aborda desde su venta en pública almoneda en 1581, pasando por su agregación a un mayorazgo, las acres disputas entre herederos, la posterior incorporación en los bienes de una influyente familia y el juicio intentado por “lesión enormísima” a la Real Hacienda, hasta la confiscación ocurrida cuando todos los cargos de la ceca pasaron a ser parte directa del real patrimonio en 1732. Estos pleitos con frecuencia se enlazaban unos con otros y llegaron a ser más duraderos que la vida de los querellantes iniciales. Conviene verlos, por tanto, en su conjunto, en su larga duración.

Los casos estudiados muestran la manera en que la Corona intentó regular los nuevos usos e inesperadas prácticas que los adquirentes daban a los oficios puestos en remate. También dan cuenta de las pugnas a que daba lugar la difícil confluencia de las conveniencias fiscales con las ambiciones particulares, así como de la discusión sobre la variable naturaleza de estos oficios, entre una concesión condicionada, temporal, y una apropiación privada, vitalicia y hereditaria.

El trabajo reconstruye y comenta las fases consecutivas de estos litigios, pero más que sus resultados, pretende dar razón de los intereses que se hallaban en el trasfondo. Se trata de familias, como los Vera y los Medina, que procuraban tener los recursos para sostener su influencia y preservar su patrimonio a través de las generaciones. Había igualmente personas e instituciones que buscaban beneficiarse de los contratos por medios indirectos, mediante acuerdos particulares con los titulares del oficio. Son dinámicas relevantes, tanto en sí mismas como porque indirectamente permiten apreciar situaciones relacionadas con los negocios y las relaciones sociales de la época. Importa, también, examinar los argumentos y narrativas empleadas por los litigantes, porque en ocasiones se remitían a temas que tenían que ver con el carácter del gobierno y sus relaciones con los súbditos. Lateralmente, el artículo ilustra parte de la historia temprana y menos conocida de la ceca mexicana, aunque no es su propósito en sentido estricto.

Los acontecimientos han sido en parte considerados por algunos autores. Hoberman se ocupó de las redes sociales de las grandes familias y proporciona un cuidadoso resumen de los litigios relacionados con el linaje de los Vera (Hoberman, 1991, p. 248); Alvarado Morales aportó datos valiosos sobre esta misma familia a partir de fuentes notariales (Alvarado Morales, 1979); en un trabajo previo me referí en general a los oficios de la ceca (Castro Gutiérrez, 2012, pp. 45-74). No hay un estudio específico que siga la enredada evolución del caso a lo largo de este extenso periodo, la participación de la influyente familia Medina, así como las diversas implicaciones (sociales, políticas, jurídicas) de estos conflictos.

Sobre ventas de oficios y herencias

Desde fechas tempranas los reyes recompensaron con oficios lucrativos en sus reinos indianos a personas que tenían influencias o cargos en la corte, a los descendientes de conquistadores y primeros pobladores, así como a miembros de las “familias” extensas de los virreyes. La Corona procedió paulatinamente a convertir en venales estos nombramientos y acabó por crear un ramo más de la Real Hacienda, el de “oficios vendibles y renunciables”, a pesar de las inquietudes sobre su moralidad y conveniencia (García García, 2006). La teórica excepción fueron los oficios “de jurisdicción”, como los de oidores o alcaldes mayores, aunque hubo procedimientos más o menos encubiertos para hacerlo incluso en estos casos, por la vía del “beneficio” (Sanz Tapia, 2007, pp. 33-57).

Las urgencias fiscales, la práctica administrativa y las demandas de los adquirentes fueron moldeando un conjunto de disposiciones. El 23 de noviembre de 1581 se permitió que quienes hubieran adquirido o adquirieran un oficio, no solo los conservaran de forma vitalicia, sino que también tuvieran la facultad de “renunciarlos” (esto es, cederlos) por “otra vida” a un tercero. El 14 de diciembre de 1606 el monarca dio “licencia y facultad” para que las renuncias pudieran ser las veces que quisieren los poseedores, de manera libre, pagando la mitad del valor en la primera sucesión y un tercio en las siguientes; las partes restantes pertenecían a los sucesores del renunciante. Había otros requisitos: el titular debía vivir veinte días después de su renuncia y la plena posesión necesitaba de la real confirmación. Existía un plazo de cinco años para conseguir esta confirmación y pagar las correspondientes obligaciones. En principio se exigía que el beneficiario fuese mayor de 25 años y en algunos casos, como escribanos y notarios, se requerían títulos formales (Tomás y Valiente, 1972, pp. 151-153 y 173-177; Gayol, 2020, pp. 307-310).

El incumplimiento de alguno de los requerimientos podía dar lugar a que el fiscal pidiera el decomiso del oficio y puesta en nuevo remate. Esto convenía a la Real Hacienda porque percibía la totalidad de lo ofrecido. En todos estos aspectos se aprecia que la propiedad de los oficios estaba sometida a diversas condiciones; es un tema que en la época dio objeto a polémicas y convenios, como se verá adelante.

El posterior cálculo del pago del medio o el tercio en las sucesiones podía implicar oscilaciones respecto del monto originalmente fijado como valor del oficio. Esta cantidad no se obtenía de una revisión contable de egresos e ingresos, sino de una “información” a la que se citaban valuadores, que generalmente eran oficiales de la Real Hacienda, mercaderes o personas que debido a sus ocupaciones tenían conocimiento de los provechos. Con este fundamento, el fiscal de lo Civil proponía y el virrey aprobaba un valor que casi siempre se ubicaba en las sumas más elevadas establecidas por los peritos (García García, 2008).

Las ofertas de los “ponedores” venían frecuentemente acompañadas de diversas peticiones de “gracias” o mercedes. Es un aspecto donde se aprecia que las ventas no tenían reglas del todo fijas y rígidas, sino que era posible cierta negociación en cada caso. Estas concesiones se acumulaban con el tiempo porque los ocupantes de oficios pedían rutinariamente que los privilegios de sus antecesores también les fueran aplicables.

Así, muchos oficios se convirtieron en hereditarios mediante el recurso a la renuncia y, en algunos casos, a la merced de que se hiciera la cesión por vía testamentaria. Esto implicaba que estuvieran sujetos a la normativa particular del régimen de herencias. La legislación protegía a los hijos (sin distinción de sexo) reservándoles en principio cuatro quintos de los bienes; pero el testador podía apartar un tercio (o sea un 26.6%) para dar una “mejora” a alguno de ellos. El quinto restante era de libre disposición y empleado para donativos piadosos, así como gastos de entierro, misas por el alma del difunto u otros fines personales. El remanente del quinto podía también ser entregado a alguno de los hijos, que de este modo recibía casi la mitad del patrimonio. No habiendo hijos u otros descendientes directos, heredaban los padres y no los hermanos. A falta de unos y otros, entraban los parientes colaterales, según su grado de afinidad. Los bienes que la esposa había aportado al matrimonio, incluyendo su dote y herencias, corrían por cuenta aparte. En vida esta “legítima materna” la administraba el marido, pero a la muerte de su esposa pasaba a los hijos en la forma referida (Zárate Toscano, 2000, pp. 31-33).

El heredero representaba los derechos y obligaciones del difunto; en ocasiones, esto implicaba la aceptación de adeudos y la posibilidad de ser objeto de demandas civiles. Por esa razón podía aceptar la herencia “con beneficio de inventario”, es decir, que pagaría deudas solamente hasta el monto recibido. Esto era lo que hacían normalmente las viudas o las hijas casadas para no afectar el patrimonio familiar (Muñoz García, 1991, pp. 457-458).

Era forzoso nombrar un albacea para que cuidara, administrara, pagase adeudos y mandas, hiciera los trámites correspondientes ante la justicia o la real hacienda y, finalmente, repartiera los bienes. Era usual que los esposos se nombraran mutuamente como albaceas, con algún asociado de confianza. Cuando alguno de los herederos era menor o una mujer, se designaba un tutor o curador para que actuara en su nombre (Zárate Toscano, 2000, pp. 46-48).

Las personas de buenos recursos ocasionalmente aspiraban a crear un mayorazgo por el cual se “vinculaban” o separaban bienes del conjunto en favor del mayor de los hijos, aunque siempre debían dejar los suficientes “bienes libres” para el sustento de los demás descendientes. Como ha comentado Melero, de cierta manera se trataba de una “democratización” de la aristocracia, porque, aunque el mayorazgo era de rigor con la nobleza, no se requería probarla para su creación (Melero, 2022). Si fallecía prematuramente el primogénito, la herencia iba con los demás varones en orden de edad. Si no había descendencia masculina directa, las correspondientes constituciones fundadoras preveían distintas soluciones, ya sea que pasaran por las hijas en orden de edad, los nietos, o bien los varones (o incluso las mujeres) de las ramas colaterales más cercanas. La creación requería de una aprobación gubernamental que no era sencilla de obtener e implicaba fuertes costos (Escriche, 1993, pp. 422-427).

El legado de la tesorería

El oficio de tesorero de la Real Casa de Moneda de México data de su creación en 1535. Era responsable de la buena marcha del establecimiento, recibir los metales, ver que fuesen correctamente ensayados, fundidos y acuñados para entregar finalmente las monedas a los introductores. Por otro lado, no era propiamente un director, sino el primero y más importante de los oficiales. Aparte del prestigio que conllevaba estar a cargo de una de las regalías del monarca, el oficio venía con la prerrogativa anexa (desde 1613) de ser regidor del ayuntamiento de México, con voz y voto. En los actos públicos, tenía asiento con los oficiales de la Real Caja de la ciudad, lo cual era honor muy apreciado.

Los tesoreros no recibían un salario, sino que se beneficiaban de un porcentaje de los derechos de acuñación, que era de dos reales por marco (Castro Gutiérrez, 2012, pp. 59-61). No hay referencias de su monto para fechas tempranas porque no necesitaban presentar informes de lo acuñado ni entregar cuentas para su inspección. En 1713 el alférez Francisco Díaz de Tagle (quien había sido encargado del comercio de su tío, el gran mercader de plata Luis Sánchez de Tagle) declaró que, según su experiencia, los derechos del tesorero sumaban unos 42,000 pesos anuales, a los que debía agregarse lo percibido de la labor de los esclavos de su propiedad, que eran otros 9,000 pesos. De estos totales había que descontar el gasto del sustento y reemplazo de los esclavos (cuya mortalidad era elevada), pago de los tenientes, guardas y herreros, los insumos necesarios de la labor (como carbón, leña), mantenimiento del edificio y herramientas, la “merma” o pérdidas del mineral en el proceso de producción de moneda, que calculaba en 20 o 22,000 pesos anuales.

En esta misma información, José de Pereda Palacio, tesorero interino, estimó que a partir del precio pagado previamente por el oficio (300,000 pesos más 18,000 de media annata y otros gastos) los provechos anuales debían estimarse entre el 9 y el 11%, aunque siempre sujetos a las inevitables incertidumbres de la producción mineral.1 Los cálculos eran, grosso modo, coincidentes. Como puede observarse en la Tabla 1, se trataba de beneficios por los que los adquirentes estaban dispuestos a pagar grandes sumas.

Tabla 1. Remates, sucesiones y valor contable del oficio

Año Beneficiario Valor en pesos
1584 Juan Luis de Ribera 130,000
1607 Melchor de Vera 250,000
1630 Juan Lorenzo de Vera 275,000
1663 Francisco de Medina Picazo 240,000
1704 José Antonio Medina Velasco 300,000
1713 José Diego de Medina Saravia 300,000

Fuente: Elaboración propia a partir de los documentos citados en este artículo.

El presidente del Consejo de Indias, conde de Osorno, fue designado tesorero en 1538. Cedió el título a su hijo Pedro Manrique de Lara, que luego pasó a su nieto, Miguel Manrique de Lara. Después de su fallecimiento, en 1578, el Consejo determinó vender el oficio en remate (González Gutiérrez, 1996, p. 42). Juan Luis de Ribera, un mercader dedicado al comercio de plata, avío de minas y propietario de muchas casas en la ciudad de México, fue el primero en adquirirlo, en 1584, en 130,000 pesos (Salazar Simarro, 2017, pp. 232-235). Lo ocupó hasta su muerte en septiembre de 1606, sin dejar herederos; un planeado mayorazgo en beneficio de un sobrino nunca llegó a concretarse.2

En 1607 lo compró el capitán Diego Mathias de Vera3 para su hijo Melchor, en 250,000 pesos, con el beneficio agregado de que podría pasar a cualquier sucesor sin necesidad de renunciarlo previamente ni tener que vivir veinte días después de la renuncia. Por esta gracia pagaría 16,500 pesos adicionales. Así planteada, la real confirmación quedaba reducida casi a una formalidad y la posesión se acercaba a una herencia directa. Adicionalmente, se le concedió tener los 20 esclavos que habían ocupado los anteriores tesoreros y contar con casa en la misma ceca. Como Melchor era menor de edad, fue también un requerimiento poder nombrar un teniente; lo fue el capitán (y también próspero mercader) Cristóbal de Zuleta, esposo de su hermana, Ana de Vera.4

El 15 de noviembre de 1610 Diego Mathias y su esposa Ana de Ureña otorgaron ante escribano que querían “mejorar” la herencia de su hijo Melchor. Declararon que el tercio y quinto de libre disposición se consideraría empleado en la compra del oficio; el cargo quedaría vinculado como parte de un mayorazgo y no podría enajenarse, cambiarse o imponerse censo sobre él por ninguna vía causa o razón. Por otro lado, se reservaban el usufructo de las rentas y aprovechamientos del oficio por todos los días de sus vidas. Melchor no podría casarse sin su licencia, aunque se comprometían a darle a él y su familia el sustento y alojarlos en su casa. En la posterior sucesión del mayorazgo debía preferirse entre sus hijos -el mayor al menor y el varón a la mujer- y a falta de ellos al deudo más cercano de Mathías, y de no haberlo, los de Ana. El remanente de los bienes se repartiría entre todos sus hijos.

Los instituidores consideraban que para esta fundación se requería licencia del rey, dado que el cargo era parte de sus regalías. Por esta razón, en la condición octava de esta escritura establecieron: “Que si su majestad no concediese licencia para vincular el oficio, que en el entretanto que la concediese, el dinero que estaba puesto en dicho oficio saliera de él y se comprasen bienes raíces para que comprados quedasen vinculados”, con acuerdo del sucesor en el vínculo y del corregidor o la justicia ordinaria de la ciudad.5 Parecía una precaución razonable porque no era evidente que fuese aceptado fundar un vínculo sobre un oficio del monarca, pero la cláusula daría después lugar a interminables litigios. Esto era muy importante porque el régimen legal cambiaba si la herencia estaba anexa a un mayorazgo y por tanto la recibiría su titular, o se componía de bienes libres, que debían repartirse según las leyes establecidas para las herencias en general.

El otro hijo, el capitán y sargento mayor Juan Lorenzo de Vera, recibió un mayorazgo fundado en la hacienda de Miraflores. Los lazos entre ellos eran muy estrechos: Melchor estaba casado con María de Paredes, quien era hermana de la esposa de Juan Lorenzo, Francisca de Paredes (Alvarado Morales, 1979, pp. 499-500). El matrimonio de dos hermanos con dos hermanas era inusual, pero corresponde bien a las tendencias endogámicas de las grandes familias que buscaban preservar sus patrimonios.

Para enredar más las cosas, el matrimonio fundador cambió posteriormente de idea: al pedir al monarca la confirmación del oficio declararon que querían fuese incorporado a sus bienes libres (esto es, no como parte del pretendido mayorazgo). Establecían que el cargo pasaría en su momento, junto con todas sus demás posesiones, a cualquiera de sus sucesores, fuesen universales (o sea múltiples) o singulares. El rey así lo concedió por una real cédula de 16 de septiembre de 1612.6

Melchor de Vera falleció en 1629 sin dejar descendencia, pero alcanzó a hacer renuncia en su hermano.7 El virrey Cerralvo mandó averiguar el valor del oficio y, con parecer del fiscal, se tasó en 275,000 pesos. Por lo tanto, Juan Lorenzo debía pagar 137,500 pesos a la Real Hacienda, al ser primera sucesión. Como no lo hizo, se le efectuó primer y segundo apercibimiento, lo cual podía ser seguido de prisión. Se presentó entonces ante el virrey para solicitar “esperas”, por haber quedado su hermano debiéndole 100,000 pesos, sin otros 60,000 que había gastado por él, además de que faltaba el comercio por la inundación de la ciudad. Efectivamente, la ciudad estuvo bajo las aguas entre 1629 y 1634, pero sus dichos muestran también que sus negocios arrastraban problemas de rentabilidad.8 Juan Lorenzo pedía pagar de contado la tercera parte de su adeudo y los otros tercios cuando llegaran la nao de Filipinas y la flota de Castilla, respectivamente. Se decidió que entregara de momento 50,000, luego 37,500 en febrero, y los 50,000 restante a fines de mayo, dando fianzas de buen pago.9

Como Juan Lorenzo no tenía los fondos necesarios, acordó una compañía con varias personas e instituciones que le dieron, entre todas, la mitad de la suma necesaria; a cambio, estas recibirían partes proporcionales de los beneficios. El acuerdo era por ocho años, tras los cuales debía devolver el capital, pero como esto no ocurrió, el acuerdo se prolongó tres décadas, hasta su fallecimiento. Estas “partes” fueron objeto de diversas transacciones y, a mediados de siglo, los “parcioneros” o “cesionarios” eran: el convento de monjas de la Encarnación de la ciudad de México, con 50,000 pesos; el comerciante y tesorero de Santa Cruzada, capitán Antonio Millán, por 10,000; el licenciado Francisco de Lorrabaquío, cura beneficiado de Atlacomulco, con 10,000 pesos; el doctor don Mathias de Santillana, canónigo de la catedral, por 20,0000; Catalina de Diosdado Meneses, viuda del mercader y hacendado Diego de Coca, por 20,000; Diego Sánchez de Olivera, con otros 20,000; y Constanza de Ábrego, viuda de Fernando de Sosa, por 10,000 pesos.10 Una vez efectuado el pago, el título se le despachó en 15 de enero de 1630 y fue confirmado por el rey en 8 de noviembre de 1631.11

Los legados controvertidos y las dos personas del rey

En octubre de 1659 Juan Lorenzo de Vera hizo constar que estaba enfermo, en cama, y nombró como albacea y heredera a su esposa, Francisca de Paredes. Dio cuenta de la compañía que había hecho con sus accionistas; y que en una de las cláusulas de su contrato se especificaba que en su momento debería renunciar el oficio en su favor. Sin embargo, como varios de ellos no podrían ejercerlo o no serían capaces para el oficio, lo hacía en el capitán Antonio Millán o en José de Quesada Cabreros. Quien ocupase el cargo debería pagar el tercio de su valor al rey (como correspondía a las renunciaciones, después de la primera) y los dos tercios pertenecientes a su esposa.12

Hubo complicaciones porque Juan Lorenzo había dejado deudas, de modo que se abrió un concurso de acreedores. Los partícipes en la compañía esperaban, desde luego, ver devueltos sus capitales. Asimismo, los enunciados como sucesores no aceptaron el puesto de tesorero, que así quedó vacante. Por esta razón el fiscal Félix de Galves opinó que no podía considerarse como una tercera sucesión, porque una real cédula disponía que se perdiesen los oficios no aceptando los renunciatarios. Debíase, en todo caso, proceder al remate público del oficio mientras se decidía la causa.13

Como solía ocurrir con las fortunas de las personas que habían fallecido sin descendientes ni ascendientes directos, pronto llegaron parientes que en vida habían tenido escasa relación con el testador [ver Figura 1]. Se trató de Juan Francisco Centeno de Vera (nieto de Pedro Centeno y Gerónima de Vera, tía paterna de Melchor y Juan Lorenzo, que era la mayor de las hermanas) y Juan Ansaldo de Vera, su primo (hijo de su tía Sebastiana y del genovés César Ansaldo); ambos aspirantes residían en Sevilla. Se presentó también Diego Mexía de Vera, vecino de México, quien era primo del padre de los herederos, aunque después abandonó su pretensión cuando aparecieron reclamantes con parentescos más cercanos. A pesar de sus diferentes ambiciones, todos reclamaron la validez del vínculo fundado por Vera y Ureña. Por tanto, debería tratarse el oficio como bien incluido en el mayorazgo y no procederse a su remate, sino adjudicarlo a los legítimos sucesores. Su fundamento era que había existido un reconocimiento implícito de su fundación en el título de tesorero concedido a Juan Lorenzo y este lo había dado por existente en diversos escritos.14

Figura 1. La genealogía del litigio

Fuente: Elaboración propia, basada en los documentos citados en este trabajo.

Un argumento de interés por su carácter arcaizante fue presentado posteriormente por el abogado de Centeno de Vera, Gregorio López de Mendízábal (quien había sido oidor de Granada y miembro del Consejo de Castilla): los vínculos serían similares a los feudos, porque el monarca en este caso era semejante a un enfeudante. Así, un oficio podía tenerse como equivalente a un bien inmueble y el beneficiario podía disponer de él como le placiera. Bastaba en este sentido la sola voluntad del instituidor, que constaba en varios documentos del caso; y no era necesaria la confirmación real. Para cambiar esta disposición del otorgante habría sido necesaria una declaración formal con las debidas solemnidades, que nunca existió.15

Los abogados novohispanos de Centeno, Felipe de Guevara y Diego de Cereceda, dieron un giro a este alegato. Dijeron que nada había en las leyes en contra de que un vínculo se estableciera sobre un oficio, y en México, más que sobre tierras, se fundaban sobre hipotecas y censos. No era contra las regalías de su majestad porque en cada sucesión se pagaba el medio o el tercio de su valor. Agregaron que debía distinguirse el dominio que pertenecía al rey, que era supremo y absoluto, del dominio inferior, que era la facultad que tenían los vasallos de disponer de bienes propios. Por esta razón, cuando su majestad había vendido el oficio no podía, en fuerza del correspondiente contrato, venderlo o traspasarlo a otro en vida del adquirente original.

En cuanto a las reclamaciones de los parcioneros, argumentaban que no había sido una sociedad mercantil sino un préstamo. Esto les permitía alegar que las condiciones habían sido usurarias y leoninas porque los rendimientos entregados superaban con mucho el 5% previsto por las leyes en estos contratos. Tanto el capital como los intereses debían considerarse como ya pagados, incluso en exceso. Según su estimación, había existido año en que sus provechos habían estado entre el 14 y el 18%, y el total, aun cuando había años en que no tenían registros, ascendía a 291,787 pesos.16

La viuda, Francisca de Paredes, heredera con beneficio de inventario, presentó una petición diciéndose perjudicada por estos alegatos, porque ya se había determinado que el oficio de tesorero se considerara como adscrito a los bienes libres. Reclamaba en particular los 50,000 pesos que había aportado como dote al matrimonio (aunque su esposo nunca le dio recibo formal). Pidió que se pusiera el oficio en remate público.17 A su causa se sumaron los “cesionarios” de la compañía, que se oponían al reconocimiento del vínculo y, en caso de que así ocurriera, pedían que se entendiera solamente con la cantidad que quedase pagados los 140,000 pesos que habían aportado para adquirir el oficio. Su situación no era fácil, porque los rendimientos habían cesado con la muerte de Juan Lorenzo. Lo resintió particularmente el convento de monjas de la Encarnación, porque su sustento dependía del rendimiento de los censos e inversiones realizadas.18

Como la ceca no podía permanecer acéfala, el virrey Alburquerque nombró tesorero interino a una persona de su confianza, como también hizo su casi inmediato sucesor, el conde de Baños. Estas designaciones parecerían administrativamente razonables, pero se prestaron a maniobras sospechosas. El Consejo de Indias tuvo noticia “extrajudicial” (es decir, por alguna denuncia) y le había parecido “gran novedad” que Alburquerque no hubiera procedido con la debida presteza al remate, y lo mismo hubiera hecho Baños, aunque en España esperaban la remisión de al menos los 90,000 pesos del tercio del oficio. Los nombrados percibían grandes emolumentos. A Francisco García, designado por Baños, se le exigió devolviera 45,465 pesos y que de no hacerlo se le cobraría al mismo virrey, que fue lo que finalmente sucedió. La razón de estas dilaciones la proporciona el Diario de sucesos notables de Gregorio de Guijo: el virrey Alburquerque había nombrado tesorero interino a Pedro de Paz, un “criado” suyo (es decir, un miembro de su familia extensa); posteriormente pasó Paz a España y tuvo que pagar 30,000 pesos por razones que no especifica (Guijo, 1853, p. 538-539). Nos faltan piezas de este rompecabezas secundario, pero el diseño de conjunto parece bastante sórdido.

El Consejo dispuso también que el tesorero interino fuese Baltasar de Caso Ponce de León, anteriormente alcalde mayor de Chiapas; y que el licenciado Francisco Valles, quien estaba a cargo del juicio de residencia de Alburquerque, se ocupara de resolver los litigios pendientes sobre el oficio y ponerlo a remate, con exclusión del virrey y de la Audiencia.19

Con el pleito aún pendiente se mandó sacar a pregón el oficio el 30 de enero de 1660. Inicialmente hubo una propuesta del convento de monjas de la Purísima Concepción, de la ciudad de México, por 260,500 pesos. Dado que en su caso evidentemente no habría sucesiones, pagarían el equivalente cada 35 años. Alegaron en su favor el precedente del oficio de ensayador, que era propiedad del convento carmelita del Santo Desierto.20

Se presentó seguidamente el próspero mercader Juan Vázquez de Medina. Este ofreció 240,000 pesos para que el oficio se rematara en su hijo, el capitán Francisco Antonio de Medina Picazo. Incluyó la condición que de esa suma debería cobrarse lo perteneciente al rey y el resto quedaría en depósito para que lo recaudara la persona a quien legítimamente perteneciera el oficio, sin que ningún interesado pudiera abrir juicio en su contra. Agregaba los consabidos 16,500 pesos por otros beneficios que facilitaban las sucesiones posteriores y para que bastara dejar heredero universal o particular sin que corrieran los veinte días de supervivencia. Como su hijo era menor, podría nombrar persona capaz y suficiente para ocupar el oficio (y el anexo, de regidor), como había hecho previamente Melchor de Vera. No se podría modificar el precio de venta si se introdujera nueva forma de fabricar la moneda o el rey dispusiera comenzar a labrar la de oro.

Además, dado que era “persona de negocios y contrataciones” y tendría que retener la suma ofrecida sin usar de ella ni comerciarla, puso como condición que el remate se adjudicara en cuatro meses, y pasado ese plazo su oferta se tuviera por ninguna. Asimismo, como tenía noticia de que los padres de los anteriores tesoreros habían puesto “cierto vínculo” o mejora sobre el oficio y Juan Lorenzo de Vera había hecho contratos de compañía sobre sus aprovechamientos, establecía que la Real Hacienda debía sanear, seguir el pleito y hacerse cargo de posibles obligaciones. Si como resultado de estos litigios se quitara a su hijo la posesión del oficio, se le deberían pagar enteramente los 256,500 pesos ofrecidos; y mientras no pasara así, debería seguir en posesión, con todos sus derechos, rentas y provechos. Esta era una oferta cuidadosa y precavida, que mostraba conocimiento del enredo legal en que se hallaba el oficio, pero que no le libró de posteriores complicaciones.

Respecto de la propuesta previa del convento de la Concepción, Vázquez de Medina argumentó que no debería aceptarse que un oficio estuviese en una comunidad eclesiástica, y menos aun cuando eran mujeres, dado que por ser personas privilegiadas no podía procederse en su contra en caso de irregularidades. Además, consideraba que no era decente que tuviesen un oficio del rey con jurisdicción.21

Aunque el remate fue contradicho “por algunos”, el licenciado Valles dispuso que se pasara adelante. El 14 de abril de 1663 se aceptó la oferta de Vázquez de Medina con las condiciones que proponía. El beneficiario pidió tiempo para juntar el dinero por ser tan gruesa cantidad, pero fue compelido a depositar lo ofrecido, embargando sus bienes e incluso poniéndole preso en su casa. Finalmente se obligó, junto con su mujer Isabel de Picazo Hinojosa y su hijo, a pagar 80,000 pesos de inmediato y los 160,000 restantes en cuanto se le diera posesión.22 El 16 de mayo Valles hizo constar que a Francisco Antonio “en el dicho real nombre, le hago gracia, cesión y donación buena, pura, mera perfecta, acabada, irrevocable que el derecho llama inter vivos dada y donada”. La Real Hacienda se obligaba a la seguridad y saneamiento del oficio en tal manera que lo tendría cierto, seguro y de paz.23

Quedaba pendiente el enredado litigio sobre las partes que reclamaban derechos sobre el oficio y en general sobre los bienes sucesorios. Es particularmente interesante el alegato presentado por el abogado de Francisca de Paredes, el doctor Joseph de Vega y Vic, que se imprimió como se hacía con las “causas célebres”. Pretendía que se amparara a su defendida en la dote y bienes propios y también que se respetaran los derechos de los partícipes en la compañía que celebraron Vera y cesionarios. Solicitó se declarara que no había vínculo ni fideicomiso, y en caso de que lo hubiese, debía entenderse solamente por el sobrante que hubiese quedado de los bienes después de pagar los 140,000 pesos que había costado el oficio.24

Vic adoptaba el concepto de las “dos personas” del rey: la orgánica natural y la “civil”, o sea la pública. Esto lo definió bien Ernst H. Kantorowicz en su estudio de “teología política”: en el monarca había dos cuerpos, el natural, sujeto a la enfermedad, la vejez y todas las debilidades humanas; y el “político” que trascendía su persona y se transmitía a sus descendientes (Kantorowicz, 2012). Esta idea fue importante en la consolidación de las monarquías en Inglaterra y en Francia, pero en España tuvo solamente un desarrollo incidental, que puede verse sobre todo en los catafalcos reales (Mínguez, 2015). El hecho de que aparezca enunciado explícitamente es inusual; y en el contexto novohispano ciertamente llama la atención.

Para Vic, el “cuerpo civil” del rey, con todas sus adyacencias simbólicas y materiales, nunca desaparecía, aunque faltase quien lo hubiera tenido. De esto venía que los oficios, tanto los de jurisdicción como los de “nudo ministerio”, fuesen inseparables de la real persona. Cuando el monarca los vendía, lo hacía con la reserva y retención de la propiedad absoluta. La venta no era más que un derecho al goce de sus emolumentos, comodidades o utilidades. En ese sentido, la potestad del usufructuario se extinguía junto con quien la hubiera gozado; no era transmisible ni enajenable, sino que regresaba al soberano.

El autor no podía ignorar que, en la práctica, los oficios se daban con la facultad de renunciarlos en quien se deseara, y en el que era objeto del litigio incluso se había aceptado la herencia sin necesidad de renunciación. Sin embargo, sostenía que, si se concedía esta facultad, se entendía para que fuese renovado el título en cada heredero. Así, quien recibía el cargo no lo obtenía de su predecesor sino del rey, quien concedía una nueva gracia. Por esta razón el oficio no podía embargarse por concepto de deudas, dado que pertenecía al monarca. Por lo mismo, tampoco era posible que sobre él se estableciera enfiteusis, feudo o pudiese enajenarse en terceros mediante el pago de un laudemio o canon. Rechazaba la posible objeción de que en los autos del remate se hablase de “compra y venta”; para él era una simple comodidad “vocal”.25

Después de una sentencia de la Real Audiencia (13 de octubre de 1665)26 siguieron las correspondientes apelaciones, la sentencia “de revista”, el recurso de los inconformes al Consejo de Indias27, un nuevo fallo de la audiencia mexicana28 y la “súplica” de algunas partes. La decisión final de los oidores (29 de enero de 1667) fue que el oficio debía considerarse como parte de los bienes libres de Juan Lorenzo de Vera y por tanto confirmaban el remate hecho en Vázquez de Medina. Del monto recaudado se apartaría el tercio correspondiente a la Real Hacienda y se pagaría a los acreedores de las sumas con las que se había adquirido el oficio. A Francisca de Paredes le dejaban su derecho a salvo para reclamar sus intereses respecto de los bienes libres. El remanente debía imponerse a censo en bienes raíces seguros y quedaría en beneficio de Centeno de Vera, a quien se reconocía como heredero del mayorazgo (ahora severamente disminuido en los recursos que le daban sustento). No se dio lugar a la petición del fiscal de declarar el oficio por decomisado, aunque se le dejó la posibilidad de continuar con su demanda.

Dado que todavía había litigios secundarios pendientes, el oficio quedaría hipotecado para seguridad de lo que resultare. Vázquez de Medina ya no podría cederlo a un heredero sin pasar por la renuncia y real confirmación. Como esto dejaba sin efecto una concesión por la cual había dado 16,500 pesos, esta suma se le devolvería; cuando entregase los 160,000 pesos que restaban del pago del oficio, tendría que agregar intereses del 5% de lo adeudado desde el día en que se le había dado posesión. Si en treinta días no aceptaba estas condiciones se le regresarían los 80,000 pesos que había adelantado y en su lugar se admitiría un ofrecimiento hecho por Centeno de Vera para comprar el oficio en las mismas condiciones. Y si ninguno de los dos postulantes se allanara a estas condiciones, se volvería a hacer el remate. Vázquez de Medina protestó por la violación de lo acordado en el contrato, pero lo único que obtuvo (en 1670) fue que los intereses se redujeran al 2.5%.29

Se trató de una sentencia que trataba de prever todos los casos y situaciones en un litigio muy complejo por las múltiples partes implicadas y la variedad de los asuntos en disputa. Daba algo a casi todos los promoventes, sin que hubiera alguno que quedase enteramente satisfecho. La decisión final parece tener un sentido más inclinado a la conciliación de influyentes intereses que a lo propiamente jurídico.

Algo sabemos de la suerte posterior de los actores. Centeno de Vera se casó (previa dispensa) con Francisca de Paredes, con la que había estado enfrentado en el litigio; falleció sin hijos y el mayorazgo continuó por la vía de su hermana y luego de su sobrina, residentes en Sevilla (Fernández de Recas, 1965, pp. 23-25). Los accionistas de la compañía (y en algunos casos sus descendientes) continuaron representando sus derechos y reclamando el pago durante muchos años. Uno de ellos, Simón de Agüero, albacea y heredero de Constanza de Ábrego, acabó por vivir en cama, tullido de pies y manos, en suma pobreza.30 Vázquez de Medina no llegó a ver el final del litigio, porque los últimos autos se comunicaron a su viuda, Isabel de Picazo Hinojosa.31

La “lesión enormísima” y el fin de los oficios vendibles

El capitán y sargento mayor Francisco Antonio de Medina Picazo fue tesorero muchos años, hasta su muerte en 1703. Se ocupó directamente de las labores de la ceca y maniobró para tener mayor control y ampliados beneficios. Tuvo un largo y áspero pleito con los capataces cuando pretendió tener derecho a despedirlos sin necesitar causa ni motivo, aunque su nombramiento lo hiciera el virrey (Cabrera y Peñarrieta, 1684). También se metió en problemas con los grandes mercaderes que introducían la mayor parte de la plata porque demoraba en entregarles lo acuñado, seguramente con el fin de utilizar estos recursos temporalmente para sus propios fines. Cuando lo demandaron, amenazó con renunciar al cargo y pedir que se le reintegran las sumas empleadas para su compra y las mejoras que había hecho, pero tuvo que dar marcha atrás cuando el virrey se mostró dispuesto a aceptarlo.32

En 1693 el fiscal del Consejo de Indias, Martín de Solís Miranda (quien había sido oidor en México) se agravió en nombre de la Real Hacienda por la “lesión enormísima” que suponía el precio pagado en remate por Vázquez de Medina (Fonseca y Urrutia, 1978, 1, p. 128).33 Esta laesio ultradimidium no era un simple recurso retórico, se trataba de la figura jurídica por la cual el quejoso representaba que se habían pagado menos de dos tercios del justo precio de la cosa enajenada (a diferencia de la “enorme”, que remitía a la mitad) (Valmaña Valmaña, 2015). No era fácil probarla, ya que se requería demostrar que había existido error, dolo o violencia que hubiera afectado la libre voluntad de los contratantes.34

Según el fiscal, el del tesorero era un oficio perpetuo y seguro, con varios beneficios anexos. Se apoyó en una certificación dada por el escribano de la Casa de Moneda, según la cual los derechos líquidos del tesorero en el año de 1650, descontados los gastos, habían sido de 24,650 pesos. A esto debían agregarse las conveniencias que habían resultado de haberse comenzado a acuñar moneda de oro (desde 1679), y hallarse muy boyantes los minas, como se hacía evidente en el mayor consuno de azogues, de los que se gastaban, no solamente lo traído de Almadén, sino asimismo gruesa cantidad procedente de Huancavelica. Pedía que se anulara el contrato y de los provechos obtenidos en demasía se compensara el desembolso hecho al adquirir el cargo. En lo inmediato, solicitaba se embargara el oficio o al menos que no se siguieran entregando sus derechos hasta la conclusión del pleito. Asimismo, en caso de que el tesorero no quisiera “contestar” (o sea alegar) la demanda, debería despachársele emplazamiento para que compareciera, con apercibimiento de que en su ausencia se sustanciaría la causa en rebeldía.

Medina Picazo efectivamente decidió no replicar a la acusación; era un recurso para que la causa pasara a sentencia de inmediato. Muestra que estaba muy confiado en su derecho y podía ampararse en que las condiciones acordadas preveían que no cambiaría el precio incluso en caso de que comenzara a labrarse el oro. Aunque el pedimento fiscal no lo decía explícitamente, aceptar su alegato implicaba suponer que el anterior juez a cargo del remate, el licenciado Valles, había actuado con incapacidad o culpable colusión. El Consejo, por auto de vista del 24 de mayo de 1700 y de revista de 27 de abril de 1703, declaró no había lugar a lo pedido por el fiscal.35

En septiembre de 1703 Medina Picazo hizo testamento dejando el oficio a su hijo José Antonio de Medina Velasco (que a la sazón tenía “21 o 22 años”), dejando constancia de los privilegios y condiciones derivadas de su contrato. El virrey, con parecer de los valuadores, determinó que el valor del oficio fuese de 300,000 pesos, de los cuales pagó la mitad el interesado, por ser la primera sucesión; se le dio posesión en julio de 1704.36 Hasta aquí todo ocurrió de la manera usual, pero detrás hubo transacciones de mucho interés, que arrojan luz sobre discretas negociaciones y acuerdos familiares.

En efecto, Medina Velasco hizo constar que no había tenido “reales” para adquirir el oficio ni crédito para conseguirlos. Por eso había recurrido a su tío, el presbítero Ventura (a veces mencionado como “Buenaventura”) de Medina Picazo, para que por el amor y voluntad que le tenía y como su pariente más cercano le ayudase y favoreciese para suplirle lo necesario por vía de censo o compañía. Ventura, a su vez, declaró que a su sobrino “le hacía el bien de ilustrar la sangre que le asiste y procurar su aumento”.

Parece una variante de la modalidad antes vista, en la que una persona compraba un oficio en beneficio de un familiar. Sin embargo, las condiciones establecidas colocaban en la práctica a Ventura como el verdadero tenedor. José Antonio se obligó a cederle los frutos hasta la cantidad necesaria para cubrir el monto de lo aportado. Él tendría el oficio por honorífico y no tendría manejo ni intervención en la ceca, sino solamente el goce, prerrogativas e inmunidades. Su tío nombraría tenientes y por él correría el recibo de platas y oros, fábrica y entrega de monedas.37

Ventura hizo constar en 1713 que José Antonio había fallecido y que sus hijos, nombrados en su correspondiente renuncia, no tenían la edad ni el caudal necesario para continuar en el oficio. En virtud del poder que tenía, determinó que le sucediera otro sobrino, José Diego de Medina Saravia (hijo de su hermano Antonio), por entonces secretario de Cámara de la Real Audiencia. Vistos los dictámenes de los peritos, el virrey estableció el valor del oficio nuevamente en 300,000 pesos, de los cuales el nuevo tesorero debía pagar el correspondiente tercio, al ser segunda sucesión, así como la media annata.38

La asunción de Medina Saravia se dio en el contexto de los inicios notorios de la gran prosperidad minera (Céspedes del Castillo, 1996, pp. 251-254) y, por ende, de la ceca. Sin embargo, también coincidió con la llegada al trono de la nueva dinastía borbónica, guiada por propósitos reformistas y centralizadores. En 1729 el virrey marqués de Casafuerte comenzó una “visita” o inspección de la ceca, continuada por el oidor José Fernández de Veytia Linage, nombrado ese mismo año como primer superintendente (Rosenmüller, 2004, pp. 206-211). El tesorero, por tanto, perdió buena parte de su antigua autoridad, a la cual se dio el golpe final cuando la Corona decretó en 1732 la extinción de todos los oficios rematados, sustituidos por oficiales asalariados al servicio del rey. Veytia encontró lo que en su opinión eran varias y graves irregularidades e inició un proceso penal en contra de todos los oficiales mayores. Dispuso la acusación formal, su prisión domiciliaria y el embargo de bienes e ingresos. La causa se prolongó varios años hasta que finalmente, en 1738, la Junta de Comercio y Moneda condenó a los oficiales en gruesas multas, pero, al mismo tiempo, alzó el embargo de sus bienes y declaró que todos eran “buenos ministros servidores míos y dignos de mi real atención” (Castro Gutiérrez, 2017, pp. 775-776).

Quedaba pendiente el pago de las sumas empleadas por los oficiales para adquirir el cargo; la Corona no podía apropiárselos sin más. Como eran sumas muy considerables, se determinó convertirlas en deuda de la que se pagaba el 5% a los interesados. Así siguió hasta 1777, año en que se redimió el capital, cuando hacía ya muchos años que Medina Saravia había fallecido (Soria Murillo,1994, p. 108).

Reflexiones finales

Estos largos litigios dieron lugar a una discusión, no solamente sobre los legítimos herederos, sino también sobre el carácter mismo de la enajenación de oficios en beneficio de particulares. Aquí aparecen argumentos que distinguían entre el dominio “supremo y absoluto” del rey y el dominio de los vasallos, que debía ser respetado, aunque fuese “inferior”; y que equiparaban el oficio a un bien inmueble del cual el beneficiario podía disponer libremente, como quisiera. O, por el contrario, que la venta de un oficio era solamente un derecho al goce de sus comodidades y utilidades, que se extinguía junto con el usufructuario y hacía necesaria una nueva “gracia” real, otorgada a los herederos. Como era característico, ni el Consejo de Indias ni la Real Audiencia de México entraron en estas delicadas discusiones doctrinales, sino que se limitaron a emitir sentencias sobre los distintos derechos en pugna.

El tema aquí expuesto muestra también la manera en que un oficio perteneciente a las regalías del monarca se convertía, prácticamente, en una mercancía que podía ser incluida en herencias, ser asunto de inversiones rentables, préstamos y formas embrionarias de sociedades por acciones. Eran situaciones que no estaban contempladas por las leyes, sino que nacieron de la práctica cotidiana y la ambición de interesados que explotaban las ambigüedades de normas y ordenanzas, así como la propensión de la Real Hacienda a aceptar nuevas concesiones a cambio de cuantiosos ingresos adicionales. Es cierto que las autoridades siempre fijaron los términos de los remates, los tribunales determinaban los litigios y los jueces podían amenazar con prisiones y embargos; pero, los adquirentes podían gestionar con bastante éxito las responsabilidades, derechos y condiciones. El control gubernamental de un recurso hacendario prolijamente reglamentado comenzó a ser menos evidente, lenta e insensiblemente.

Sin embargo, ver este proceso en términos de un conflicto inevitable entre Estado (si podemos llamarlo así en estos años) y sociedad sería incorrecto. En términos amplios, los acontecimientos aquí comentados se relacionan con la forma de gobierno de un Imperio, en la cual las elites locales gozaron de considerable interlocución, participación e inclusión. El propósito explícito de la venta de oficios fue hacendario, pero este fue su resultado. La revisión de documentos lleva a considerar que la venta de oficios derivó en la configuración de un espacio fluido, negociable, de transacciones, fricciones y acuerdos. Así fue hasta que los ministros del rey decidieron modificar bruscamente las reglas del juego.

Asimismo, es evidente que, aunque los remates se hacían en personas específicas, la intención de los compradores era convertir el oficio en un medio que permitiera la continua prosperidad y bienestar de sus linajes. Se aprecia bien en la compra para hijos que eran menores, en el nombramiento de sobrinos cuando no había otra posibilidad o en la alusión al deseo de “ilustrar” la sangre de la familia. No siempre se lograba este propósito, ya fuese por situaciones tan imponderables como la ausencia de descendientes, un deficiente manejo del conjunto de los negocios o bien las ambiciones contrapuestas. La historiografía del tema se ha interesado en los casos de éxito; pero los de fracaso son igualmente relevantes.

Para comprender todos estos procesos es preciso considerar la venta de oficios no solamente “desde arriba”, sino también “desde abajo”; habría que invertir la perspectiva para colocar al frente del escenario a los poseedores de los oficios, no a las leyes, los fiscales y la Real Hacienda. Visto así, el funcionamiento concreto del ramo resulta mucho más complejo de lo que podría indicar la compilación y comentario de regulaciones y ordenanzas.

Agradecimientos

Agradezco a Lidia Gómez García (BUAP) por la ubicación de un valioso texto en la Biblioteca Palafoxiana.

Archivos

AGI Archivo General de Indias

AGN Archivo General de la Nación

CEHM Centro de Estudios de Historia de México, Carso

Biblioteca Palafoxiana

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Notas

1 Archivo General de la Nación, México [AGN], Casa de Moneda, 16, exp. 1, ff. 73r-81r.

2 Archivo General de Indias, Sevilla [AGI], México, 1093, L. 15, f. 108.

3 Este natural de Sevilla era importante “almacenero” y fundador del Consulado de Comerciantes. Los cargos militares, en este caso y otros que seguirán, no indican una profesión sino un nombramiento en la decorativa milicia del comercio,

4 AGI, México,1093, L. 17, ff.11-40.

5 Centro de Estudios de Historia de México Carso [CEHM], Alegatos Jurídicos. Por Doña Francisca de Paredes, viuda del capitán y sargento mayor Juan Lorenzo de Vera, caballero del orden de Santiago, tesorero que fue de la Real Casa de la Moneda, su heredera, albacea, y tenedora de bienes, en el pleito que intentó Diego Mexía de Vera sobre la sucesión, Vega y Vic, J. México, 1662, ff. 2-4. http://visor.cehm.org.mx/assets/docx/biblios/libros/29085/html5forpc.html

6 AGN, Reales Cédulas Duplicadas, 27, exp. 64, f. 204.

7 AGN, Casa de Moneda, 360, exp. 3, ff. 24-26.

8 AGN, Vínculos y mayorazgos, 283, exp. 1, f. 2.

9 AGN, Casa de Moneda, 360, exp. 3, ff. 21-35.

10 AGN, Reales Cédulas Duplicadas, 27, exp. 64, f. 194.

11 AGN, Casa de Moneda, 16, exp. 1, ff. 5-15.

12 AGN, Reales Cédulas Duplicadas, 27, exp. 64, f. 188.

13 AGN, Reales Cédulas Duplicadas 27, exp. 64, f. 194.

14 AGN, Reales Cédulas Duplicadas, 27, exp. 64, f. 188.

15 Biblioteca Palafoxiana, número de localización: 9601-O. López De Mendizábal, G. Alegación por el derecho que le asiste a la pretensión de Iuan Francisco Senteno de Vera para que se declare por sucesor del vinculo que por vía de mexora de tercio y remaniente de quinto fundaron en el oficio de tesorero de la Real Casa de Moneda de esta ciudad don Diego Mathias de Vera y doña Ana de Ureña, para don Melchor de Vera, su hijo mayor, y otros sustitutos, que vacó por muerte del sargento mayor don Iuan Lorenço de Vera, en el pleito con Diego Mexia, don Juan Ansaldo de Vera, el convento de religiosas de la Encarnación y otros que pretenden derecho a la succesion de dicho vínculo. s.p.i., f. 5.

16 AGN, Vínculos y mayorazgos, 284, ff. 311-316.

17 AGN, Vínculos y mayorazgos, 283, exp. 1, f. 2.

18 AGN, Vínculos y mayorazgos, 283, exp. 1, ff. 147-148.

19 AGN, Vínculos y mayorazgos, 284, exp 1. ff.1-7; Reales Cédulas Duplicadas, 26, exp. 10.

20 AGN, Reales Cédulas Duplicadas, 27, exp. 64, f. 193.

21 AGN, Casa de Moneda, 16, exp. 1, ff. 5-15.

22 AGN, Reales Cédulas Duplicadas, 27, exp. 64, f. 196.

23 AGN, Casa de Moneda, 16, exp. 1, ff. 22-26.

24 Vega y Vic era abogado de prestigio y seguramente estaba al día en las discusiones de los tratadistas. En 1660 fue nombrado rector de la Real Universidad de México (Pérez Puente, 1996. p. 10).

25 CEHM, Alegatos Jurídicos. Por Doña Francisca de Paredes, viuda del capitán y sargento mayor Juan Lorenzo de Vera…Vega y Vic, J. México, 1662.

26 AGN, Reales Cédulas Duplicadas, 27, exp. 64, ff. 230-231.

27 AGN, Casa de Moneda, 16, exp. 1, ff. 26r-30r.

28 AGN, Casa de Moneda, 16, ff. 35r-36r.

29 AGN, Casa de Moneda, 16, exp. 1, ff. 26r-28r., 38r-40r. y 43.

30 AGN, Vínculos y Mayorazgos, 283, ff.140-141

31 Véase la genealogía de esta familia en Sanchiz y Gayol, s.f.

32 AGN, Reales Cédulas Originales, 21, exp. 62-63, ff. 136-139.

33 AGN, Casa de Moneda, 6, exp. 80.

34 El caso en estudio parece formar parte de un conjunto de litigios promovidos en estos años en España con los mismos argumentos, seguramente por las continuas “urgencias” de la Corona (Andújar Castillo, 2013).

35 AGN, Casa de Moneda, 6, exp. 80, ff. 210-211; Casa de Moneda, 16, exp. 1, ff. 26r-28r y 43r-49r.

36 AGN, Casa de Moneda, 6, exp. 80, ff. 213-230.

37 AGN, Casa de Moneda, 16, exp. 1, ff. 51-58. Ventura era personaje connotado de la ciudad. Había heredado la mayor parte de la fortuna de sus padres y fue generoso mecenas de obras pías, en particular del convento de Regina Coeli, donde profesaron varias mujeres de su familia. A él se debe la construcción de la magnífica capilla Medina Picazo en la iglesia de ese recinto, en la que aparece su efigie orante (Obregón, 1971).

38 AGN, Casa de Moneda, 16, exp. 1 ff. 53-116.