Los Historiadores. Una comunidad del saber. México, 1903-1955. Por Jesús Iván Mora Muro. México: El Colegio de Michoacán, El Colegio de la Frontera Norte, 2021, 275 p.

Desde la teoría de la “autonomía de los campos” de Bourdieu, la investigación de Jesús Iván justamente devela y nos restituye el proceso por medio del cual el campo de los estudios históricos en México se fue abriendo paso y ganando autonomía hasta alcanzar un aceptable grado de profesionalización. Efectivamente, durante el arco comprendido entre 1903-1955 el libro que se comenta rastrea la emergencia y el posicionamiento de los estudios históricos en México como un saber autónomo, pero en diálogo con otras disciplinas de las Ciencias Sociales y las humanidades. Como lo establece Jesús Iván, esta periodización o cortes temporales, obedecen a la apertura de las clases de historia en el Museo Nacional en 1903, bajo la guía de Genaro García y a la aparición del primer tomo de la Historia Moderna de México de Daniel Cosío Villegas, en 1955.

Este proceso de constitución de un saber autónomo, especializado, institucionalizado y profesional, según enfatiza Jesús Iván, no fue lineal ni simple, todo lo contrario. El autor nos muestra la complejidad de este proceso en la medida que estudia los grupos formados desde los albores del siglo XX que se interesaron por la historia de México, pero que, aunque todavía no profesionales, sí contaban entre sus integrantes con personalidades que ostentaban cierta erudición en torno al pasado nacional. Era un saber erudito que devenía de una cierta combinación de lo que por la época se conocía como la “prehistoria de los pueblos”, la arqueología, la antropología y la preocupación por la historia. En medio de la conmemoración del primer centenario de la Independencia y de la consumación de dicho proceso, 1910 y 1921 respectivamente, este saber erudito que se tenía por historia, en el decir de Jesús Iván, combinaba ciertos propósitos y objetivos. Patriotismo, nacionalismo, hispanismo, conservadurismo, historia oficial, afanes cientificistas, academicismo, disputas por el posicionamiento de ciertos personajes en el panteón de héroes, fetiche por el documento y un afán por encontrar la verdad histórica, fueron algunas de las características de este saber histórico.

En el análisis que el autor realiza en su libro, interesa resaltar los debates y los usos políticos e ideológicos que se le otorgaron a este saber histórico. Bien cuando tal saber se refería al llamado descubrimiento y conquista de América por parte de la Monarquía española o bien tratándose del proceso de la independencia de México. También destaca en este estudio el perseguido cientificismo que, en el caso de este saber histórico procuraba establecer verdades únicas, para lo cual la veneración al documento histórico en todas sus manifestaciones y materialidades fue elevado a la categoría de proveedor, justamente de cientificismo, verdad y objetividad.

Otro de los tópicos que Jesús Iván introduce al conocimiento histórico de esta etapa de emergencia de un campo historiográfico en México es el pensamiento conservador e hispanista. Ciertamente, la mayoría de los integrantes de esta primera comunidad de historiadores no profesionales fueron afines a estas líneas de pensamiento, por cierto, agrupados institucionalmente en la Academia Mexicana de la Historia, igualmente prohispanista y conservadora. Con lo cual su producción historiográfica estaba pensada y pasada por un eje narrativo en el que se reivindicaba la labor civilizadora de España en América y el rol jugado por la Iglesia Católica. Con lo cual, el catolicismo y sus agentes, los conquistadores como Hernán Cortés, curas y cronistas, fueron exaltados como constructores de un nuevo mundo. Y, en el caso mexicano, Cortés fungiría como “el padre de la nacionalidad”.

En el proceso de emergencia y constitución de un campo historiográfico en México, no solamente aparecieron los debates en torno a las diferentes concepciones de la Historia y sus basamentos ideológicos. Jesús Iván también da cuenta, críticamente, de las disputas dentro de este emergente campo de estudios. Efectivamente, retomando algunos de los postulados de Pierre Bourdieu a propósito del origen y dinámicas de la autonomía de los campos, el autor nos sumerge en las disputas entre diferentes grupos y generaciones que, desde sus respectivas trincheras institucionales (la Academia Mexicana de la Historia; el Museo Nacional; las publicaciones periódicas, sentidamente la Revista Mexicana de Estudios Históricos e Historia Mexicana, aunque muchas más; la Facultad de Filosofía y Letras y el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México, entre otros espacios), debatieron, alardearon de sus respectivos capitales culturales y entraron en luchas de posicionamiento académico e intelectual dentro del campo historiográfico mexicano en construcción.

Los diferentes agentes de la profesionalización de la historia en México, actores sociales (académicos, investigadores y estudiantes) e institucionales, constituyen otro de los ejes que atraviesa el análisis presentado en el libro, a propósito de la constitución de los historiadores como una comunidad científica, posicionada en el medio académico, profesional y universitario. Desde el punto de vista de los actores sociales destaca el análisis de las generaciones que, desde diferentes trincheras metodológicas, ideológicas e institucionales, yuxtapuestas algunas de ellas, se encargaron de configurar y reconfigurar el campo historiográfico mexicano. Pero en el caso del análisis que Jesús Iván adelanta en torno a estas generaciones, no estamos ante un simple pasar generacional, sino una apropiación y buena lectura de los elementos que Karl Mannheim introdujo a propósito de lo que le da sentido a una generación: la vivencia de las mismas experiencias e influencias sociales intelectuales, y políticas similares.

Dentro de esta tesitura, Jesús Iván identifica generaciones que dejan impronta sobre la que viene, que debaten entre ellas los derroteros historiográficos, o que transmiten una tradición de estudios y de capital cultural, así como de saberes históricos e historiográficos que fueron aceptados o desechados por sus sucesores. Las generaciones, afirma el autor retomando a Mannheim, están en constante interacción.

En su “ronda de las generaciones” de historiadores, Jesús Iván identifica al menos tres nodos generacionales que, a través de sus prácticas pedagógicas, escriturales, editoriales, formación de recurso humano y de creación de instituciones y de proyectos editoriales, empujaron la emergencia y constitución del campo de los estudios históricos en México: la denominada de los primeros maestros (nacidos ca 1865), cuyos representantes más importantes fueron Jesús Galindo y Villa, Luis González Obregón y Genaro García; la de “los discípulos” (nacidos ca 1880), Manuel Romero de Terreros, Genaro Estrada, Alfonso Teja Zabre, Juan B. Iguínez, José de Jesús y Domínguez, Manuel Toussaint, entre otros; y la de “los historiadores” como Silvio Zavala, Edmundo O’Gorman y Daniel Cosío Villegas, entre los principales. En el decir del autor, las dos primeras de estas generaciones “constituyeron el soporte disciplinar” (p. 15) para que, posteriormente, hacia mediados del siglo XX, la tercera pudiera consolidar en México un campo de estudios históricos plenamente autónomo, profesional e institucionalizado.

Cómo se transmitió el conocimiento histórico es otro de los objetivos centrales en este libro. En él, Jesús Iván, se encarga de restituirnos las prácticas educativas a través de las cuales el saber histórico era enseñado y adquirido. Por ejemplo, cómo valorar un documento, cómo hacer fichas bibliográficas, cómo plantear problemas históricos o distinguir cuáles eran las tradiciones epistémicas y modos de abordar el pasado. Como el autor lo señala, en etapas posteriores de la forja del campo historiográfico en México, el formato de “Seminario”, implementado por José Gaos, Silvio Zavala, Cosío Villegas y otros académicos fue central en las prácticas educativas, para la transmisión del conocimiento y la formación de historiadores.

La noción de “comunidad académica” es otro de los ejes centrales que atraviesan este estudio. Establecer este tipo de comunidades es un proceso institucional, colectivo y de individualidades que fungen como líderes. Pero además de ello, una comunidad académica, de acuerdo con Gérard Noiriel, debe integrarse en función de “compartir los mismos principios y paradigmas científicos; crear medios de difusión (revistas y publicaciones) para dar a conocer sus postulados; compartir espacios públicos para la discusión de las ideas: cafés, librerías, asociaciones e instituciones, y, por último, estar conformada por miembros de generaciones distintas” (p. 16). Algunas de estas premisas se cumplen en la formación de la comunidad académica de historiadores estudiadas en este texto. Aunque, como Jesús Iván lo muestra en su análisis, los paradigmas científicos a propósito de la historia no siempre fueron compartidos, sino más bien discutidos (cientificismo vs humanismo, cientificismo vs historicismo, cientificismo vs marxismo). En este sentido, la polémica entablada entre Silvio Zavala y Edmundo O’Gorman es un ejemplo de lo que el autor denomina “comunidades en polémica”.

Como lo han enfatizado diferentes autores que han reflexionado en torno a los presupuestos metodológicos de la historia intelectual, las publicaciones seriadas, particularmente las revistas, constituyen uno de los soportes materiales fundamentales por donde transitan algunos aspectos de la vida intelectual. En este sentido, se puede afirmar que dichos impresos pueden considerarse como un espacio privilegiado para el estudio de la evolución de las ideas. Además, fungen como espacios de sociabilidad que permiten el afianzamiento de redes académicas y textuales.

Otra de las funciones que se le puede otorgar a este tipo de publicaciones es que las revistas, particularmente las académicas, contribuyen sostenidamente a estructurar un campo de saber autónomo. Por otra parte, estos impresos se convirtieron en espacios para la formación de un público lector, igualmente académico y especializado en tal o cual campo de conocimiento, compuesto por estudiantes y pares cientistas que publican, debaten y se informan de su respectiva área de estudio. Inclusive, se puede afirmar que, en el caso de recurso humano en formación, estas revistas coadyuvan en su educación y profesionalización. Pero, además, abren el espacio para académicos reconocidos en campos del conocimiento social y humanístico. Realizo esta digresión revisteril pues mucho de lo referido en ella es retomado por el libro que se comenta.

Ciertamente, publicaciones académicas como la Revista Mexicana de Estudios Históricos, la Revista Mexicana de Estudios Antropológicos e Historia Mexicana, entre otras publicaciones que Jesús Iván estudia, cumplieron en su momento con las funciones comentadas con anterioridad. El libro muestra claramente cómo en diferentes momentos de la emergencia, institucionalización, profesionalización y estructuración plena de un campo historiográfico en México, las revistas académicas mencionadas canalizaron la evolución de las ideas historiográficas y sus debates, impulsaron la formación y profesionalización de historiadores, contribuyeron de manera decisiva a difundir el conocimiento histórico de México y crearon lazos y redes de intercambio académico.

El libro de Jesús Iván está organizado en torno a tres capítulos, una sólida introducción y conclusiones críticas que dan cuenta de la emergencia y evolución del campo historiográfico mexicano con su consabida comunidad de saberes históricos. Si bien es cierto que ya se contaba con trabajos que abordan la historia de la historiografía en México y que dan cuenta de los diferentes momentos, actores sociales e institucionales que contribuyeron a la evolución de dicho campo, este texto, apoyándose en esas investigaciones, nos ofrece una visión de conjunto de cómo entre 1903 y 1955 hubo un proceso de emergencia, configuración y permanente reconfiguración del campo de los estudios históricos mexicanos.